Lestat el vampiro (78 page)

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Authors: Anne Rice

—¡Oh, Dios, Marius!

Di media vuelta y corrí hacia las puertas, pero éstas se cerraron al instante en mis narices, golpeándome la cabeza con tal fuerza que caí de rodillas. Me puse a sollozar bajo el agudísimo chillido continuo de aquella nota.

—¡Marius, Marius, Marius!

Y, cuando me volví para ver qué me esperaba, vi cómo el píe de Akasha caía sobre el violín, que reventó y se hizo astillas bajo su talón. Pero la nota que salía de ella iba apagándose. La nota se estaba desvaneciendo.

Y me quedé en silencio, ensordecido, incapaz de oír mis propios gritos a Marius, que continué lanzando sin cesar mientras me ponía en pie torpemente.

Un silencio retumbante, un silencio trémulo. Akasha estaba justo delante de mí y sus negras cejas se juntaron delicadamente, sin apenas formar arrugas en su blanquísima piel; sus ojos aparecían atormentados e inquisitivos y sus labios rosa pálido se abrieron para dejar entrever los colmillos.

«Ayúdame, ayúdame, Marius, ayúdame», murmuré sin alcanzar a escucharme más que en la pura abstracción mental de mis intenciones. Y, a continuación, Akasha me tomó entre sus brazos y me atrajo hacia ella, y noté su mano como Marius la había descrito, cogiéndome la cabeza delicadamente, con toda suavidad, hasta que noté mis dientes contra su cuello.

No vacilé. No pensé en los brazos que me estrechaban, que podían estrujarme y acabar conmigo en un instante. Noté los colmillos atravesando la piel como si rompiesen una corteza glacial y la sangre manó humeante a mi boca.

¡Oh, sí, sí...! ¡Oh, sí,! Yo le había pasado el brazo por encima de su hombro izquierdo y me agarraba a ella, a mi estatua viviente, y no importaba que fuera más dura que el mármol: era así como debía ser, era perfecta, mi madre, mi amante, mi poderosa, y su sangre penetraba hasta la última partícula pulsante de mi cuerpo con los hilos de su ardiente telaraña. Pero sus labios ya estaban contra mi garganta. Akasha me estaba besando, besaba la arteria por la cual fluía con tal violencia su propia sangre. Sus labios se abrían sobre mi cuello y, mientras yo chupaba su sangre con todas mis fuerzas, mientras los borbotones de rojo líquido pasaban por mi boca antes de extenderse por todo mi ser, noté la inconfundible sensación de sus colmillos hincándose en mi cuello.

Y noté cómo, al mismo tiempo que su sangre pasaba a mí, la mía era aspirada súbitamente de mis venas palpitantes.

Visualicé aquel trémulo circuito y aún lo percibí más divinamente porque todo lo demás dejó de existir y sólo quedaron nuestras bocas apretadas contra la garganta del otro, y el mutuo trasvase de sangre con su inagotable latir. No hubo sueños ni visiones, sólo aquello, aquella sensación maravillosa, ensordecedora y cálida, y no importaba nada más, absolutamente nada más, salvo que aquello no terminara nunca. El mundo de las cosas que tenían peso, que ocupaban espacio y que interrumpían el paso de la luz, había desaparecido.

Y, con todo, un sonido horrible perturbó el éxtasis. Un sonido desagradable, como el de una piedra al cuartearse, como el de una losa arrastrada por el suelo. Debía ser Marius. No, Marius, no te acerques. Vuelve atrás, no nos toques. No nos separes.

Pero aquel sonido terrible, aquella intrusión, aquella repentina perturbación, aquella mano que me agarraba del cabello y me arrancaba de la garganta de Akasha haciendo que la sangre se derramara de mis labios, no eran causados por Marius. Era Enkil. Y sus poderosísimas manos me apretaban con fuerza los costados de la cabeza.

