Libertad (68 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—¿Quieres que te traiga algo?

—Pues sí. Me apetecería un gin-tonic doble de Tanqueray.

Al parecer, no se le ocurrió pensar, como por suerte tampoco al camarero, que Joey era menor de edad. Cuando volvió con las copas y el billetero aligerado, encontró a Jenna con los auriculares puestos otra vez y la cara hundida en la revista. Se preguntó si de algún modo no estaría ella confundiéndolo con Jonathan, tan poca importancia concedía a su llegada. Sacó la novela que su hermana le había regalado en Navidad,
Expiación
, y se esforzó por interesarse por sus descripciones de salones y jardines, pero tenía la mente en el mensaje de texto que Jonathan le había enviado esa tarde: espero que te diviertas mirándole el culo a un caballo todo el día. Era la primera noticia que tenía de él desde que le había telefoneado tres semanas antes para ser el primero en anunciarle sus planes de viaje.

—Así que supongo que todo te ha salido a pedir de boca —había dicho Jonathan—. Primero la insurgencia y ahora la pierna de mi madre.

—Tampoco es que yo quisiera que tu madre se rompiera la pierna —dijo Joey.

—No, seguro que no. Seguro que también querías que los iraquíes nos recibieran con coronas de flores. Seguro que lamentas lo mucho que se ha jodido todo. Claro que no lo lamentas tanto como para abstenerte de sacar tajada.

—¿Y yo qué iba a hacer? ¿Decir que no? ¿Dejarla ir sola? La verdad es que está bastante depre. Está muy ilusionada con este viaje.

—Y seguro que Connie lo entiende. Seguro que has recibido su aprobación absoluta.

—Si eso fuese asunto tuyo, quizá me dignase contestar.

—Oye, entérate: es muy asunto mío si tengo que mentirle al respecto. Ya tengo que mentir en cuanto a mi opinión de Kenny Bartles siempre que hablo con ella, porque has aceptado su dinero y no quiero que se preocupe. ¿Y ahora se supone que también tengo que mentir por esto?

—¿Y qué tal si dejaras de hablar con ella continuamente?

—Continuamente no hablo, capullo. Hemos hablado unas… tres veces en los últimos tres meses. Ella me considera un amigo, ¿lo entiendes? Y por lo visto se pasa semanas enteras sin recibir noticias tuyas. ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿No descolgar cuando llama? Me llama para obtener información sobre ti. Cosa que… en fin, hay algo un poco raro en esta situación, ¿no? Ya que sigue siendo tu novia.

—No voy a Argentina para acostarme con tu hermana.

—Ja. Ja. Ja.

—Te lo juro por Dios, voy como amigo. Igual que Connie y tú sois amigos. Porque tu hermana está deprimida y es un gesto amable por mi parte. Pero eso Connie no lo entendería, así que si pudieras… digamos… abstenerte de mencionarlo, en caso de que te llame, sería lo mejor por el bien de todos.

—Eres un mentiroso de mierda, Joey, y no quiero hablar más contigo. A ti está pasándote algo que me revuelve el estómago. Si Connie me llama en tu ausencia, no sé qué voy a decirle. Lo más probable es que no le diga nada. Pero a mí sólo me llama porque habla poco contigo, y ya me he cansado de estar en medio. Así que haz lo que te salga de los cojones, pero a mí déjame al margen.

Después de jurarle a Jonathan que no se acostaría con Jenna, Joey se sintió como si tuviera un seguro contra cualquier contingencia en Argentina. Si no ocurría nada, quedaría demostrado que era un hombre de honor. Si ocurría algo, no tendría que sufrir la mortificación y la decepción causadas por el hecho de que no hubiera ocurrido. Se disiparía la duda, aún sin resolver en su mente, de si era una persona blanda o una persona dura, y qué podía depararle el futuro. Sentía mucha curiosidad por su futuro. A juzgar por el mensaje de texto envenenado, Jonathan no tenía interés en formar parte de ese futuro en ninguno de los casos. Y desde luego el mensaje escocía, pero Joey, por su parte, ya estaba cansado de la incesante actitud moralista de su amigo.

En el avión, en la intimidad de sus amplios asientos, y bajo la influencia de otra generosa copa, Jenna se dignó quitarse las gafas de sol y conversar. Joey le habló de su reciente viaje a Polonia, en pos del espejismo de las piezas del Pladsky A10, y el descubrimiento de que, entre las aparentes decenas de proveedores que anunciaban dichas piezas por internet, casi todos eran falsos o se aprovisionaban en un único punto de venta en Lodz, donde Joey y su intérprete, cuya utilidad fue menos que nula, habían encontrado poquísimas existencias que comprar a cualquier precio. Luces de posición, guardabarros, rampas de carga, baterías y calandras, pero contadas piezas del motor y la suspensión, que eran vitales para el mantenimiento de un vehículo cuya producción se había interrumpido en 1985.

