Legado (24 page)

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Authors: Christopher Paolini

—¡Espera, soy tu amigo! —gritó el hombre.

Sin embargo, Roran no estaba dispuesto a confiar en aquel tipo por segunda vez. E hizo bien, pues cuando lanzó la daga contra él, el hombre le enredó el brazo derecho y la daga con la manta e hirió a Roran con un cuchillo que acababa de sacar de debajo de su jubón.

Sintió una pequeña sensación de tirantez en el pecho, pero era tan leve que no le dio importancia.

Roran soltó un grito y tiró de la manta con todas sus fuerzas arrastrando al hombre y lanzándolo contra uno de los lados de la tienda. Con el golpe, la estructura se vino abajo y los atrapó a ambos debajo de la pesada tela de lana. Roran, de inmediato, se quitó de encima la sábana enredada y se arrastró hacia el hombre a tientas, en la oscuridad. Pero entonces sintió que una dura suela de bota le pisaba la mano con fuerza.

Se impulsó hacia delante para agarrar al hombre por el tobillo antes de que este pudiera darse la vuelta para ponerse de cara a él. El tipo pateó como un conejo y consiguió soltarse un momento, pero Roran volvió a sujetarlo y le apretó el tobillo con tanta fuerza que le clavó los dedos en el tendón de Aquiles. El hombre rugió de dolor. Sin dejarle tiempo para que se recuperara, Roran se arrastró hasta ponerse al mismo nivel que su agresor y le inmovilizó la mano con que agarraba el cuchillo contra el suelo. Entonces intentó clavarle la daga en un costado del cuerpo, pero fue demasiado lento: su oponente le sujetó la muñeca y la apretó con la misma fuerza que una garra de acero.

—¿Quién eres? —rugió Roran.

—Soy tu amigo —dijo el hombre.

Sintió su aliento caliente en el rostro: le olía a vino y a sidra.

Entonces recibió tres rápidos rodillazos en las costillas. Pero Roran reaccionó y le dio un cabezazo en la nariz, hasta rompérsela. El hombre gimió y se removió intentándose librar de Roran, pero este no lo soltó.

—Tú… no eres amigo mío —le dijo Roran, intentando abrirse paso con el cuchillo por debajo del brazo derecho del hombre para clavárselo en el costado.

Forcejearon el uno con el otro un rato hasta que, con repentina facilidad, Roran notó que la daga se abría paso por el jubón y penetraba la carne de su agresor. El hombre se retorció. Roran le dio varias puñaladas más y, al final, le clavó la daga en el pecho.

Con la mano todavía sobre la empuñadura de la daga, sintió la vibración del corazón del hombre, atravesado por la hoja del cuchillo.

El tipo sufrió dos convulsiones y luego dejó de resistirse. Se quedó quieto, jadeando.

Roran no lo soltó durante el rato en que el hálito de vida tardó en abandonarlo; su abrazo era tan íntimo como el de dos amantes.

Aunque el hombre había intentado asesinarlo, y a pesar de que Roran no sabía de él más que eso, no podía evitar que le embargara un sentimiento de terrible cercanía con él. Ahí tenía a otro ser humano —otra criatura viviente, pensante— cuya vida acababa por su culpa.

—¿Quién eres? —le susurró—. ¿Quién te ha enviado?

—Casi…, casi conseguí matarte —dijo el hombre, con una satisfacción perversa. Entonces soltó un largo suspiro y su cuerpo quedó inerte. Dejó de existir.

Roran dejó caer la cabeza sobre el pecho del hombre, luchando por respirar y temblando desde la cabeza a los pies por la conmoción de la lucha. Al cabo de poco notó que tiraban de la tela de lana que lo cubría.

—¡Sacádmela de encima! —gritó Roran, apartando la tela con el brazo derecho, incapaz de continuar aguantando el opresivo peso de la tienda, la oscuridad, el poco espacio y el aire viciado.