La sangre me corría por el mentón. Miré a Akasha y vi su expresión afligida. Vi que alargaba el brazo hacia su compañero y que en sus ojos ardía una llamarada de patente cólera. Sus brazos blancos y relucientes cobraron animación mientras asían las manos que podían estrujarme la cabeza. Oí surgir de ella una voz que era un grito, un chillido más estentóreo que la nota musical que había emitido antes, mientras un reguero de sangre escapaba por la comisura de sus labios.

El sonido no sólo ahogó cualquier otro ruido, sino también me nubló la vista. Cayó sobre mí un torbellino de oscuridad roto en millones de pequeñas notas brillantes. El cráneo iba a estallarme.

Enkil me estaba obligando a hincar la rodilla. Su gran figura se inclinaba sobre mí y, de pronto, vi su rostro con toda claridad y seguía tan impasible como siempre. La tensión de los músculos de sus brazos era la única evidencia de que era un ser vivo.

Y, aun bajo el sonido arrasador de aquel alarido, advertí que la puerta a mi espalda vibraba con los golpes de Marius, cuyos gritos eran casi tan potentes como el agudo chillido de Akasha.

Un chillido que ya me había hecho sangrar por los oídos. Y empecé a mover los labios.

La presa de piedra que me comprimía la cabeza cesó de hacer fuerza. Me descubrí caído en el suelo. Estaba tendido con los brazos y las piernas abiertos y noté la fría presión de su pie sobre mi pecho. Enkil iba a aplastarme el corazón en unos instantes, y Akasha, cuyos aullidos se hacían por momentos más potentes, más desgarradores, se había colocado detrás de él con el brazo cerrado en torno al cuello de su compañero. Vi sus cejas fruncidas y su negra cabellera suelta.

Pero fue la voz de Marius la que oí dirigiéndose a Enkil desde el otro lado de la puerta, penetrando en el blanco sonido de los chillidos de Akasha.

¡Mátale, Enkil, y te apartaré de ella para siempre! ¡Y ella me ayudará a hacerlo, te lo juro ¡

De repente, el silencio. De nuevo, la sordera. La cálida sensación de la sangre corriéndome por los costados del cuello.

Akasha se apartó a un lado, volvió la vista hacia las puertas y éstas se abrieron al instante, produciendo un chasquido al chocar con la pared del angosto pasadizo de piedra. En un abrir y cerrar de ojos, Marius estaba a mi lado con las manos en los hombros de Enkil, pero éste parecía inamovible.

El pie de la estatua viviente descendió ligeramente, rozándome el estómago, para retirarse a continuación. Y oí a Marius decir unas palabras que sólo me llegaron en forma de pensamientos.
Sal de aquí, Lestat. Huye.

Me incorporé trabajosamente y le vi conducir a ambos hacia el tabernáculo con lentitud. Y advertí que los dos seres no tenían la mirada fija al frente, sino vuelta hacia él. Akasha asía a Enkil por el brazo y volví a ver sus rostros inexpresivos, pero, por primera vez, aquella inexpresividad parecía indiferente. No era ya la máscara de la curiosidad, sino la máscara de la muerte.

—¡Corre, Lestat! —repitió Marius sin volverse. Y obedecí.

16

Cuando Marius apareció por fin en el salón iluminado, yo me hallaba en el extremo más alejado de la terraza. En mis venas sentía aún un calor que palpitaba como si tuviera vida propia. Distinguí, a lo lejos, la forma borrosa de varias islas y llegó a mis oídos el avance de una nave por una costa remota, pero lo único que me rondó la cabeza en esos instantes fue la idea de que, si Enkil venía de nuevo a por mí, podía escapar de él saltando la barandilla y lanzándome al agua para huir a nado. Aún notaba sus manos en los costados de la cabeza, su pie sobre mi pecho.

Permanecí junto a la baranda de piedra, tembloroso, con las manos aún manchadas de sangre procedente de los rasguños de mi rostro, que ya habían sanado totalmente.

—Lo siento, lamento lo que he hecho —dije a Marius tan pronto como este apareció—. No sé por qué he obrado así. No debería haberlo hecho. Lo siento, te lo juro, lo siento mucho, Marius. Nunca más volveré a hacer nada que tú me digas que no haga.

