Authors: Christopher Paolini
Eragon dio un paso atrás, vacilante.
Se concentró una vez más en canalizar la energía almacenada en el interior de los diamantes de su cinturón —el cinturón de Beloth
el Sabio
— hacia
Brisingr
, vaciando las piedras preciosas de su valioso contenido, para encender su espada con un fuego de una intensidad casi insoportable. Luego, con un grito, levantó el brazo y descargó un golpe de espada contra el rastrillo. Una lluvia de chispas naranjas y amarillas lo roció, agujereando sus guantes y su casaca, y quemándole la piel. Un trozo de hierro derretido le cayó en la punta de la bota. Eragon se lo sacudió con un gesto brusco del tobillo.
Dio tres golpes, y una parte del rastrillo —del tamaño de un hombre
— cayó al suelo. Los extremos recién cortados de la reja brillaban con un color blanco incandescente e iluminaban el área con una luz suave.
Eragon dejó que las llamas de
Brisingr
se extinguieran y pasó a través de la abertura que acababa de hacer.
Siguió el pasadizo hacia la izquierda, luego hacia la derecha y, de nuevo, a la izquierda: ese pasaje había sido diseñado para hacer más lento el avance de las tropas que consiguieran acceder a la torre del homenaje. Cuando dobló la última curva, Eragon vio su objetivo: el vestíbulo, lleno de cascotes. A pesar de su visión de elfo, en esa oscuridad solamente era capaz de distinguir las formas más grandes, pues el derrumbe había apagado las antorchas de las paredes. Al acercarse oyó un extraño ruido de algo que se arrastraba, como si un animal torpe se abriera paso entre los cascotes de piedra.
—
Naina
—dijo.
Y una luz azul iluminó el espacio. Allí, delante de él y cubierto de tierra, sangre, ceniza y sudor, vio a Roran, que, con una mueca terrible, luchaba con un soldado entre los cuerpos de dos hombres muertos. El soldado cerró los ojos para protegerse de la inesperada luz, y Roran aprovechó esa distracción para obligarlo a ponerse de rodillas. Entonces cogió la daga que su oponente llevaba en el cinturón y se la clavó en el cuello. El soldado sufrió dos convulsiones y murió.
Roran se levantó, resollando; unas grandes gotas de sangre le caían de los dedos de las manos hasta el suelo. Miró a Eragon con una expresión extrañamente fría y dijo:
—Ya era hora de que…
Pero, en ese instante, su mirada se perdió y se desmayó.
Si quería sujetar a Roran antes de que llegara al suelo, Eragon tenía que soltar
Brisingr
, lo cual no le gustaba nada. A pesar de ello, abrió la mano y la espada cayó al suelo con un golpe metálico justo en el momento en que Roran aterrizaba en sus brazos.
—¿Está malherido? —preguntó Arya.
Eragon se sobresaltó, sorprendido de encontrar a la elfa y a Blödhgarm de pie, a su lado.
—Creo que no.
Dio unas palmaditas en las mejillas de Roran, sacudiéndole el polvo que se le había adherido a la piel. Bajo esa luz cruda y azulada que el hechizo de Eragon había encendido, Roran parecía demacrado: una sombra violeta le rodeaba los ojos cerrados y un tono púrpura le apagaba el color de los labios, como si se los hubiera manchado con el jugo de unas moras.
—Vamos, despierta.
Al cabo de unos segundos, Roran entreabrió los ojos y miró con expresión confusa a Eragon, que sintió un alivio tan grande que fue como si se hubiera sumergido en agua fresca.
—Te has quedado inconsciente unos instantes —le explicó.
—Ah.
¡Está vivo!
—le explicó a Saphira, permitiéndose correr un instante de riesgo al contactar con la dragona.
Ella le respondió con gran alegría:
Bien. Me quedaré aquí para ayudar a los elfos a apartar las piedras del edificio. Si me necesitas, llámame y encontraré la manera de llegar hasta ti.
La cota de malla de Roran tintineó cuando Eragon lo ayudó a ponerse en pie.
—¿Y los demás? —preguntó Eragon, señalando el montón de piedras.
Roran negó con la cabeza.
—¿Estás seguro?
—Nadie podría sobrevivir ahí abajo. Yo escapé porque…, porque los aleros me protegieron, en parte.
—¿Y tú? ¿Estás bien? —preguntó Eragon.
—¿Qué? —Roran frunció el ceño, desconcertado, como si no se le hubiera ocurrido pensar en eso—. Estoy bien… Quizá tenga la muñeca rota. Pero nada grave.
Eragon dirigió una mirada expresiva a Blödhgarm. El rostro del elfo se tensó mostrando cierto desagrado, pero se inclinó hacia Roran y en voz baja, mientras alargaba la mano hacia el brazo herido del chico, le dijo:
—¿Me permites…?
Mientras Blödhgarm estaba ocupado con Roran, Eragon recogió
Brisingr
y fue a montar guardia en la entrada, al lado de Arya, por si acaso a algunos soldados insensatos se les ocurría organizar un ataque.
