Libertad (73 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Cuando Walter acababa su penúltimo curso en el instituto, el padre de Dorothy murió y le dejó a ésta la pequeña casa a orillas del lago en la que ella había pasado los veranos de su infancia. Walter asociaba la casa a las discapacidades de su madre, porque fue allí donde, de niña, pasó largos meses luchando contra la artritis que le atrofió la mano derecha y le deformó la pelvis. En un estante bajo, junto a la chimenea, seguían los tristes «juguetes» viejos con los que en otra época ella «jugaba» durante horas —un artefacto parecido a un cascanueces con muelles de acero, una trompeta de madera con cinco pistones— para tratar de conservar y mejorar la movilidad en las articulaciones de sus castigados dedos. Los Berglund, siempre muy ocupados con el motel, no pasaban mucho tiempo en la casita, pero Dorothy le tenía apego, soñaba con retirarse allí en compañía de Gene si llegaban a librarse del motel, y por tanto, cuando su marido propuso venderla, no dio el visto bueno de inmediato. Gene andaba mal de salud, tenían el motel hipotecado hasta el último ladrillo, y el escaso encanto que en algún momento pudo llegar a tener visto desde la carretera se había diluido plenamente por efecto de los crudos inviernos de Hibbing. Aunque Mitch ya no estudiaba y trabajaba en una chapistería y seguía viviendo con sus padres, se pulía la paga en chicas, alcohol, armas, material de pesca y su Thunderbird trucado. Tal vez Gene habría tenido en mejor consideración la casa si en su pequeño lago sin nombre hubiesen habitado peces más dignos de capturarse que los peces sol y las percas, pero, como no era así, no veía el menor sentido a conservar una segunda residencia que en todo caso no tendrían tiempo de disfrutar. Dorothy, en general modelo de pragmatismo resignado, se entristeció tanto que se quedó en la cama varios días, quejándose de jaqueca. Y Walter, que estaba dispuesto a sufrir pero no soportaba ver sufrir a su madre, intervino.

—Puedo instalarme en la casa y repararla este verano, y quizá sea posible empezar a alquilarla —propuso a sus padres.

—Necesitamos tu ayuda en el motel —contestó Dorothy.

—En todo caso, sólo voy a estar aquí un año más. ¿Qué haréis cuando me vaya?

—Eso ya se verá en su día —respondió Gene.

—Tarde o temprano tendréis que contratar a alguien.

—Por eso necesitamos vender la casa.

—Tiene razón, Walter —secundó Dorothy—. No me gusta perder la casa, pero tu padre tiene razón.

—¿Y qué hay de Mitch? Al menos podría pagar un alquiler, y eso os permitiría contratar a alguien.

—El ya va por libre —dijo Gene.

—¡Mamá sigue preparándole la comida y lavándole la ropa! ¿Por qué no paga al menos un alquiler?

—Eso no es asunto tuyo.

—¡Es asunto de mamá! ¡Prefieres vender la casa de mamá a obligar a Mitch a madurar!

—Ésa es su habitación, y no pienso echarlo de allí.

—¿De verdad crees que podríamos alquilar la casa? —preguntó Dorothy, esperanzada.

—Tendríamos que limpiarla cada semana y lavar la ropa —adujo Gene—. Sería el cuento de nunca acabar.

—Yo podría ir en coche una vez a la semana —propuso Dorothy—. Tampoco sería tan complicado.

—Necesitamos el dinero ya —insistió Gene.

—¿Y si yo hiciera lo que hace Mitch? —preguntó Walter—. ¿Y si sencillamente dijera que no? ¿Y si sencillamente me voy a la casa este verano y la arreglo?

—No eres Dios —dijo su padre—. Podemos apañarnos aquí sin ti.

—Gene, ¿y si intentamos al menos alquilar la casa el verano que viene? Si no sale bien, siempre podemos venderla.

—Iré allí los fines de semana —ofreció Walter—. ¿Qué os parece? Mitch puede sustituirme los fines de semana, ¿no?

