Lestat el vampiro (83 page)

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Authors: Anne Rice

Después, Christine, la abogada, me reexpidió los primeros mensajes telefónicos —era extraño cómo el equipo electrónico captaba el timbre de las voces espectrales— y, en plena noche, llevé a mis músicos al aeropuerto y volamos hacia el oeste.

Desde entonces, ni Christine supo dónde nos escondíamos. Los propios músicos no estaban muy seguros. En un lujoso rancho de Carmel Valley, escuchando nuestra música en la radio por primera vez. Y nos pusimos a bailar cuando nuestro primer video-clip apareció a escala nacional en la televisión por cable.

Y, cada noche, acudía en solitario a la ciudad de Monterrey a recoger los recados de Christine. Luego, seguía hacia el norte, de caza.

Al volante de mi elegante Porsche negro, seguía la ruta hasta San Francisco tomando las curvas cerradas de la carretera de la costa a una velocidad embriagadora. Y, bajo el inmaculado resplandor amarillento de los barrios bajos de la gran ciudad, acechaba a mis presas con un poco más de crueldad y lentitud que antes.

La tensión se estaba haciendo insoportable.

Y, sin embargo, no vi a ninguno de ellos. No escuché sus pensamientos. Lo único que tenía eran aquellos mensajes telefónicos de unos inmortales que no había conocido nunca:

«Te lo advertimos, no continúes con esta locura. Estás iniciando un juego más peligroso de lo que piensas.»

Y luego el susurro registrado que ningún oído mortal podía captar:

«Traidor.» «Proscrito.» «¡Muéstrate, Lestat!»

Si andaban cazando por San Francisco, no los vi. Pero San Francisco es una ciudad densa y poblada. Y yo seguía tan furtivo y silencioso como siempre.

Finalmente, empezaron a llegar los telegramas al apartado de correos de Monterrey. Lo habíamos conseguido. Las ventas de nuestro álbum estaban batiendo récords en Estados Unidos y Europa. Después de San Francisco, podíamos actuar en la ciudad que quisiéramos. Mi autobiografía estaba en todas las librerías de costa a costa. El Vampiro Lestat estaba en el número uno de las listas.

Y, después de la cacería nocturna en San Francisco, me dedicaba a recorrer la interminable Divisadero Street. Dejaba que la carrocería negra del Porsche paseara lentamente ante las casonas victorianas en ruinas, preguntándome en cuál de ellas, acaso, Louis había contado la historia de
Confesiones de un Vampiro
al muchacho mortal. Tenía constantemente en mis pensamientos a Louis y Gabrielle. También pensaba en Armand. Y en Marius... Marius, a quien había traicionado contando toda la historia.

¿Estaría El Vampiro Lestat extendiendo sus tentáculos electrónicos lo suficiente para alcanzarles? ¿Habrían visto aquellos vídeos:
El legado de Magnus, Los Hijos de las Tinieblas, Los Que Deben Ser Guardados.
Pensaba en los otros antiguos cuyos nombres había revelado, Mael, Pandora, Ramsés el Maldito.

Lo cierto era que Marius podría haberme encontrado pese a todos mis secretos y precauciones. Sus poderes habrían sido capaces de alcanzar incluso la vasta lejanía de América. Si me estuviera viendo, si me estuviera escuchando...

Volvió a mí el viejo sueño de Marius dándole a la manivela de la cámara de cine, de las imágenes oscilantes en las paredes del santuario de Los Que Deben Ser Guardados. Incluso evocada en mi mente, la imagen parecía poseer una nitidez imposible que me produjo un vuelco del corazón.

Luego, gradualmente, descubrí que poseía un nuevo concepto de la soledad, un nuevo método de medir un silencio que se extendía hasta el fin del mundo. Y lo único de que disponía para interrumpirlo eran aquellas amenazadoras voces sobrenaturales grabadas en la cinta, que no ofrecían imagen alguna en su creciente virulencia:

«No te atrevas a aparecer en el escenario en San Francisco, te lo advertimos. Tu desafío es demasiado vulgar, demasiado desdeñoso. Correremos cualquier riesgo, incluso el de un escándalo público, con tal de castigarte.»

Me burlé de aquella combinación incongruente de lenguaje arcaico y el inconfundible acento norteamericano. ¿Cómo eran aquellos vampiros modernos? ¿Aparentaban buena cuna y escogida educación cuando deambulaban con los no muertos? ¿Adoptaban un estilo determinado? ¿Vivían en asambleas o iban de un lado a otro sobre grandes motocicletas, como me gustaba hacer a mí?

La excitación crecía dentro de mí, incontenible. Y mientras conducía en plena noche con nuestra música a todo volumen en la radio, me sentía embargado por un entusiasmo absolutamente humano.

Deseaba salir a tocar tanto como mis músicos mortales, la Dama Dura, Alex y Larry. Después del agotador esfuerzo de las grabaciones y filmaciones, ardía en deseos de levantar nuestras voces a coro ante la multitud entusiasta. Y, en algunos momentos, recordaba con toda nitidez esas lejanas noches en el teatrillo de Renaud. Volvían entonces a mi recuerdo los detalles más sorprendentes: el tacto del maquillaje blanco sobre el rostro, el olor de los polvos cosméticos, el instante de hacer la entrada ante las luces del proscenio.

