Lestat el vampiro (65 page)

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Authors: Anne Rice

»La diosa era adorada bajo el nombre de Cibeles en Roma, y yo había visto a sus sacerdotes locos castrarse a sí mismos en el torbellino de su devoto frenesí. Y los dioses de la mitología tenían finales aún más violentos: Attis, también castrado: Dioniso, descuartizado miembro a miembro; el antiguo Osiris egipcio, desmembrado antes de que la Gran Madre Isis lo reviviera.

»Y ahora iba a convertirme en el Dios de las Cosas que Crecen, el dios de la vida, el dios del cereal, el dios de los árboles. Y me daba cuenta de que, sucediera lo que sucediese, sería algo asombroso.

»Y no tenía otra cosa que hacer más que emborracharme y murmurar aquellos himnos con Mael, al cual, en ocasiones, se le llenaban los ojos de lágrimas al mirarme.

»—Sácame de aquí, desgraciado —le dije una vez, de pura exasperación—. ¿Por qué diablos no te conviertes tú en el Dios de los Árboles? ¿Por qué he de ser yo quien reciba ese honor?

»—Ya te he dicho que el dios me confió sus deseos. No me escogió a mí.

»—¿Y lo hubieras hecho, si hubieras sido el elegido? —inquirí.

»—Tendría miedo, pero aceptaría —respondió en un susurro—. ¿Sabes lo que considero terrible de tu destino? El hecho de que tu alma quede encadenada a tu cuerpo para siempre. No tendrás la posibilidad de la muerte natural para migrar a otro cuerpo o a otra vida. No; a través de los tiempos, tu alma seguirá siendo el alma del dios. El ciclo de la muerte y el renacimiento se cerrará en ti.

»A pesar de mí mismo y de mi desprecio general por su creencia en la reencarnación, sus palabras me hicieron enmudecer. Noté el peso misterioso de su convicción, percibí su tristeza.

»El cabello me creció más largo y abundante. El cálido sol estival dio paso a los días de otoño, más fríos, y fue acercándose la fecha de la gran festividad anual del Samhain.

»Yo no dejaba de hacer preguntas.

»—¿A cuántos has traído para que sean dioses de esta manera? ¿Qué tenía yo para que decidieras escogerme?

»—Jamás he traído a nadie para que se convirtiera en dios — respondió Mael—. Pero el dios es antiguo. Le han privado de su magia. Una terrible calamidad ha caído sobre él y no puedo hablar de esas cosas. Él ha elegido a su sucesor.

Parecía asustado. Estaba contándome demasiado. Algo despertaba en él sus temores más profundos.

»—¿Y cómo sabes que él me querrá? ¿Tienes tal vez a sesenta candidatos más guardados en esta fortaleza?

»Mael sacudió la cabeza y, en un atisbo de inhabitual rudeza, dijo:

»—Marius, si no Bebes la Sangre, si no te conviertes en padre de una nueva raza de dioses, ¿qué será de nosotros?

»—Eso no es de mi incumbencia, amigo mío... —respondí.

»—¡Ah, calamidad! —exclamó él en un cuchicheo, al que siguió un prolongado y apenas murmurado comentario sobre el auge de Roma, las terribles invasiones de Julio César, el declive de un pueblo que había vivido en aquellos montes y bosques desde el principio de los tiempos, despreciando las ciudades de los griegos, etruscos y romanos, en favor de las honorables fortalezas de poderosos jefes tribales.

»—Las civilizaciones tienen su auge y su decadencia, amigo mío —insistí—. Los antiguos dioses dan paso a otros nuevos.