Marius se detuvo a la puerta de la terraza con los brazos cruzados y me dirigió una mirada de furia.

—¿Qué te dije ayer, Lestat? —exclamó—. ¡Eres la criatura más extraordinaria!

—Perdóname, Marius. Por favor, perdóname. No creí que fuera a suceder nada. Estaba seguro de que no sucedería nada...

Con un gesto, me indicó que guardara silencio y que bajáramos juntos a las rocas. Tras esto, saltó la barandilla y abrió la marcha. Fui tras él vagamente complacido por lo fácil que resultaba el descenso, pero aún demasiado desconcertado por lo sucedido para preocuparme por detalles como aquél. La presencia de Akasha me envolvía como una fragancia, a pesar de que no había captado aroma alguno en ella, salvo el del incienso y de las flores que parecía haber impregnado su piel blanca y dura. ¡Qué extraña fragilidad me había parecido percibir en ella, pese a tanta dureza!

Bajamos por los peñascos resbaladizos hasta alcanzar la playa de arena blanca, y anduvimos por ella en silencio, contemplando la espuma, blanca como la nieve, que saltaba contra las rocas o se extendía hacia nosotros sobre la arena fina y compacta. El viento rugía en mis oídos y me asaltó la sensación de soledad que siempre despierta en mí ese sonido, ese rugido del viento que ahoga todos los demás sentidos, además del oído.

Y me fui sintiendo cada vez más tranquilo. Y, al mismo tiempo, cada vez más agitado y desdichado.

Marius me había pasado el brazo por la cintura como solía hacer Gabrielle y no presté atención a dónde me conducía. Por ello, me llevé una absoluta sorpresa al ver que habíamos llegado a una caleta donde había anclada una chalupa con un único par de remos.

Cuando nos detuvimos, proseguí con mis exclamaciones:

—¡Lamento mucho lo que he hecho, te lo juro! No creí que...

—No vuelvas a decirme que lo sientes —replicó Marius con voz calmada—. Ahora que estás a salvo, y no aplastado como una cáscara de huevo en el suelo de la capilla, sé que no lamentas en absoluto lo ocurrido, ni haber sido el causante de ello.

—¡Oh, pero no se trata de eso! —exclamé, rompiendo a llorar. Saqué el pañuelo, gran aditamento en el vestir de un caballero de mi época, y me limpié del rostro las lágrimas de sangre. Volví a sentir el abrazo de Akasha, volví a sentir su sangre, sus manos. Comencé a revivir toda la escena. Si Marius no hubiera llegado a tiempo...

—¿Pero qué sucedió, Marius? ¿Qué has visto?

—Ojalá estuviéramos donde él no pudiera oírnos —comentó Marius con abatimiento—. Decir o tan siquiera pensar cualquier cosa que pudiera perturbarle aún más es una locura. Tengo que hacerle volver al estado de sopor.

Marius pareció verdaderamente furioso y me volvió la espalda.

Pero, ¿como podía yo no pensar en ello? Ojalá pudiera abrirme la cabeza y arrancar de ella los pensamientos. El recuerdo del momento me recorrería como una exhalación, igual que su sangre. El cuerpo de Akasha aún encerraba una mente, un apetito, un ardiente núcleo espiritual cuyo calor había corrido por mi interior como un rayo líquido. ¡Y, sin la menor duda, Enkil ejercía un dominio mortal sobre ella! Sentí odio hacia él. Deseé destruirle. Y en mi mente se disparó todo tipo de locas ideas, ¡imaginando que había algún modo de destruir a Enkil sin que nuestra raza corriera peligro, en tanto Akasha permaneciera ilesa!

Pero todo aquello no tenía mucho sentido. ¿No habían entrado primero en él, aquellos demonios? Aunque, ¿y si no fuera así...?

—¡Basta, joven Lestat! —saltó Marius.