Sí, todas la piezas volvían a juntarse y, si con ellas llegaba la cólera de Marius..., bien, me la tendría merecida, ¿no?

San Francisco me encantó, me subyugó casi. No era difícil imaginar a mi Louis en aquel lugar. Un paisaje casi veneciano, el de aquellas mansiones multicolores en sombras, de aquellos edificios de pisos alzándose pared con pared sobre las estrechas calles oscuras. Las luces irresistibles tachonando las colinas y el valle y la jungla dura y brillante de los rascacielos del centro levantándose como un bosque encantado en un océano de niebla.

Cada noche, de regreso a Carmel Valley, recogía las sacas de correo de admiradores reexpedido a Monterrey desde Nueva Orleans y las inspeccionaba buscando una caligrafía de vampiro: unas letras escritas con cierto exceso de laboriosidad, ligeramente anticuadas, o tal vez una muestra más patente de talento sobrenatural en una carta escrita de puño y letra imitando los caracteres góticos. Sin embargo, en la correspondencia no había otra cosa que la fervorosa devoción de los mortales:

Querido Lestat, mi amiga Sheryl y yo te amamos, pero no hemos conseguido entradas para el concierto de San Francisco, aunque nos pasamos seis horas en la cola. Por favor, mándanos dos entradas. Seremos tus víctimas. Podrás beber nuestra sangre.

Eran las tres de la madrugada de la noche previa al concierto.

El fresco paraíso verde de Carmel Valley estaba dormido. Yo descansaba en el enorme salón, frente al tabique de cristal orientado hacia las montañas. A ratos, dormitaba y soñaba con Marius. En mi sueño, Marius decía:

«¿Por qué te arriesgas a mi venganza?»

Y yo respondía: «Tú me volviste la espalda.»

«No es ésa la razón» decía él. «Obedeces a un impulso. Pretendes arrojar todas las piezas al aire.»

«¡Quiero mover las cosas, hacer que suceda algo!» En el sueño, me puse a gritar; entonces, de pronto, noté de nuevo la presencia de la casa de Carmel Valley a mi alrededor. Era sólo un sueño, un simple sueño mortal.

Pero había algo, algo más..., una súbita «transmisión» como una onda de radio errática interfiriendo en la frecuencia indebida, una voz diciendo
Peligro. Peligro para todos nosotros.

Durante una fracción de segundo, la visión de la nieve, del hielo, el aullido del viento. Algo haciéndose pedazos en el suelo de piedra. Cristales rotos.
¡Lestat! ¡Peligro!

Desperté.

Ya no estaba recostado en el sofá. Me hallaba en pie, mirando hacia las puertas acristaladas. No oí nada, ni vi otra cosa que el vago perfil de las colinas y las siluetas negra del helicóptero posado sobre su pista de cemento como una mosca gigantesca.

Continué escuchando con toda atención, con tal intensidad que me encontré sudando. Sin embargo, no había rastro de la «transmisión». Ninguna imagen.

Y, luego, la conciencia gradual de que había una criatura allí fuera, en la oscuridad, y de que estaba captando leves sonidos físicos.

Alguien caminando con todo sigilo allí fuera. Ni rastro de olor a mortal.

Uno de ellos estaba allí. Uno de ellos había penetrado en el secreto y se aproximaba tras la lejana silueta esquelética del helicóptero, cruzando el campo abierto de hierba alta.

Volví a escuchar. No, ni un atisbo que confirmara el mensaje de peligro. De hecho, la mente del ser estaba cerrada a mí y sólo podía captar las señales inevitables de un cuerpo desplazándose.

La casa, de forma irregular y techo bajo, seguía dormitando a mi alrededor; parecía un acuario gigante con sus blancas paredes desnudas y la luz azul parpadeante del aparato de televisión, conectado sin sonido. La chica y Alex dormían abrazados en la alfombra ante una chimenea vacía. Larry estaba en el dormitorio, parecido a una celda, con una
groupie
que se hacía llamar Salamandra, infatigable en la cama, a la que habían recogido en Nueva Orleans antes de venir al oeste. Los guardaespaldas descansaban en las otras habitaciones modernas de techo bajo y en el barracón situado al otro lado de la gran piscina azul en forma de concha de ostra.

Y allí fuera, bajo el firmamento negro y despejado, estaba aquella criatura, avanzando desde la autopista, a pie. Aquel ser, cuya presencia percibía, estaba completamente solo. El latido de un corazón sobrenatural en la diáfana oscuridad. Sí, ahora lo oía con toda claridad. Las colinas eran fantasmas en la distancia y los capullos amarillos de las acacias brillaban blancos a la luz de las estrellas.

El ser no parecía temeroso de nada. Simplemente, se acercaba. Y sus pensamientos eran absolutamente impenetrables. Esto significaba que podía tratarse de uno de los antiguos, de los dotados de grandes poderes, pero ninguno de ellos aplastaría de aquel modo la hierba bajo sus pies. Aquella criatura se movía casi como un humano. Aquel vampiro había sido creado por mí.

