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Authors: Christopher Paolini

Legado (14 page)

«Y entonces Katrina estaría en peligro», pensó Roran, con una desagradable sensación en el estómago. Cabalgar hasta Aroughs en tan solo cuatro días sería una prueba terrible y desastrosa, sobre todo teniendo en cuenta cuánto le dolía todo el cuerpo. Y tener que hacerse con el dominio de la ciudad en tan poco tiempo era como mezclar el desastre con la locura. Esa misión era igual de atractiva como tener que mecer a un oso con las manos atadas a la espalda.

Roran se rascó la barba y dijo:

—No tengo ninguna experiencia en sitiar una ciudad. Por lo menos, no de esta manera. Entre los vardenos debe de haber alguien más adecuado para esta misión. ¿Qué hay de Martland
Barbarroja
?

Nasuada negó con un gesto.

—No puede galopar a toda velocidad con una sola mano. Deberías tener mayor confianza en ti mismo,
Martillazos
. Entre los vardenos hay quienes saben más sobre la guerra, es verdad: hombres que han estado más tiempo en el campo de batalla, hombres que han hecho instrucción con los mejores guerreros de la generación de su padre…

Pero cuando se desenfundan las espadas y se entra en batalla, no son ni el conocimiento ni la experiencia lo que más importa, sino ser capaz de «ganar», y eso es algo que parece que tú cumples con creces. Y además, tú tienes suerte.

Nasuada apartó unos papeles y se apoyó en el escritorio.

—Has demostrado que eres capaz de luchar. Has demostrado que sabes cumplir órdenes…, cuando te apetece, por cierto. —Roran recordó el amargo y mordiente contacto del látigo sobre su espalda después de que se negara a cumplir las directrices del capitán Edric—. Has demostrado que puedes dirigir a un grupo de hombres a caballo. Así que Roran
Martillazos
, veamos si eres capaz de hacer algo más, ¿te parece?

Roran tragó saliva y respondió:

—Sí, mi señora.

—Bien. Te asciendo a capitán a partir de ahora. Si tienes éxito en Aroughs, tendrás ese título de forma permanente, por lo menos hasta que te muestres merecedor de honores más altos o más bajos.

Nasuada volvió a dirigir la atención al escritorio y rebuscó entre un montón de rollos de pergamino.

—Gracias.

Ella asintió con un leve y evasivo sonido gutural.

—¿Cuántos hombres tendré bajo mi mando en Aroughs? —preguntó Roran.

—Le di a Brigman mil guerreros para que tomara la ciudad. De esos, no quedan más de ochocientos en condiciones de cumplir con su deber.

Roran estuvo a punto de soltar una maldición. «Tan pocos»

Como si lo hubiera oído, Nasuada dijo con tono seco:

—Nos hicieron creer que las defensas de Aroughs eran más débiles de lo que son.

—Comprendo. ¿Puedo llevar conmigo a dos o tres hombres de Carvahall? Una vez dijiste que nos permitirías servir juntos si…

—Sí, sí —asintió Nasuada con un gesto de la mano—. Ya sé lo que dije. —Frunció los labios con expresión pensativa y añadió—: Muy bien, llévate a quien quieras, siempre y cuando te marches dentro de una hora. Hazme saber cuántos van a ir contigo, y me encargaré de que encontréis los caballos de refresco necesarios durante el camino.

—¿Puedo llevarme a Carn? —pidió Roran, refiriéndose al mago con el cual había luchado en varias ocasiones.

Nasuada clavó la mirada en una de las paredes un instante, inmóvil.

Finalmente, para alivio de Roran, asintió con la cabeza y continuó removiendo el montón de rollos.

—¡Ah, aquí está! —exclamó, sacando un pergamino atado con un cordón de cuero—. Es un mapa de Aroughs y de sus alrededores, así como uno más grande de la provincia de Fenmark. Te aconsejo que los estudies con atención.