—Bueno, ya está —dijo Blödhgarm, apartándose de Roran.
El chico hizo unos gestos de rotación con la muñeca para comprobar cómo reaccionaba la articulación. Satisfecho, le dio las gracias a Blödhgarm. Luego estuvo buscando por entre los escombros hasta que encontró el martillo y, una vez armado, se reajustó la armadura.
—Ya he tenido suficiente de este Lord Bradburn —dijo, mirando hacia fuera, con un tono engañosamente tranquilo—. Creo que hace demasiado tiempo que ocupa esa silla, y deberíamos liberarlo de sus responsabilidades. ¿No estás de acuerdo, Arya?
—Lo estoy —repuso la elfa.
—Bueno, pues vamos a buscar a ese viejo idiota y blando; le daré unos suaves golpecitos con mi martillo en recuerdo de todos a los que hemos perdido hoy.
—Hace unos minutos se encontraba en la sala principal —dijo Eragon—, pero dudo que se haya quedado a esperar a que regresáramos.
Roran asintió con la cabeza.
—Entonces tendremos que darle caza —repuso, iniciando la marcha.
Eragon hizo que se apagara la luz que había generado con el hechizo y se apresuró tras su primo con
Brisingr
en la mano. Arya y Blödhgarm los siguieron tan de cerca como les permitía el sinuoso pasillo.
La cámara hasta la cual conducía ese pasillo se encontraba vacía, al igual que lo estaba la sala principal del castillo, donde solamente quedaba un casco tirado en el suelo como único testimonio de las decenas de soldados y oficiales que habían estado allí. Mientras pasaban corriendo por delante de un estrado de mármol, Eragon redujo la velocidad para no dejar atrás a Roran. A la izquierda del estrado encontraron una puerta que abrieron de una patada, e iniciaron el ascenso por las escaleras que quedaban al otro lado. Cada vez que llegaban a un rellano, se detenían unos instantes para que Blödhgarm rastreara el piso mentalmente en busca de alguna pista de Lord Bradburn y su séquito, pero no encontraban ninguna. Pero cuando llegaban al tercer piso, Eragon oyó una conmoción de pasos y, de repente, vio que una multitud de lanzas en ristre se precipitaba hacia ellos rozando el techo abovedado.
Una de las lanzas hirió a Roran en la mejilla y en el muslo derecho, cubriéndole la rodilla de sangre. El chico rugió como un oso herido y, colocándose el escudo a modo de pantalla, cargó contra las lanzas para poder subir los últimos escalones hasta el rellano. Los hombres gritaban frenéticamente.
Eragon, que se encontraba justo detrás de Roran, se pasó
Brisingr
a la mano izquierda y alargó el brazo derecho por el costado del cuerpo de su primo. Agarró con fuerza una de las lanzas y dio un tirón fuerte para arrancarla de quien la estuviera sujetando. La hizo girar rápidamente y la arrojó hacia el centro de los hombres que se apiñaban en el pasillo. Al instante se oyó un grito y en esa pared de cuerpos se abrió un hueco. Eragon repitió la operación varias veces y, poco a poco, el número de soldados se fue reduciendo hasta que Roran consiguió hacer retroceder la masa de soldados.
Cuando Roran consiguió subir el último escalón, ya solo quedaban doce soldados que se dispersaron por el amplio vestíbulo balaustrado, buscando espacio suficiente para disparar sus lanzas. Roran soltó un rugido y se lanzó tras el soldado que tenía más cerca. Esquivando la estocada de su enemigo, atravesó su defensa y le dio un golpe en el yelmo, que resonó como una olla de hierro.
Eragon cruzó el vestíbulo a la carrera y cargó contra dos soldados que se encontraban el uno junto al otro. Los tumbó en el suelo al mismo tiempo y acabó con ellos con un único golpe de
Brisingr
.
Aprovechando el impulso, se agachó para esquivar un hacha que volaba hacia él girando sobre sí misma y empujó a un hombre por encima de la barandilla mientras arremetía contra otros dos que se disponían a destriparlo con sus lanzones.
En medio del grupo de soldados, Arya y Blödhgarm avanzaban con la elegancia propia de los elfos, silenciosos y mortíferos, haciendo que el combate pareciera más una artística coreografía que una lucha sórdida y violenta.
En medio del entrechocar del metal y del chasquido de huesos rotos y piernas cortadas, los cuatro acabaron con el resto de los soldados. Como siempre, el combate había llenado de júbilo a Eragon: para él era como recibir una estimulante ducha de agua fría que lo dejaba con una sensación de lucidez que ninguna otra actividad le proporcionaba. Roran, por su parte, se inclinó apoyando las manos en las rodillas: tenía la respiración agitada, como si acabara de llegar al final de una carrera.
—¿Me permites? —preguntó Eragon, señalando los cortes que Roran tenía en la mejilla y en el muslo.
Antes de contestar, Roran comprobó si la pierna herida podía soportar el peso de su cuerpo.
—Puedo esperar. Vamos a buscar a Bradburn, primero.