—Prueba tú mismo a convencer a Mitch de eso —respondió Gene.

—¡Yo no soy su padre!

—Ya está bien —atajó Gene, y se retiró al salón.

La razón por la que Gene le consentía todo a Mitch estaba muy clara: veía en su primogénito una réplica casi exacta de sí mismo, y no quería hostigar a su hijo como Einar lo había hostigado a él. Más misteriosa era para Walter, en cambio, la timidez de Dorothy con Mitch. Tal vez su marido la había agotado tanto que simplemente no tenía la fuerza o el ánimo para batallar también contra su hijo mayor, o quizá veía ya el futuro fracaso de Mitch y deseaba que disfrutara de unos años más de amabilidad en casa antes de que el mundo le enseñara sus asperezas. En todo caso, en Walter recayó la tarea de llamar a la puerta de Mitch, cubierta de pegatinas de STP y Pennzoil, e intentar ejercer de padre de su hermano mayor.

Mitch, tumbado en la cama, fumaba un cigarrillo y escuchaba a
Bachman-Turner Overdrive
en el equipo de música que se había comprado con su salario en la chapistería. Dirigió a Walter una sonrisa refractaria parecida a la de su padre, pero más burlona.

—¿Qué quieres?

—Quiero que empieces a pagar un alquiler en esta casa, o que aportes algo de trabajo, o que si no te largues.

—¿Desde cuándo mandas tú?

—Papá me ha dicho que hable contigo.

—Dile que venga él a hablar conmigo.

—Mamá no quiere vender la casa del lago, así que algo tiene que cambiar.

—Eso es problema de ella.

—Joder, Mitch. Eres la persona más egoísta que he conocido.

—Ya, claro. Tú te marchas a Harvard o a donde sea, y yo acabaré ocupándome de este motel. Pero el egoísta soy yo.

—¡Lo eres!

—Intento ahorrar un dinero por si Brenda y yo lo necesitamos, pero el egoísta soy yo.

Brenda era la chica guapa cuyos padres prácticamente la habían repudiado por salir con Mitch.

—¿Y en qué consiste exactamente ese gran plan de ahorro? —preguntó Walter—. ¿En comprarte un sinfín de cosas que más tarde puedas empeñar?

—Trabajo mucho. ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿No comprarme nunca nada?

—Yo también trabajo mucho, y no tengo nada porque no me pagan.

—¿Y qué me dices de esa cámara?

—Me la presta el instituto, capullo. No es mía.

—Pues a mí nadie me presta nada, porque no soy un mierda lameculos.

—En todo caso, eso no es motivo para que no pagues alquiler, o al menos eches una mano los fines de semana.

Mitch lanzó una mirada al cenicero como si observara el patio de una cárcel atestado de reclusos polvorientos planteándose cómo embutir otro allí.

—¿Quién te ha nombrado Dios aquí? —preguntó en una salida muy poco original—. No tengo por qué negociar contigo.

Pero Dorothy se negó a hablar con Mitch («Antes vendería la casa», dijo), y al final del año académico, que coincidía con el principio de la temporada alta en el motel, por llamarla de algún modo, Walter decidió forzar la situación declarándose en huelga. Si se quedaba en el motel, no podía evitar hacer todo lo que había que hacer. La única manera de obligar a Mitch a asumir sus responsabilidades era marcharse, así que anunció que iba a dedicar el verano a la reforma de la casa del lago, y de paso realizaría una película experimental sobre la naturaleza. Su padre dijo que si lo que pretendía era mejorar el estado de la casa para venderla, por él no había inconveniente, pero la casa se vendería de todas formas. Su madre le suplicó que se olvidara de la casa. Añadió que había sido egoísta por su parte concederle tanta importancia, que a ella la casa le traía sin cuidado, sólo quería evitar las discordias en la familia, y cuando Walter afirmó que iría de todos modos, ella exclamó que si a él de verdad le importaban sus deseos, no se marcharía. Pero Walter, por primera vez, estaba francamente enfadado con ella. Daba igual lo mucho que ella lo quisiera o lo bien que él la comprendiera: la aborrecía por someterse tan mansamente a su padre y a su hermano. Estaba hasta la coronilla de aquello. Consiguió que su mejor amiga, Mary Siltala, lo llevara en coche a la casa del lago con la ropa en un petate, cuarenta litros de pintura, su vieja bicicleta sin marchas, un ejemplar de segunda mano de Walden en rústica, la cámara de Super 8 que le habían prestado en el Departamento Audiovisual del instituto, y ocho cajas amarillas de película Super 8. Era de lejos el mayor acto de rebeldía de su vida.

La casa estaba llena de excrementos de ratón y cochinillas muertas, y necesitaba, además de una capa de pintura, un tejado nuevo y mosquiteras. En su primer día allí, Walter limpió la casa y cortó las malas hierbas durante diez horas, y luego se fue a pasear por el bosque, bajo la inmutable luz de media tarde, buscando la belleza en la naturaleza. Sólo disponía de veinticuatro minutos de película virgen, y después de malgastar tres en ardillas listadas, cayó en la cuenta de que necesitaba algo menos asequible en que centrarse. El lago era demasiado pequeño para los somorgujos, pero cuando cogió la canoa de tela de su abuelo y visitó las zonas más recónditas, rara vez alteradas, espantó a un ave parecida a una garza real, un avetoro que anidaba entre los juncos. Los avetoros eran perfectos: tan retraídos que podía acecharlos todo el verano sin consumir veintiún minutos de película. Se imaginó realizando un corto experimental titulado «Los avatares del avetoro».

Se levantaba a las cinco de la mañana, se aplicaba repelente para insectos y remaba muy despacio y en silencio hacia los juncos con la cámara en el regazo. El avetoro tenía por costumbre merodear entre los juncos, camuflado por sus finas listas verticales de colores beige y marrón, y ensartar animales pequeños con su pico. Al presentir el peligro se quedaba inmóvil, con el cuello estirado y el pico apuntando hacia el cielo, adoptando la apariencia de un junco seco. Cuando Walter se acercaba, con la esperanza de ver a través del telémetro los avatares del avetoro en lugar de un espacio vacío, por lo general se escabullían y perdían de vista, pero a veces alzaban el vuelo y él se echaba atrás desesperadamente para seguirlos con la cámara. Si bien eran puras máquinas de matar, él los encontraba simpatiquísimos, sobre todo por el contraste entre el insulso plumaje empleado para el acecho y los espectaculares gris intenso y negro pizarra de sus alas extendidas cuando estaban en el aire. En tierra, cerca de su hogar pantanoso, eran humildes y furtivos, pero en el cielo eran majestuosos.

Después de diecisiete años viviendo hacinado con su familia, había desarrollado una sed de soledad cuya insaciabilidad no descubrió hasta entonces. No oír más que el viento, el canto de los pájaros, los insectos, los saltos de los peces, los chasquidos de las ramas, el roce de las hojas de abedul al caer unas sobre otras: se detenía continuamente a saborear ese silencio no silente mientras rascaba la pintura de las paredes exteriores de la casa. El recorrido de ida y vuelta a la cooperativa de Fen City representaba noventa minutos en bicicleta. Preparaba grandes cazuelas de estofado de lentejas y sopa de judías, siguiendo recetas de su madre, y por la noche jugaba con el pinball de muelles, un máquina antigua pero todavía utilizable, que estaba en la casa desde siempre. Leía en la cama hasta pasadas las doce y ni siquiera entonces se dormía inmediatamente, sino que yacía allí embebiéndose del silencio.

Un viernes por la tarde, a última hora, su décimo día en el lago, cuando volvía en la canoa con nuevas imágenes poco satisfactorias del avetoro oyó motores de coche, música estridente, y luego unas motos acercarse por el largo camino de acceso. Para cuando sacó la canoa del agua, Mitch y la sexy Brenda, junto con otras tres parejas —tres matones compinches de Mitch y tres chicas con pantalones de pata de elefante pintados con espray y camisetas abiertas por la espalda—, descargaban cerveza y equipo de acampada y neveras en el césped detrás de la casa. Una pickup diesel ronroneaba al ralentí con tos de fumador, alimentando un equipo de sonido que escupía andanadas de
Aerosmith
. Uno de los matones amigos de Mitch tenía un rottweiler con un collar de tachones y una cadena de remolque a modo de correa.