»—No lo entiendes, Marius. Nuestro dios no ha sido derrotado por vuestros ídolos y por quienes narran sus frívolas y lascivas historias. Nuestro dios era tan hermoso como si la propia Luna le hubiera adornado con su luz, y hablaba en una voz pura como la luz y nos conducía a esa gran unión con todas las cosas que es el único alivio para la desesperación y la soledad. Pero el dios ha sido víctima de una terrible calamidad y a lo largo de todo el país del norte otros dioses han perecido completamente. Ha sido la venganza del dios Sol sobre él, pero nadie, ni él ni nosotros, sabemos cómo pudo entrar el sol en su interior durante las horas de sueño y oscuridad. Tú eres nuestra salvación, Marius. Tú eres el Mortal Que Sabe, el Que Está Instruido y Puede Aprender, el Que Puede Descender a las Entrañas de Egipto.

»Di vueltas en la cabeza a sus palabras. Pensé en el antiguo culto de Isis y Osiris, en sus adoradores, que decían que ella era la Madre Tierra y él la espiga de trigo, y Tifón el asesino de Osiris, era el fuego del sol.

»Y, ahora, aquel devoto en comunicación con el dios me estaba diciendo que el sol había encontrado a su dios de la noche y había causado una gran catástrofe.

«Finalmente, mi razón se dio por vencida.

»Eran demasiados días los que había pasado en el alcohol y la soledad.

»Me tendí en la oscuridad y canturreé para mí los himnos de la Gran Madre. Sin embargo, para mí no era una diosa. No era la Diana de Éfeso con sus flechas y sus hileras de pechos rebosantes de leche, ni la terrible Cibeles, ni tan siquiera la gentil Deméter, cuyo luto por Perséfone en la tierra de los muertos había inspirado los sagrados misterios de Eleusis. Era la buena tierra cuyo aroma me llegaba por las pequeñas ventanas con barrotes de mi prisión. Era el viento que traía el olor húmedo y dulzón del gran bosque verde. Era las flores de los prados y la hierba mecida por la brisa, el agua que de vez en cuando oía saltar como si manara a borbotones de un manantial entre peñas. Era todas las cosas que aún me quedaban en aquella rudimentaria habitación de madera donde me habían despojado de todo lo demás. Y sólo descubrí lo que todo el mundo sabe, que el ciclo del invierno y la primavera y todas las cosas que crecen posee en sí mismo una verdad sublime que se renueva sin necesidad de mitos ni idiomas.

»Contemplé las estrellas de lo alto a través de los barrotes y me pareció que estaba muriéndome de la manera más absurda y estúpida, entre gentes que no admiraba y costumbres que hubiera abolido. Y, al mismo tiempo, la aparente santidad de todo aquello me contagiaba. Me forzaba a dramatizar, a soñar y a rendirme, a verme como el centro de algo que poseía su propia y exaltada belleza.

»Una mañana me incorporé y me toqué el cabello, advirtiendo que lo tenía muy tupido y largo hasta los hombros.

»Y durante los días que siguieron, hubo en la fortaleza un estruendo y una agitación sin límites. De todas direcciones llegaban carromatos hasta sus puertas. Miles de pies pasaban a su interior. A todas horas se oía el rumor de gente avanzando, acudiendo al lugar.

»Finalmente, Mael y ocho de los druidas vinieron a verme. Sus túnicas blancas y limpias olían al agua de la fuente en la que habían sido lavadas y al sol bajo el que se habían secado. Sus cabelleras estaban cepilladas y lustrosas.

»Con gran cuidado, me afeitaron por completo la barba y el bigote. Me cortaron las uñas. Me peinaron y me vistieron con otra túnica blanca. Y luego, ocultándome por todas partes con unos velos blancos, me condujeron de la casa a un carromato cubierto, también blanco.

»Distinguí brevemente a otros hombres con túnicas que mantenían a distancia a una enorme multitud y, por primera vez, me di cuenta de que sólo un selecto grupo de druidas había tenido acceso a mí.

»Cuando Mael y yo estuvimos bajo la lona del carro, todos los faldones de ésta fueron bajados y quedamos completamente ocultos. Cuando el carro se puso en marcha, nos sentamos en unos bastos bancos y así viajamos varias horas, sin pronunciar palabra.