Roran encabezó la marcha y los cuatro continuaron la ascensión por la escalera. Por fin, después de unos cuantos minutos más de búsqueda, encontraron a Lord Bradburn atrincherado en el interior de la habitación superior del torreón que se encontraba más al oeste de la torre del homenaje. Eragon, Arya y Blödhgarm pronunciaron varios hechizos para desmontar las puertas que les cerraban el paso y las dejaron en un montón a sus espaldas.
Al verlos entrar en las estancias, los criados de mayor rango y los guardias que se habían reunido ante Lord Bradburn palidecieron, y algunos incluso empezaron a temblar. Eragon mató a tres de los guardias y vio, aliviado, que los demás dejaban los escudos y las armas en el suelo en un gesto de rendición.
Cuando todo hubo terminado, Arya se acercó a Lord Bradburn, quien había permanecido en silencio hasta el momento, y le dijo:
—¿Y ahora, vais a ordenar a vuestro ejército que se rinda? Solo quedan unos cuantos, pero todavía podéis salvarles la vida.
—No lo haría aunque pudiera —respondió Bradburn, en un tono tan cargado de odio y cinismo que Eragon estuvo a punto de golpearlo—. No haré ninguna concesión contigo, elfa. No voy a entregar a mis hombres a una criatura tan asquerosa e innatural como tú. Es preferible la muerte. Y no creas que me podrás engañar con palabras dulces. Conozco vuestra alianza con los úrgalos, y confiaría antes en una serpiente que en alguien que comparte el pan con esos monstruos.
Arya asintió con la cabeza. Cerró los ojos, levantó la mano y la colocó con la palma dirigida hacia el rostro de Bradburn. Los dos permanecieron inmóviles un rato. Eragon contactó con la mente de Bradburn y sintió la lucha de voluntades que se estaba desarrollando entre ellos. Arya se iba abriendo paso a través de las defensas de él para llegar a su conciencia. Tardó un minuto en hacerlo, pero al final obtuvo el control de la mente del hombre y pudo evocar y examinar todos sus recuerdos hasta que descubrió la naturaleza de sus protecciones mágicas. Entonces, Arya pronunció unas palabras en el idioma antiguo y envolvió a Bradburn en un hechizo que esquivó esas protecciones y que lo sumió en un profundo sueño.
—¡Lo ha matado! —gritó uno de los guardias.
Los demás prorrumpieron en exclamaciones de miedo y de resentimiento. Mientras Eragon intentaba convencerlos de que no era así, se oyó el sonido de una de las trompetas de los vardenos a lo lejos. Otra trompeta respondió a la primera, esta mucho más cercana e, inmediatamente, otra. Acto seguido, llegó un murmullo entrecortado procedente del patio de abajo; a Eragon le parecieron exclamaciones de alegría.
Desconcertado, miró a Arya y ambos se dieron la vuelta al mismo tiempo para acercarse a las ventanas de la sala.
Al suroeste se encontraba Belatona, una ciudad próspera, y una de las más grandes del Imperio. Los edificios cercanos al castillo eran unas construcciones impresionantes hechas de piedra y con techos inclinados, mientras que los que se encontraban lejos de la fortaleza habían sido construidos con madera y yeso. Durante el enfrentamiento, varios de los edificios de madera se habían incendiado, y el humo llenaba el cielo con una nube marrón que provocaba escozor en los ojos y en la garganta. Alejado un kilómetro y medio de la ciudad y en la misma dirección se levantaba el campamento de los vardenos: unas largas hileras de tiendas de lana de color gris protegidas tras unas trincheras de estacas; unos cuantos pabellones de brillantes colores y adornados con banderas y banderines, y, cubriendo el suelo, cientos de hombres heridos. Las tiendas destinadas al cuidado de los heridos estaban abarrotadas.
Al norte, más allá de los muelles y de los almacenes, se extendía el lago Leona, una enorme masa de agua punteada con la espuma de alguna que otra cresta de ola.
En lo alto, una masa de nubes oscuras avanzaba desde el oeste cerniéndose sobre la ciudad y amenazando con envolverla por completo con las ráfagas de lluvia que se desprendían desde su vientre como los flecos de una falda. Unos rayos de luz azulada se filtraban aquí y allá desde lo más profundo de la tormenta, y los truenos sonaban como rugidos de una bestia furiosa.
A pesar de todo ello, Eragon no vio nada que explicara el escándalo que le había llamado la atención.
Arya y él corrieron hasta la ventana que quedaba directamente encima del patio. Allí, Saphira y los hombres y elfos que trabajaban con ella acababan de apartar todos los bloques de piedra de delante de la torre. Eragon silbó, y cuando la dragona levantó la mirada, le hizo una señal con la mano. Sus enormes comisuras se separaron en una sonrisa que dejó al descubierto todos sus dientes, y una lengua de humo salió por sus fosas nasales y su boca.
—¡Eh! ¿Qué noticias hay? —gritó Eragon.
Uno de los vardenos, que se encontraba en los muros del castillo, levantó un brazo y señaló hacia el este.