Alguien rajó la tela y Roran vio que se abría una grieta de luz sobre su cabeza. Era la luz caliente y danzarina de una antorcha.

Desesperado por salir de ese confinamiento, se puso en pie, agarró los bordes de la hendidura y se coló por ella. Salió a la noche trastabillando, desnudo excepto por las calzas, y miró a su alrededor, confuso.

Allí estaban Carn, Delwin, Mandel y diez guerreros más, todos ellos con las espadas y las hachas preparadas para intervenir. Ninguno de ellos iba vestido, excepto dos, que Roran reconoció como los centinelas que realizaban el turno de noche.

De repente, alguien exclamó:

—¡Dioses!

Roran se dio la vuelta y vio que uno de los guerreros acababa de apartar la tienda y había dejado al descubierto el cuerpo del asesino.

El hombre era bajo de estatura y llevaba el cabello, largo e hirsuto, recogido en una cola. Un parche de cuero le cubría el ojo izquierdo.

Tenía la nariz torcida y aplastada —Roran se la había roto—, y una capa de sangre le cubría el pecho y el costado, desde donde caía al suelo. Parecía demasiada cantidad de sangre para pertenecer a una única persona.

—Roran —dijo Baldor. Él continuaba mirando fijamente al asesino, incapaz de apartar la mirada de él—. Roran —repitió Baldor, esta vez con voz más alta—. Roran, escúchame. ¿Estás herido? ¿Qué ha sucedido?… ¡Roran!

La preocupación en el tono de voz de Baldor atrajo por fin la atención de Roran.

—¿Qué? —preguntó.

—Roran, ¿estás herido?

«¿Por qué cree que lo estoy?» Desconcertado, miró hacia su pecho. Tenía el pelo del torso completamente cubierto de sangre, y también los brazos y la parte superior de las calzas estaban manchadas.

—Estoy bien —respondió, aunque le costaba hablar—. ¿Alguien más ha sido atacado?

Por toda respuesta, Delwin y Hamund se apartaron para permitirle ver el cuerpo de un hombre en el suelo. Se trataba del joven que le había traído los mensajes ese día.

—¡Ah! —gruñó Roran, inundado de tristeza—. ¿Qué hacía dando vueltas por ahí?

Uno de los guerreros dio un paso hacia delante para contestar:

—Yo compartía la tienda con él, capitán. El chico siempre tenía que salir a aliviarse por la noche, porque bebía demasiado té antes de retirarse a dormir. Su madre le había dicho que así no se pondría enfermo… Era un buen muchacho, capitán. No merecía recibir una puñalada por la espalda de parte de un rastrero cobarde.

—No, no se lo merecía —murmuró Roran. «Si él no hubiera estado aquí, yo ahora estaría muerto.» Hizo un gesto señalando al asesino y preguntó—: ¿Hay algún otro asesino suelto por ahí?

Los hombres intercambiaron unas miradas, incómodos. Al fin, Baldor dijo:

—No lo creo.

—¿Lo habéis comprobado?

—No.

—¡Bueno, pues hacedlo! Pero intentad no despertar a todos los demás: necesitan dormir. Y que unos guardias se aposten a la puerta de todos los comandantes a partir de ahora…

«Debería haber pensado en esto antes», se dijo.

Roran se quedó quieto, sintiéndose torpe y estúpido, mientras Baldor daba las órdenes correspondientes rápidamente. Todos se dispersaron, excepto Carn, Delwin y Hamund. Cuatro de los guerreros levantaron el cuerpo del chico y se lo llevaron lejos para enterrarlo. Los demás se dirigieron a registrar el campamento. Hamund registró el cuerpo del asesino y, al encontrar el cuchillo, lo empujó con la punta del pie.

—Debiste de asustar a esos soldados más de lo que pensamos esta mañana.

—Quizá sí.

Roran se estremeció. Sentía frío por todo el cuerpo, en especial en las manos y en los pies, que tenía helados. Carn se dio cuenta, así que fue a buscar una manta para que se tapara.