Le ofreció el rollo. Roran lo guardó debajo de su túnica.

—Y toma —añadió Nasuada, dándole un rectángulo de pergamino doblado y sellado con cera roja—, es tu misión. Y aquí tienes tus órdenes —dijo, dándole un segundo rectángulo, más grueso que el anterior—. Enséñaselas a Brigman, pero no permitas que se las quede. Si no recuerdo mal, no sabes leer, ¿verdad?

Roran se encogió de hombros.

—¿Para qué? Puedo contar igual de bien que cualquiera. Mi padre decía que enseñarnos a leer tenía tanto sentido como enseñarle a un perro a caminar sobre las dos patas traseras: divertido, pero que no valía el esfuerzo.

—Y yo estaría de acuerdo si tú fueras un granjero. Pero no lo eres, y no estoy de acuerdo. —Nasuada señaló los pergaminos doblados que Roran tenía en la mano—. Para ti, cualquiera de estos podría ser una orden escrita de tu ejecución. En estas condiciones, tu utilidad me resulta muy limitada,
Martillazos
. No puedo enviarte mensajes porque alguien tendría que leerlos; y si tuvieras que informarme de algo, no tendrías otra alternativa que confiar en uno de tus subordinados para que escribiera tus palabras. Eso te convierte en alguien fácil de manipular. Te transforma en alguien de poca confianza. Si quieres ascender entre los vardenos, te aconsejo que busques a alguien que te enseñe. Y ahora, vete. Hay otros asuntos que requieren mi atención.

Chasqueó los dedos y uno de los pajes corrió hasta ella. Nasuada le puso una mano en el hombro, se inclinó hacia él y dijo:

—Quiero que traigas a Jörmundur directamente aquí. Lo encontrarás en la calle del mercado, en el lugar en que esas tres casas… —De repente, se interrumpió y miró a Roran arqueando una ceja al ver que el chico todavía no se había movido de sitio—. ¿Quieres decirme algo más,
Martillazos
? —preguntó.

—Sí. Antes de irme, me gustaría ver a Eragon.

—¿Y eso por qué?

—Casi todos los escudos mágicos con que me protegió para la batalla ya han desaparecido.

Nasuada frunció el ceño y continuó hablando con el paje:

—En la calle del mercado, allí donde esas tres casas fueron incendiadas. ¿Sabes dónde? Bien, pues vete. —Le dio unas palmadas en la espalda y el chico salió corriendo de la sala—. Sería mejor que no lo hicieras.

Esa afirmación sorprendió a Roran, pero no dijo nada y esperó a que Nasuada se explicara. Y ella lo hizo, pero dando un rodeo:

—¿Te diste cuenta de lo agotado que se encontraba Eragon durante mi audiencia con los hombres gato?

—Casi no podía tenerse en pie.

—Exacto. Se ha quedado sin fuerzas, Roran. No es posible que nos proteja a ti, a mí, a Saphira, a Arya y quién sabe a quién más, y que, encima, haga lo que tiene que hacer. Necesita conservar sus fuerzas para cuando tenga que enfrentarse a Murtagh y a Galbatorix.

Y cuanto más nos acerquemos a Urû’baen, más importante será que esté preparado para enfrentarse a ellos en cualquier momento del día o de la noche. No podemos permitir que todas las otras preocupaciones y distracciones lo continúen debilitando. ¡Fue muy noble por su parte sanar el labio de esa niña, pero esa acción nos habría podido costar la guerra!

»Luchaste sin escudos mágicos cuando los Ra’zac atacaron a tu pueblo en las Vertebradas. Si quieres a tu primo, si deseas derrotar a Galbatorix, debes aprender a luchar sin ellos otra vez.

Cuando hubo terminado, Roran asintió con la cabeza. Nasuada tenía razón.

—Saldré de inmediato.

—Te lo agradezco.

—Con tu permiso…

Roran dio media vuelta y se dirigió hacia la salida. Justo cuando iba a cruzar la puerta, Nasuada lo llamó:

—¡Ah,
Martillazos
!