—Hola, chico naturalista —dijo Mitch—. Espero que no te moleste un poco de compañía.

—Pues sí, me molesta —respondió Walter, sonrojándose a su pesar, por lo poco enrollado que debió de parecerle al grupo—. Me molesta mucho. Estoy aquí solo. Tú no puedes estar aquí.

—Sí puedo —dijo Mitch—. De hecho, eres tú quien no debería estar aquí. Puedes quedarte esta noche si quieres, pero ahora estoy yo aquí. Estás en mi propiedad.

—Esto no es tu propiedad.

—La he alquilado. Querías que pagara un alquiler, y esto es lo que he alquilado.

—¿Y tu trabajo?

—Lo he dejado. Me he largado.

Walter, al borde de las lágrimas, entró en la casa y escondió la cámara en la cesta de la ropa sucia. Luego, en un crepúsculo súbitamente despojado de encanto y plagado de mosquitos y hostilidad, fue en bicicleta a Fen City y telefoneó a casa desde la cabina que había frente a la cooperativa. Sí, confirmó su madre, Mitch, su padre y ella habían cruzado unas palabras airadas y decidido que la mejor solución era conservar la casa en la familia y permitirle a Mitch encargarse de las reformas y aprender a asumir más responsabilidad.

—Mamá, esto va a ser una juerga continua. Acabará quemando la casa.

—Mira, me siento más cómoda si tú estás aquí y Mitch va por libre —dijo ella—. En eso tenías razón, cariño. Y ahora puedes volver a casa. Te echamos de menos, y no tienes edad para quedarte allí solo todo el verano.

—Pero si me lo paso en grande… Estoy avanzando mucho con las reformas.

—Lo siento, Walter. Pero ésa es la decisión que hemos tomado.

Volviendo a la casa en bicicleta, ya casi a oscuras, oyó el ruido a un kilómetro de distancia. Un solo de guitarra de rock duro, un vocerío ebrio y ordinario, los ladridos del perro, petardos, el tableteo y el aullido de las motos. Mitch y sus amigos habían plantado tiendas y encendido una gran fogata e intentaban asar hamburguesas a la llama en medio de una nube de humo de maría. Ni siquiera miraron a Walter cuando entró. Se encerró en la habitación y, tumbado en la cama, se dejó torturar por el ruido. ¿Por qué tenían que armar tanto escándalo? ¿Por qué aquella necesidad de agredir sónicamente a un mundo en el que algunos agradecían el silencio? El estruendo prosiguió interminablemente. Le provocaba una fiebre a la que por lo visto todos los demás eran inmunes. Una fiebre de enajenamiento autocompasivo que, al desencadenarse en Walter esa noche, le dejó cicatrices permanentes de odio a la estridente vox pópuli y también, curiosamente, una aversión al mundo al aire libre. Había llegado a la naturaleza con el corazón abierto, y la naturaleza, en su debilidad, afín a la debilidad de su madre, lo había defraudado dejándose arrollar muy fácilmente por una pandilla de idiotas bulliciosos. Adoraba la naturaleza, pero sólo en abstracto, y no más de lo que adoraba las buenas novelas o las películas extranjeras, y menos de lo que llegó a adorar a Patty y a sus hijos, y por tanto, durante los siguientes veinte años se convirtió en una persona urbana. Incluso cuando se marchó de 3M para dedicarse al conservacionismo, su interés principal en trabajar para Conservancy, y más tarde para la fundación, fue salvaguardar reductos de naturaleza de patanes como su hermano. El amor que sentía por las criaturas cuyo hábitat protegía se fundaba en la proyección: en la identificación con su propio deseo de que lo dejaran en paz los seres humanos ruidosos.

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