Me eché a llorar de nuevo. Me toqué el cuello donde se habían posado sus labios. Lamí los míos y paladeé de nuevo el sabor de su sangre. Contemplé las estrellas del cielo, e incluso aquellos objetos benignos y eternos me resultaron amenazadores e insensibles. Y noté un grito creciendo peligrosamente en mi garganta.

Los efectos de la sangre de Akasha empezaban ya a desvanecerse. La primera visión, tan clara, fue haciéndose borrosa. Los brazos y piernas volvieron a ser los míos. Quizá fueran más fuertes, sí, pero la magia estaba desvaneciéndose. La magia sólo me había dejado algo más fuerte que el recuerdo del circuito de la sangre a través de los dos.

—¿Qué sucedió, Marius? —exclamé, gritando al viento—. No te enfades conmigo, no apartes la cara de mí. No puedo...

—Calla, Lestat —me interrumpió. Se acercó de nuevo y me tomó por el brazo—. No te preocupes por mi enfado. No tiene importancia y no va dirigido contra ti. Dame un poco más de tiempo para recuperar el dominio de mí mismo.

—Pero, ¿has visto lo que ha sucedido entre ella y yo?

Marius tenía la mirada fija en el mar. El agua parecía de un negro perfecto, y la espuma, de un blanco perfecto.

—Sí, lo he visto —asintió.

—Cogí el violín y quise tocar para ellos, pensando...

—Sí, claro, claro...

—... que la música tendría efecto sobre ellos, especialmente esa música extraña de sonidos innaturales; ya sabes que un violín...

—Sí...

—Marius, ella me dio... y..., y tomó...

—Lo sé.

—¡Y él la retiene ahí! ¡La tiene prisionera!

—Lestat, te suplico... —En su rostro había una sonrisa triste, abatida.

¡Aprisiónale, Marius, como hicieron los sacerdotes, y libérala a ella!

—Estás soñando, hijo mío, estás soñando.

Marius dio media vuelta y se apartó de mí, invitándome con un gesto a dejarle en paz. Bajó a la playa y dejó que el agua le mojara mientras deambulaba arriba y abajo.

Traté de recuperar la calma. Me pareció irreal haber estado nunca en otro sitio que aquella isla, que el mundo de los mortales estuviera allí fuera y que la extraña tragedia y la amenaza de Los Que Deben Ser Guardados fueran desconocidas más allá de aquellos acantilados húmedos y relucientes.

Finalmente, Marius regresó junto a mí.

—Escúchame —dijo—. Al oeste de aquí hay una isla que no está bajo mi protección; en su extremo norte hay una vieja ciudad griega donde las tabernas de marineros permanecen abiertas toda la noche. Ve allí con la chalupa. Sal de caza y olvida lo ocurrido aquí. Estudia los nuevos poderes que puedas haber adquirido de Akasha, pero trata de no pensar en ella ni en Enkil. Por encima de todo, procura no urdir planes contra él. Antes de que amanezca, vuelve a la casa. No te será difícil. Encontrarás una decena de puertas y ventanas abiertas. Y ahora, haz lo que te digo. Hazlo por mí.

Incliné la cabeza en gesto de aceptación. Aquello era lo único en el mundo que podría distraerme, que podía borrar de mi cabeza cualquier pensamiento, noble o enervante: La sangre humana, y la lucha humana y la muerte humana.

Sin la menor protesta, pues, di unos pasos chapoteando en el agua de la caleta hasta alcanzar la embarcación.

 

De madrugada, en una de las posadas del puerto, contemplé mi imagen reflejada en un fragmento de espejo metálico clavado en la pared de la sucia habitación de un marinero. Me vi con la casaca de brocado y encaje blanco y con el rostro acalorado tras la muerte. Y observé el cadáver del marinero caído sobre la mesa, sosteniendo todavía en la mano la navaja con la que había tratado de rebanarme el gaznate. Allí estaba también la botella de vino drogado de la cual me había negado a beber, con cómicas excusas, hasta que el hombre había perdido la calma y había probado el último recurso. Su compinche yacía en la cama, muerto.

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