—Toma —dijo Carn, cubriéndole los hombros—. Ven a sentarte al lado del fuego de los centinelas. Calentaré un poco de agua para que puedas lavarte, ¿de acuerdo?

El chico asintió con la cabeza; no se creía capaz de pronunciar ni una palabra. Carn y él se alejaron en dirección a la hoguera, pero de repente el mago se detuvo y Roran se vio obligado a hacer lo mismo.

—Delwin, Hamund —dijo Carn—, traedme un catre, algo donde sentarse, una jarra de hidromiel y unas cuantas vendas. Tan deprisa como podáis. Ahora mismo, por favor.

Sorprendidos, los dos hombres corrieron a hacerlo.

—¿Por qué? —preguntó Roran, confuso—. ¿Qué sucede?

Carn lo miró con expresión sombría y señaló el pecho de Roran.

—Si no estás herido, entonces te ruego que me digas qué es eso.

Roran bajó la mirada hasta su pecho y vio que, bajo la capa de sangre, tenía una larga y profunda herida que le empezaba en el centro del pectoral derecho, le cruzaba el esternón y terminaba justo debajo del pezón izquierdo. La parte más ancha del corte debía de tener unos seis milímetros, y parecía una boca sin labios que esbozara una enorme y espantosa sonrisa. Pero lo más inquietante de esa herida era que no salía sangre de ella, ni una sola gota. Roran vio con claridad la fina capa de grasa de debajo de la piel y, debajo de esta, el oscuro tejido muscular, del mismo color que el de la carne de venado cruda. Aunque estaba acostumbrado a las heridas provocadas por espadas, lanzas y demás armas, se sintió nervioso al verla. Él mismo había sufrido muchas heridas durante su lucha contra el Imperio —la más importante fue cuando un Ra’zac le mordió el hombro derecho cuando capturaron a Katrina, en Carvahall—, pero era la primera vez que le habían hecho una tan grande y extraña.

—¿Duele? —preguntó Carn.

Roran negó con la cabeza sin levantar la vista.

—No.

Sintió un nudo en la garganta, y el corazón —que todavía estaba acelerado a causa de la lucha—, desbocado: le latía tan deprisa que un latido no se distinguía del siguiente. «¿Estaba envenenado ese cuchillo?», se preguntó.

—Roran, tienes que relajarte —dijo Carn—. Creo que te puedo curar, pero si te desmayas va a ser más difícil.

Carn lo sujetó por el hombro y lo condujo hasta el catre que Hamund acababa de sacar de una de las tiendas. Roran, obediente, se sentó.

—¿Cómo se supone que puedo relajarme? —preguntó, soltando una rápida carcajada de crispación.

—Respira profundamente e imagínate que, cada vez que exhalas, te hundes en la tierra. Confía en mí: funciona.

Roran lo hizo, y en cuanto exhaló por tercera vez, los tensos músculos del pecho se le relajaron y un chorro de sangre salió despedido de la herida salpicando a Carn en la cara. El mago retrocedió y soltó una maldición. La sangre corrió por encima del estómago de Roran, caliente.

—Ahora sí que duele —dijo Roran, apretando la mandíbula.

—¡Eh! —gritó Carn levantando el brazo al ver a Delwin, que corría hacia ellos cargado con las vendas y las cosas que Carn le había pedido.

En cuanto el hombre lo hubo dejado todo encima del catre, Carn cogió un rollo de gasa y lo apretó contra la herida de Roran, con lo que consiguió detener la hemorragia momentáneamente.

—Túmbate —le ordenó.

Roran se echó y Hamund le acercó un taburete a Carn, que se sentó al lado de Roran sin dejar de ejercer presión sobre la herida.

Entonces, alargando el brazo, chasqueó los dedos y dijo:

—Dadme la hidromiel.

Cuando Delwin le hubo dado la jarra, Carn miró a Roran a los ojos y le dijo:

—Tengo que limpiarte la herida antes de cerrártela con un hechizo.