—Internet está totalmente jodido, ¿verdad que sí? —dijo Jenna. Se había acabado todas las almendras de su cuenco de frutos secos y ahora empezaba con las de Joey.

—Está jodido, sí, totalmente —confirmó él.

—Nick siempre dice que el comercio electrónico internacional es para perdedores. Y de hecho, toda web financiera, a menos que tenga un sistema propietario. Dice que la información gratuita carece de valor por definición. O sea, cuando un proveedor chino aparece en internet… eso por sí solo indica que de ahí no puede salir nada bueno.

—Sí, lo sé, lo tengo muy claro —afirmó Joey, que no quería oír hablar de Nick—. Pero tratándose de piezas de camión debería parecerse más a eBay o algo así. Simplemente, una manera eficaz de poner en contacto a compradores y vendedores que quizá de otra forma no podrían encontrarse.

—Yo sólo sé que Nick nunca compra por internet. No se fía ni de PayPal. Y él… en fin, ya lo sabes… está muy al corriente de esas cosas.

—Bueno, precisamente por eso fui a Polonia. Porque esas cosas hay que hacerlas en persona.

—Sí, eso mismo dice Nick.

Aquella manera suya de masticar las almendras con la mandíbula fláccida lo irritaba, igual que sus dedos, por bonitos que fueran, cuando se hundían metódicamente en su cuenco de frutos secos.

—Creía que no te gustaba beber —comentó él.

—Je je. Últimamente he estado entrenándome para aumentar mi nivel de tolerancia. He hecho grandes avances.

—En fin —dijo Joey—, el caso es que necesito que en Paraguay las cosas salgan bien, o no sé qué voy a hacer. Me he gastado una fortuna en fletar esa chatarra polaca, y ahora mi socio, Kenny, me viene con que no hay suficiente siquiera para hacerme un pago parcial. Está todo tirado en un pastizal para cabras en las afueras de Kirkuk, seguramente ni siquiera vigilado. Y Kenny se ha cabreado conmigo porque no le mandé piezas de otro camión, pese a que serían totalmente inútiles si no se corresponden con el modelo y fabricante. Kenny va en plan tú mándame kilos porque nos pagan por kilo, aunque te cueste creerlo. Y yo voy en plan esos son camiones de hace treinta años que no se construyeron para las tormentas de polvo ni para los veranos de Oriente Medio, van a averiarse, y cuando intentas mover convoyes en medio de una situación de insurgencia, no te conviene que tu camión se averíe. Y mientras tanto tengo un montón de gastos y ningún ingreso.

Podría haberle preocupado reconocer todo eso ante Jenna si ella le hubiese prestado atención, pero estaba tirando de la pantalla de vídeo empotrada, forcejeando malhumorada para sacarla del hueco. Él galante, le echó una mano.

—Disculpa —dijo ella—. ¿Cómo decías…? ¿Algo de que no te pagan?

—No, no, seguro que me pagarán. De hecho, es probable que acabe el año ganando más que Nick.

—Eso lo dudo, francamente.

—En todo caso será mucho.

—En cuanto a remuneración, Nick se mueve en un universo totalmente distinto.

Para Joey, eso ya fue el colmo. —¿Se puede saber por qué estoy aquí? —preguntó—. ¿Tú quieres que esté aquí? O no me haces ni caso, o hablas de Nick, con quien creía que habías roto.

Jenna se encogió de hombros. —Ya te he dicho que estoy muy irritable. ¿Y quieres que te diga la verdad? Tus negocios no es que me interesen mucho… La única razón por la que estás tú aquí, y no Nick, es que me he hartado de oírlo hablar de dinero a todas horas del día y la noche.

—Creía que te gustaba el dinero.

—Eso no significa que me guste oír hablar de él. Eres tú quien ha sacado el tema.

—¡Lamento haberlo sacado!

—Vale, pues. Disculpa aceptada. Pero, además… no entiendo por qué no puedo mencionar a Nick si tú vas a hablar de tu chica todo el tiempo.

—Yo te hablo de ella porque tú me preguntas por ella.

—No sé si acabo de ver la diferencia.

—Bueno, y además… todavía es mi novia.

—Ya. Supongo que eso sí es una diferencia. —Y de pronto se inclinó hacia él y le ofreció los labios. Primero un simple roce, luego una suavidad casi como de nata montada tibia, y luego la carne en plenitud. Al tacto, sus labios eran tan hermosos, tan complejamente animados y valiosos como siempre le habían parecido a la vista. Joey se dejó atraer hacia el beso, pero ella se apartó y desplegó una sonrisa de aprobación—. