Lestat el vampiro (18 page)

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Authors: Anne Rice


su consternación cuando descubrió abierta la puerta que daba a la escalera. Tal cosa no había sucedido nunca con anterioridad. Escuché su temor al descubrir los leños quemados en el centro de la estancia y le oí llamar a su «amo». El individuo era un criado, y un ser traicionero y falso, por lo que pude captar.

Aquella capacidad para escuchar lo que pasaba por la mente del criado me fascinó, pero había otra cosa que me perturbaba: ¡su olor!

Levanté la tapa de piedra del sarcófago y salí de él. El olor era débil, pero muy sugestivo. Era el aroma almizcleño de la primera prostituta en cuya cama había liberado mi pasión. Era el olor del venado asado después de días y días de ayuno en invierno. Era el perfume del vino joven, de las manzanas frescas o del agua cayendo con un rugido por un despeñadero en un día de calor mientras yo introducía mis manos en ella para beber.

Sólo que el aroma que ahora percibía era inmensamente más rico, y al apetito que despertaba era infinitamente más voraz y más primario.

Avancé por el conducto secreto como una criatura que nadara en la oscuridad, hasta que, después de desencajar la losa de la cámara exterior, me incorporé de pie en ésta.

Y allí estaba el mortal, mirándome con una expresión de desconcierto en sus pálidas facciones.

Era un hombre viejo y arrugado y, por algunos detalles del confuso torbellino de pensamientos que se agolpaban en su mente, supe que era cochero y mozo de cuadra. Sin embargo, todo lo que escuché en su mente resultó enloquecedoramente impreciso.

Luego, el intuitivo recelo que sentía hacia mí me alcanzó como el calor de un horno. Y no cabía ningún malentendido. Sus ojos hervían de odio mientras recorrían mi rostro y el resto de mi figura. Él era quien había conseguido las finas ropas que ahora llevaba yo. El era quien se había ocupado de los desgraciados de la mazmorra mientras seguían vivos. ¿Cómo era, se preguntaba con muda indignación, que yo no estaba entre ellos?

Esto, como podéis imaginar, me hizo quererle muchísimo. Sólo por aquel pensamiento, le habría estrujado con mis manos desnudas hasta matarle.

—¡El amo! —exclamó entonces con desesperación—. ¿Dónde está? ¡Amo!

Me pregunté qué sabría el viejo de su antiguo amo. Escuché en sus pensamientos que le tenía por el hechicero de algún rey. Y ahora era yo quien tenía el poder. En resumen, el criado no sabía nada que pudiera serme de utilidad.

Pero mientras me enteraba de todo esto, mientras lo absorbía de su mente muy en contra de su voluntad, fui extasiándome con las venas de su rostro y de sus manos. Y el aroma me embriagó.

Percibí el mortecino latir de su corazón e imaginé el sabor de su sangre, lo que se experimentaría al probarla, y me invadió de pronto una sensación avasalladora, rica y cálida que se apoderó de mí por completo.

—El amo se ha ido; el fuego ha acabado con él —murmuré, y escuché mi propia voz como un sonido gutural, extraño y monótono. Avancé poco a poco hacia él.

El viejo criado echó un vistazo al suelo ennegrecido. Después alzó los ojos al techo cubierto de hollín.

—No. Eso que dices es mentira —replicó enfurecido. Y su cólera destellaba como un faro ante mis ojos. Noté su mente llena de rencor y sus desesperados pensamientos.

Pero, ¡ah!, qué aspecto tan delicioso tenía aquella carne viva. Me sentí dominado por un apetito despiadado.

Y él se dio cuenta. De un modo errático e irracional, el viejo lo notó y, dirigiéndome una última mirada torva, echó a correr hacia la escalera.

Le alcancé inmediatamente. De hecho, me resultó tan sencillo que disfruté con la captura. En un momento dado, deseé mentalmente extender los brazos y reducir la distancia entre el viejo y yo. Al instante siguiente, le tenía ya entre mis manos, impotente, y le levantaba del suelo mientras sus pies, libres, trataban de golpearme.

Lo sostuve en alto con la misma facilidad con que lo haría un hombre corpulento con un cuchillo, tal era la desproporción entre el viejo mortal y yo. Su mente era una maraña de pensamientos frenéticos y parecía incapaz de decidirse a actuar de algún modo para tratar de salvarse.

Pero el leve murmullo de estos pensamientos quedó borrado por la visión que me ofrecía.

Sus ojos ya no eran las puertas de su alma, sino dos globos gelatinosos cuyos colores me hipnotizaban. Y su cuerpo no era más que un pedazo de carne caliente y sangre que yo necesitaba poseer.

Me horrorizó que aquel pedazo de carne estuviera vivo, que aquella sangre deliciosa fluyera por aquellos brazos y dedos que se debatían ante mis ojos. Pero luego me pareció perfecto que así fuera. El era lo que era, yo era lo que era, y ahora iba a saciar mi sed con él.

Le acerqué a mis labios y mordí la arteria que sobresalía de su cuello. El chorro de sangre golpeó mi paladar. Emití un breve grito, a la vez que aplastaba al viejo contra mí. No era el mismo fluido ardiente de la sangre de mi maestro, ni el delicioso elixir que había lamido de las piedras de la mazmorra. No, aquello había sido pura luz convertida en líquido. Al contrario, ésta era mil veces más suculenta, con el sabor del turbio corazón humano que la bombeaba; era la esencia misma de aquel aroma caliente, casi humeante.

Noté que mis hombros se alzaban, que mis dedos se clavaban todavía más en su carne y que casi surgía de mi cuerpo una especie de zumbido. Mi única visión era su pequeña alma jadeante, mi única sensación era la de un abandono intenso.

Tuve que aplicar toda mi fuerza de voluntad para, justo antes del momento final, apartarle de mí. ¡Cuánto deseé sentir cómo se detenía su corazón! ¡Cuánto anhelé notar cómo los latidos se espaciaban hasta cesar, saber que había poseído a aquel mortal!

Pero no me atreví.

Su cuerpo resbaló pesadamente entre mis brazos. Los suyos quedaron abiertos sobre las losas del suelo, y el blanco de sus ojos asomaba bajo sus párpados entreabiertos.

Y me sentí incapaz de apartar aquel cuerpo de mi mirada agonizante, lleno yo de muda fascinación ante su muerte. No se me escapó el menor detalle. Escuché su último suspiro y vi cómo su cuerpo se abandonaba a la muerte, sin resistirse.

La sangre me calentó. La noté latir en mis venas. Cuando lo toqué con las palmas de las manos, mi rostro estaba ardiendo. Mi vista se había hecho extraordinariamente penetrante y me sentía más fuerte que cuanto podía imaginar.

Recogí el cuerpo y lo arrastré por los peldaños en espiral de la torre hasta la mazmorra, donde lo dejé para que se pudriera con los demás.

8

Era hora de irse, de poner a prueba mis poderes.

Llené la bolsa y los bolsillos con todo el dinero que podía transportar con comodidad y me ceñí una espada adornada de gemas que no parecía demasiado pasada de moda. Luego bajé la escalera y salí de la torre cerrando detrás de mí la verja de hierro.

Evidentemente, la torre era lo único que quedaba en pie de una gran casa en ruinas. Sin embargo, capté en el viento —quizá como lo olfatearía un animal— el olor intenso y muy agradable de unos caballos, y rodeé las piedras hasta encontrar una cuadra en la parte posterior.

En su interior había no sólo un hermoso carruaje antiguo, sino cuatro espléndidas yeguas negras. Era un auténtico milagro que no se asustaran de mí. Besé sus finos flancos y sus hocicos largos y suaves. En realidad, me enamoré tanto de aquellas bestias, que me habría pasado horas aprendiendo lo que pudiera de ellas con mis nuevos sentidos. Pero lo que anhelaba en ese instante eran otras cosas.

Además de los animales, había en el establo otro ser humano, cuyo olor había yo captado también nada más entrar. Pero el mortal estaba profundamente dormido y, cuando le desperté, comprobé que se trataba de un chiquillo de muy pocas luces que no representaba ningún peligro para mí.

—Ahora yo soy tu amo —le dije, al tiempo que le daba una moneda de oro—, pero esta noche no voy a necesitarte, salvo para que me ensilles una yegua.

El muchacho me entendió lo suficiente para indicarme que no había sillas de montar en la cuadra, antes de caer dormido de nuevo.

Daba igual. Corté las largas riendas del carruaje de una de las bridas, puse éstas en la más hermosa de las yeguas y salí del establo montando a pelo.

No puedo expresar lo que sentí con el poderío de la yegua debajo de mí, el viento helado en el rostro y la gran cúpula del cielo nocturno en lo alto. Mi cuerpo estaba fundido con el del animal. Iba volando sobre la nieve, riendo estentóreamente y, a ratos, cantando. Lanzaba notas agudas que jamás antes había alcanzado, y luego descendía a una cálida voz de barítono. En algunos momentos, simplemente gritaba de algo parecido a la alegría. Sí, tenía que ser de alegría; pero, ¿cómo podía un monstruo sentir tal cosa?

Quise cabalgar hacia París, por supuesto, pero sabía que no estaba preparado. Eran demasiadas las cosas que aún ignoraba sobre mis poderes. Así, pues, cabalgué en la dirección contraria hasta llegar a las afueras de un pequeño pueblo.

No había humanos a la vista y, al acercarme a la pequeña iglesia del lugar, sentí un acceso de rabia, totalmente humana, que se abría paso a través de mí extraña felicidad.

Desmonté rápidamente y tanteé la puerta de la sacristía. La cerradura cedió y crucé la nave hasta la barandilla del comulgatorio.

No sé qué sentí en aquel momento. Tal vez deseaba que sucediera algo. Me sentía sanguinario. Pero no cayó ningún rayo. Observé el fulgor rojizo de la lamparilla colocada en el altar. Contemplé las figuras inmóviles en la negrura nocturna de las vidrieras.

Y, desesperado, salté la barandilla y puse las manos sobre el propio sagrario. Forcé sus delicadas puertecillas, introduje las manos y saqué el copón, adornado de gemas, con sus hostias consagradas. No, allí no había ningún poder, nada que pudiera ver o sentir o percibir con ninguno de mis monstruosos sentidos, nada que me respondiera. Había obleas, oro, cera, luz.

Hundí la cabeza sobre el altar. Mi aspecto debía ser el de un sacerdote en plena misa. Después, volví a cerrarlo todo en el sagrario. Lo dejé tal como lo había encontrado, para que nadie advirtiera que se había cometido un sacrilegio.

Tras esto, recorrí una de las naves laterales de la iglesia hasta el fondo y regresé por la otra, cautivado por las sorprendentes pinturas y estatuas. Me di cuenta de que podía ver no sólo el arte creativo, sino también el proceso seguido por el escultor o el pintor. Podía ver cómo la laca captaba la luz. Distinguía los pequeños defectos en la perspectiva, junto a destellos de inesperada expresividad.

Pensé en cómo se verían los grandes maestros a mis ojos. Me sorprendí contemplando los más simples dibujos en las paredes de yeso. Después me arrodillé para mirar las aguas del mármol hasta que me encontré tendido en el suelo, con los ojos muy abiertos, mirando el suelo bajo mi nariz.

Todo aquello se estaba saliendo de contexto. Me incorporé, tembloroso y lloriqueante, veía los cirios como si estuvieran vivos y me sentí muy harto de aquel lugar.

Era hora de salir de allí y visitar el pueblo.