Él giró la cabeza, curioso.

—Procura no incendiar Aroughs, ¿de acuerdo? Las ciudades son difíciles de reemplazar.

Bailando con espadas

Eragon, impaciente por marcharse, golpeaba con los talones la peña sobre la cual estaba sentado. Él, Saphira y Arya, así como Blödhgarm y los demás elfos, esperaban en el montículo de tierra de al lado de la carretera que salía de Belatona. La carretera se alejaba hacia el este atravesando campos de cultivo verdes y ya maduros, cruzando el puente de piedra por encima del río Jiet, y pasando después por el punto más meridional del lago Leona. Allí la carretera se bifurcaba: hacia la derecha se dirigía a los Llanos Ardientes y a Surda; hacia la izquierda, iba al norte, hacia Dras-Leona y, finalmente, a Urû’baen.

Miles de hombres, enanos y úrgalos pululaban ante la puerta este de Belatona, así como por dentro de la ciudad, discutiendo y gritando mientras los vardenos procuraban organizarse de forma coordinada.

Además de los desordenados grupos de hombres a pie, estaba también la caballería del rey Orrin: una masa de caballos inquietos y escandalosos. Y por detrás de la sección de ataque se veía el convoy de avituallamiento: una hilera de dos kilómetros de longitud compuesta por carromatos, vagones y jaulas con ruedas, y flanqueada por los innumerables rebaños de ganado que los vardenos habían traído de Surda, a los cuales se habían añadido todos los animales que habían podido robar a los granjeros que habían encontrado por el camino. Desde allí se elevaba el fragor de los bramidos de los bueyes, el rebuzno de las mulas y los burros, el graznido de los patos y los relinchos y resoplidos de los caballos de tiro.

Todo eso hacía que Eragon deseara taparse los oídos.

Se diría que tendríamos que ser mejores en esto, teniendo en cuenta las veces que lo hemos hecho hasta ahora
—le dijo a Saphira, saltando de la peña.

La dragona sorbió por la nariz:

Deberías ponerme al mando. Les daría tal susto que los haría ponerse en su sitio a todos en menos de una hora, y así no tendríamos que perder tanto tiempo esperando.

Aquello divirtió a Eragon.

Sí, estoy seguro de que podrías hacerlo… Pero ten cuidado con lo que dices, porque a lo mejor Nasuada te obliga a hacerlo.

Eragon pensó en Roran, al cual no había visto desde la noche en que sanó a la niña de Elain. Se preguntó cómo le iría a su primo, y le preocupaba haberlo dejado tan atrás.

—Eso fue una locura —farfulló el chico para sí, recordando que Roran se había marchado sin permitir que le renovara los escudos mágicos.

Es un cazador experimentado
—comentó Saphira—.
No será tan tonto para permitir que sus presas le pongan las zarpas encima.

Lo sé, pero a veces no se puede evitar… Será mejor que vaya con mucho cuidado, eso es todo. No quiero que regrese cojo o, lo que sería peor, envuelto en un sudario.

Un estado de ánimo funesto se apoderó de él, pero decidió quitárselo de encima. Empezó a dar saltitos, inquieto y ansioso por hacer alguna actividad física antes de las seis horas que le esperaban sentado encima de Saphira. Se alegraba de tener la oportunidad de volar con ella, pero no le gustaba la idea de pasarse el día entero recorriendo los mismos veinte kilómetros, dando vueltas como un buitre por encima de las lentas tropas. Solos, él y Saphira podrían llegar a Dras-Leona, en el peor de los casos, esa misma tarde.