»De vez en cuando, un rayo de sol taladraba la blanca lona de la cubierta y, cuando acercaba mi rostro a ella, podía ver el bosque, más cerrado y profundo de lo que recordaba. Y detrás de nosotros venía una caravana interminable de grandes carros con jaulas, llenos de hombres que asían los barrotes de madera y suplicaban que les dejaran libres, en una confusión de voces como un horrible coro.

»—¿Quiénes son? ¿Por qué gritan así? —pregunté por último, sin poder soportar por más tiempo la tensión.

»Mael reaccionó como si despertara de un sueño.

»—¡Ah! Son malhechores, ladrones, asesinos, todos ellos justamente condenados, y ahora perecerán en el sagrado sacrificio.

»—¡Qué repugnante! —musité. Pero, ¿lo era? Nosotros, en Roma, condenábamos a nuestros criminales a morir en la cruz, a ser quemados en la hoguera, a sufrir crueldades de toda clase. ¿Nos hacía más civilizados el hecho de que no denomináramos aquello un "sacrificio religioso"? Tal vez los
keltoi
fueran más sabios que nosotros al no desperdiciar tales muertes.

»Pero todo aquello carecía de sentido. Me sentí aturdido. El carro continuaba su lenta marcha. Escuché el ruido de los que nos adelantaban a pie y a caballo. Todos iban a la festividad del Samhain. Pronto iba a morir y no quería hacerlo en el fuego. Mael parecía pálido y asustado. Y el lamento de los hombres en los carromatos-prisiones me estaba poniendo al borde de la locura.

»¿Qué pensaría cuando prendieran el fuego? ¿Qué pensaría cuando notara que mi cuerpo empezaba a arder? Aquello era insoportable.

»—¿Qué vais a hacer conmigo? —exclamé de improviso. Tuve el impulso de estrangular a Mael. Este alzó la vista y sus cejas se fruncieron levísimamente.

»—Y si el dios ha muerto ya... —musitó él.

»—¡Entonces, nos vamos a Roma, tú y yo, y nos emborrachamos de buen vino italiano! —repliqué en el mismo tono de voz.

»Caía ya la tarde cuando el carro se detuvo al fin. El bullicio parecía alzarse como el vapor a nuestro entorno.

»Cuando me asomé a mirar, Mael no me lo impidió. Vi que habíamos llegado a un inmenso claro rodeado, en todas direcciones, por aquellos robles gigantes. Todos los carromatos, incluidos el nuestro, fueron retirados bajo los árboles y, en el centro del claro, cientos de brazos se entregaron a una tarea que tenía relación con innumerables fardos de leña, millas de cuerda y cientos de grandes troncos apenas desbastados.

«Cuatro troncos gruesos y altos como no los había visto en mi vida fueron izados hasta formar un par de gigantescas aspas.

»El bosque pululaba de espectadores. El claro no daba cabida a aquella multitud. Y, pese a ello, más y más carros se abrían paso entre la muchedumbre hasta encontrar un lugar en el lindero del bosque.

»Casi anochecía ya cuando Mael alzó una esquina de la cubierta del carro y me indicó que mirara. Horrorizado, vi dos enormes figuras de mimbre —un hombre y una mujer, a juzgar por la masa de hierbas y zarzas que pretendía sugerir el cabello y las ropas— construidas por entero a base de troncos, mimbres y cuerdas, y llenas de arriba abajo con los cuerpos amarrados de los condenados, que se debatían y lanzaban gritos de súplica.

»Me quedé mudo contemplando aquellos dos gigantes monstruosos. Era incontable el número de cuerpos humanos amarrados a ellos; las víctimas estaban encerradas en el interior hueco de las piernas enormes, en los torsos, en los brazos e incluso en sus manos; hasta en sus inmensas cabezas sin rostro y en forma de jaula, coronadas de flores y hojas de hiedra. Las dos figuras vibraban como si fueran a caerse en cualquier momento, pero yo sabía que estaban firmemente sostenidas por aquellas sólidas aspas. Parecían asomarse sobre el bosque lejano y, en torno a sus pies, se amontonaban los hatos de leña menuda y de grandes ramas empapadas en brea que pronto servirían para prenderles fuego.