Pasé dos horas en sus calles, la mayor parte del tiempo, nadie me vio ni me oyó.

Me resultó absurdamente fácil saltar las tapias de los jardines y elevarme desde el suelo a los tejados no muy altos. Podía dejarme caer al suelo desde una altura de tres pisos y escalar la pared de un edificio clavando las uñas y las puntas de los pies en la argamasa entre las piedras.

Me asomé a algunas ventanas y vi parejas dormidas en sus camas revueltas, niños reposando en cunas, ancianas cosiendo bajo una débil luz.

Y las viviendas parecían casas de muñecas con todos los detalles. Colecciones perfectas de juguetes con sus finas sillitas de madera y sus pulidas repisas sobre las chimeneas, con las cortinas zurcidas y los suelos bien fregados.

Vi todo esto como quien no ha formado nunca parte de la vida, admirando con emoción hasta el menor detalle. Un delantal blanco almidonado en su percha, unas botas gastadas junto al fuego, una jarra junto a una cama.

Y la gente... ¡Ah!, la gente era una maravilla.

Naturalmente, me llegaba su aroma, pero mi apetito estaba satisfecho y el olor me hizo sentir mal. En lugar de ello, me quedé embelesado con su piel rosada y sus delicados miembros, con la precisión de sus movimientos, con el proceso entero de sus existencias, como si yo nunca hubiera formado parte de ella. Que todos tuvieran cinco dedos en cada mano me parecía admirable. Les vi bostezar, llorar, agitarse en sueños. Me sentí hechizado contemplándoles.

Y cuando hablaron, ni las paredes más gruesas pudieron evitar que oyera sus palabras.

Pero el aspecto más seductor de mis exploraciones fue que
podía escuchar los pensamientos de aquella gente,
igual que había oído los de aquel perverso criado al que había dado muerte. Infelicidad, pesar, expectación. Eran como corrientes en el aire, flojas unas, espantosamente fuertes otras, y unas terceras apenas una leve brisa hasta que reconocía su procedencia.

Con todo, estrictamente hablando, no podía decirse que les leyera la mente a los mortales.

La mayoría de pensamientos triviales quedaba filtrada y, cuando me sumía en mis propias consideraciones, no penetraba en mi mente ni la emoción más intensa. En resumen, eran las pasiones más fuertes las que llegaban hasta mí, y sólo cuando yo aceptaba recibirlas. Incluso había algunas mentes que no me transmitían nada ni siquiera en pleno estallido de cólera.

Estos descubrimientos me desconcertaron y casi me molestaron, igual que sucedía con la belleza ordinaria de cuanto contemplaba, con el esplendor de las cosas comunes y corrientes. Sin embargo, sabía perfectamente que detrás de todo ello existía un abismo en el cual yo podía caer irremisiblemente en cualquier instante.

Al fin y al cabo, yo no era uno de aquellos cálidos y pulsantes milagros de complejidad e inocencia. Éstos eran mis víctimas.

Era hora de dejar el pueblo. Ya había aprendido lo suficiente allí. No obstante, antes de irme, llevé a cabo un último acto de osadía. No pude reprimirme de hacerlo.

Tras alzarme el alto cuello de la capa roja, penetré en la posada, busqué un rincón lejos del fuego y pedí un vaso de vino. Todos los presentes en el pequeño local me dirigieron una mirada, pero no porque reconocieran que entre ellos se encontraba un ser sobrenatural. ¡Sencillamente, todos estaban sorprendidos de ver a un caballero ricamente ataviado! Permanecí en la posada veinte minutos, prolongando la comprobación, sin que nadie, ni siquiera el hombre que me sirvió la bebida, detectara nada extraño. Por supuesto, no toqué el vino. Con sólo olerlo, supe que mi cuerpo no lo admitiría. Pero lo importante era que
podía pasar inadvertido entre los humanos,
que podía moverme entre ellos.

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