Se alejó de la carretera y se detuvo en una zona de césped relativamente plana. Allí, sin hacer caso de las miradas de Arya y de los demás elfos, desenfundó
Brisingr
y se puso en guardia, tal y como Brom le había enseñado a hacer tanto tiempo atrás. Inhaló profundamente y flexionó las rodillas, sintiendo la textura del suelo a través de las suelas de las botas. De repente, y con una rápida y potente exclamación, levantó la espada dibujando un círculo por encima de su cabeza y la dejó caer con una fuerza que hubiera partido por la mitad a cualquier humano, elfo o úrgalo, llevaran la armadura que llevaran. Paró el golpe a menos de tres centímetros del suelo y mantuvo la espada firme en esa posición. La hoja de la espada temblaba de forma casi imperceptible, y el color azulado del metal, en contraste con el verde de la hierba, había cobrado una viveza que parecía casi irreal. Eragon volvió a inhalar y se lanzó hacia delante, apuñalando el aire como si fuera un enemigo mortal. Uno a uno, fue practicando los movimientos básicos de la lucha con espada concentrándose no tanto en la velocidad como en la precisión.

Cuando hubo entrado en calor, miró hacia sus guardias, que permanecían en semicírculo a cierta distancia de él.

—¿Alguno de vosotros quiere cruzar su espada con la mía un rato?

—preguntó, elevando la voz.

Los elfos se miraron entre sí con expresión inescrutable. El elfo Wyrden dio un paso hacia delante.

—Yo lo haré,
Asesino de Sombra
, si eso te complace. Pero te pediría que te pusieras el yelmo para practicar.

—De acuerdo.

Eragon enfundó
Brisingr
. Luego corrió hasta Saphira y trepó por su costado y, al hacerlo, se cortó el pulgar izquierdo con una de sus escamas. Llevaba puesta la cota de malla, así como las grebas y los brazales, pero había dejado el yelmo dentro de una de las alforjas para que no cayera del lomo de la dragona y se perdiera en la hierba.

Cuando fue a cogerlo, vio, en el fondo de la alforja, el corazón de corazones de Glaedr envuelto en un paño. Lo tocó, rindiendo homenaje en silencio a lo que quedara del majestuoso dragón dorado.

Luego volvió a cerrar la alforja y saltó al suelo.

Mientras regresaba al trozo de césped, Eragon se colocó el yelmo y se lamió la sangre que le salía de la herida en el pulgar. Luego se puso los guantes, esperando que el dedo no le sangrara demasiado dentro del guante. Tanto él como Wyrden lanzaron un hechizo a sus respectivas espadas para levantar unas barreras a su alrededor —invisibles excepto por la ligera distorsión que provocaban en el aire— y evitar que pudieran cortar algo con ellas. También bajaron los escudos que los protegían de cualquier amenaza física.

Cuando estuvieron listos, él y Warden tomaron posiciones el uno frente al otro, bajaron la cabeza en señal de respeto y levantaron las espadas. Eragon observaba los ojos negros y fijos del elfo, y Wyrden miraba los de él. Sin apartar la mirada de su contrincante, Eragon empezó a avanzar hacia el lado derecho de Wyrden esperando que, al luchar este con el brazo derecho, le sería más difícil defender ese costado.

El elfo se giró lentamente sobre sí mismo, aplastando la hierba bajo los talones, sin dejar de estar de frente a Eragon. Después de dar unos cuantos pasos, Eragon se detuvo. Wyrden estaba demasiado atento y tenía demasiada experiencia para permitir que Eragon le entrara por el flanco. Nunca podría atrapar al elfo en un momento de desequilibro. «A no ser, por supuesto, que lo distraiga.» Pero antes de que decidiera qué hacer, Wyrden hizo una finta en dirección a su pierna, como si le fuera a asestar un golpe en la rodilla, y en el último momento giró la muñeca y el brazo para descargar la espada sobre el pecho y el cuello de Eragon. El elfo fue muy rápido, pero Eragon lo fue todavía más. En cuanto vio el cambio de postura de Wyrden, que delataba sus intenciones, se apartó un paso, dobló el codo y paró el golpe del elfo con la espada a la altura del rostro.

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