¿Comprendes?

Roran asintió con la cabeza.

—Dame algo para morder.

Se oyó el sonido de unas hebillas. Roran notó que le ponían un grueso cinturón entre los dientes, y lo mordió con todas sus fuerzas.

—¡Adelante! —dijo, con el cuero en la boca.

Inmediatamente, y sin que Roran tuviera tiempo de reaccionar, Carn apartó la gasa de la herida y vertió hidromiel encima de la herida, limpiándola de pelos, sangre y suciedad. Al notar la quemazón del hidromiel, Roran soltó un gruñido estrangulado y arqueó la espalda agarrándose con fuerza a los bordes del catre.

—Bueno, ya está —dijo Carn, dejando la jarra a un lado.

Roran miró hacia las estrellas. Le temblaban todos los músculos del cuerpo. Mientras Carn le curaba el corte que le había hecho el cuchillo de aquel asesino, Roran sintió un escozor insoportable en la parte más profunda del pecho. El escozor se le extendió por la superficie de la piel y, cuando se le pasó, se dio cuenta de que el dolor había desparecido. Pero la sensación había sido tan desagradable que habría querido rascarse hasta arrancarse la piel.

Cuando todo hubo terminado, Carn suspiró y, abandonándose, apoyó la cabeza en las manos.

Con un gran esfuerzo por controlar las piernas, Roran consiguió pasarlas por encima del borde del catre y se sentó. Se pasó una mano por el pecho y notó que, excepto por el pelo, estaba completamente liso: curado y sin ninguna marca, igual que había estado antes de que ese hombre tuerto se colara en su tienda.

«Magia.»

A su lado, Delwin y Hamund permanecían de pie, mirándolo. Roran vio que estaban un tanto sorprendidos, pero no creyó que los demás se dieran cuenta de ello.

—Id a dormir —les dijo, haciendo un gesto con la mano—. Dentro de unas horas nos marcharemos, y necesito que estéis despejados.

—¿Seguro que estás bien? —preguntó Delwin.

—Sí, sí —mintió Roran—. Gracias por vuestra ayuda, pero ahora marchaos. ¿Cómo se supone que voy a descansar con vosotros dos ahí plantados como gallinas cluecas?

En cuanto se hubieron alejado, Roran se frotó el rostro y se observó las manos, que le temblaban. Todavía estaban manchadas de sangre.

Se sintió destrozado. Vacío. Como si hubiera realizado el trabajo de una semana entera en tan solo unos minutos.

—¿Crees que estarás en condiciones de luchar? —le preguntó a Carn.

El mago se encogió de hombros.

—No tanto como antes… Pero es un precio que hay que pagar. No podemos presentar batalla si tú no nos diriges.

Roran no gastó energías en llevarle la contraria.

—Deberías descansar un poco. No falta mucho para el amanecer.

—¿Y tú?

—Yo voy a lavarme, buscaré una túnica y, luego, iré a ver si Baldor ha encontrado a algún otro asesino de Galbatorix.

—¿No vas a tumbarte un rato?

—No. —Se rascó el pecho sin querer, pero paró en cuanto se dio cuenta de lo que hacía—. Ya no podía dormir antes, y ahora…

—Comprendo. —Carn se levantó despacio del taburete—. Estaré en mi tienda, por si me necesitas.

Roran lo observó mientras él se alejaba con paso lento e inseguro.

Cuando hubo desaparecido en la oscuridad, cerró los ojos y pensó en Katrina, intentando tranquilizarse un poco. Luego reunió las pocas fuerzas que le quedaban y fue hasta su tienda, que continuaba en el suelo, para buscar sus ropas, sus armas, su armadura y el odre de agua. Evitó mirar el cuerpo del asesino, a pesar de que era difícil no verlo mientras se movía entre el amasijo de palos y telas. Pero, al final, se arrodilló a su lado y, apartando la vista, le arrancó el cuchillo.

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