Él corazón me latía aceleradamente. Dirigí la mirada a las luces del panel de alarma medio oculto tras la cortina recogida en un rincón. Era una barrera de timbre y sirenas si alguien, mortal o inmortal, trataba de penetrar en la casa.

El ser apareció al borde de la blanca pista de cemento. Una figura alta y delgada, de cabello corto y negro. Y la figura se detuvo entonces como si pudiera verme tras el velo del cristal, bañado por la difusa luz eléctrica azulada.

Sí, me había visto. Entonces continuó su avance hacia mí, hacia la luz. Muy ágil, desplazándose con una ligereza un poco excesiva para un mortal. El cabello negro, los ojos verdes y unos miembros que se movían con suavidad bajo unas ropas descuidadas: un suéter negro deshilachado colgando de sus hombros, un pantalón también negro de perneras como largos radios de una rueda.

Noté que me venía un vómito a la boca. Estaba temblando. Traté de recordar, incluso en aquel momento, lo que era más importante: debía seguir vigilando la noche en busca de otros intrusos. Debía ser cauto.
Peligro.
Pero nada de todo eso importaba ahora. Me di cuenta de ello y cerré los ojos un instante, pero no sirvió de nada, no hizo más fáciles las cosas.

A continuación, alargué la mano a los botones de alarma y los desconecté. Abrí las enormes puertas acristaladas, y el aire fresco de la noche penetró en la habitación.

El intruso había dejado atrás el helicóptero y, con la cabeza vuelta hacia el aparato, se apartó unos pasos de él con la gracia de un bailarín para contemplarlo, la cabeza alta y los pulgares hundidos en los bolsillos traseros de sus téjanos negros en un gesto despreocupado.

Cuando miró de nuevo hacia mí, distinguí su rostro con claridad. Y vi que me sonreía.

Incluso nuestros recuerdos pueden traicionarnos. El era una prueba de ello, delicado y cegador como un láser al acercarse, borradas de un plumazo todas las viejas imágenes como si fueran polvo.

Conecté otra vez el sistema de alarma, cerré las puertas en torno a mis mortales y di vueltas a la llave en la cerradura. Por un segundo, pensé que no podía soportar aquello. «Y no es más que el principio» me dije. «Y si él está aquí, apenas a unos pasos de mí, sin duda vendrán otros tras él. Vendrán todos.»

Di media vuelta, avancé hacia él y, durante unos silenciosos segundos, lo estudié bajo la luz azulada que se filtraba a través del cristal. Cuando hablé, mi tono de voz era tenso:

—¿Dónde está la capa negra y el traje negro de buen corte y la corbata de seda y todas esas necedades? —le pregunté.

Nuestras miradas se encontraron.

Y él sonrió sin hacer el menor sonido. Pero continuó estudiándome con una expresión extasiada que me produjo una secreta alegría. Y, con el atrevimiento de un niño, extendió el brazo y me pasó los dedos por la solapa del abrigo de terciopelo gris.

—No se puede ser siempre la leyenda viviente —murmuró. Su voz era un susurro que no era tal. Capté con toda nitidez su acento francés, aunque yo no había sido nunca capaz de apreciar el mío.

Me resultó casi insoportable el sonido de las sílabas, la absoluta familiaridad con ellas.

Y dejé a un lado todas las palabras ásperas y tensas que tenía pensado decirle y me limité a estrecharle en mis brazos.

Nos abrazamos como no habíamos hecho nunca en el pasado. Nos apretamos el uno contra el otro como tantas veces había hecho con Gabrielle. Y luego le pasé las manos por el cabello y el rostro, como para cerciorarme de que realmente le tenía allí, como si me perteneciera. Y él hizo lo mismo. Parecía que estábamos hablando sin pronunciar sonido alguno. Auténticos mensajes silenciosos que carecían de palabras. Leves gestos de asentimiento. Y le noté rebosante de afecto y de una febril satisfacción que parecía casi tan intensa como la mía.

Pero, de pronto, él se quedó muy quieto y su expresión se contrajo un poco.

—Pensaba que estabas muerto y acabado, ¿sabes? —me dijo en voz apenas audible.

—¿Cómo me has encontrado aquí? —quise saber.

—Tú querías que lo hiciera —respondió. Un destello de inocente confusión. Por respuesta, un lento encogimiento de hombros.

Todo cuanto hacía despertaba en mí la misma atracción magnética que un siglo atrás. Unos dedos muy largos y delicados, pero unas manos muy fuertes.

—Te has dejado ver y me has dejado seguirte —continuó—. Te has paseado por Divisadero Street arriba y abajo, buscándome.

—¿Y aún seguías allí?

—Es el lugar más seguro del mundo, para mí. No lo he dejado nunca. Vinieron a buscarme, no me encontraron y se volvieron a marchar. Ahora me muevo entre ellos siempre que quiero y no me reconocen. En realidad nunca han sabido qué aspecto tengo.

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