»—¿Y quieres hacerme creer que todos esos que deben morir son culpables de algún delito grave? —pregunté a Mael, quien asintió con su habitual solemnidad. Aquello no le preocupaba.

»—Han esperado meses, algunos incluso años, a ser sacrificados —respondió casi con indiferencia—. Han llegado de toda la Tierra y no pueden cambiar su desuno más que nosotros el nuestro. Y el suyo es perecer dentro de las formas de la Gran Madre y de su Amante.

«Mi desesperación crecía a cada momento. Tenía que hacer algo para escapar, pero, incluso entonces, una veintena de druidas rodeaba el carro y, tras ellos, había apostada una legión de guerreros. Y la multitud se extendía tan lejos bajo los árboles que no alcanzaba a ver dónde terminaba.

«La noche caía con rapidez y por todas partes empezaban a encenderse antorchas.

«Percibí el rugido de las voces excitadas. Los gritos de los condenados se hicieron aún más desgarradores y suplicantes.

«Permanecí quieto, tratando de ahuyentar el pánico de mi mente. Si no podía escapar, al menos afrontaría aquellas extrañas ceremonias con cierto grado de calma, y, cuando quedara de manifiesto su falsedad, procedería a declarar con toda dignidad y claridad lo que pensaba del asunto, en voz lo bastante alta como para que mis palabras se oyeran. Aquél sería mi último acto, el acto del dios, y debería hacerlo con autoridad o, de lo contrario, no tendría ningún efecto en el desarrollo de las cosas.

«El carro empezó a avanzar. Se oyó un gran estruendo, un griterío; Mael se incorporó, me tomó del brazo y me sostuvo. Cuando la lona fue abierta, nos habíamos detenido en mitad del bosque a una buena distancia del claro. Volví la vista hacia la silueta espeluznante de las inmensas figuras a la luz de las antorchas, que se reflejaba en el hormigueo de patéticos movimientos de su interior. Aquellas figuras parecían animadas, como si en cualquier momento fueran a ponerse en movimiento aplastándonos a todos. El juego de luces y sombras sobre los encerrados en las enormes cabezas producía una falsa impresión de rostros espantosos.

»No conseguía apartar mi vista de aquello y de la multitud congregada alrededor, pero Mael me apretó el brazo con más fuerza mientras decía que ahora debíamos acudir al santuario del dios con los sacerdotes más escogidos.

«Nuestros acompañantes me rodearon, en un evidente intento de ocultarme a las miradas. Me di cuenta de que la multitud ignoraba lo que estaba sucediendo. Probablemente, sólo sabían que los sacrificios se iniciarían muy pronto y que los druidas transmitirían alguna manifestación del dios.

»Del grupo, sólo uno portaba una antorcha. Abrió la marcha y nos adentramos en la oscuridad nocturna del bosque. Mael iba a mi lado y las demás figuras de blancas túnicas avanzaban delante de nosotros, a los flancos y detrás.

»Humedad. Silencio. Y los árboles elevándose a tal vertiginosa altura contra el agonizante resplandor del cielo lejano que parecían crecer ante mi propia mirada.

»Podía echar a correr en aquel instante, me dije, pero, ¿cuánto tardaría toda aquella raza feroz en lanzarse a perseguirme?

»Por fin habíamos llegado a una arboleda y, a la débil luz de la llama, vi unos rostros espantosos tallados en la corteza de los árboles, y cráneos humanos sonriendo en las sombras desde lo alto de unas estacas. En unos troncos tallados había más calaveras, apiladas una sobre otra en hileras. El lugar era, de hecho, un osario, y el silencio que nos envolvía parecía dar vida a aquellas cosas horribles, parecía hacerlas hablar repentinamente.

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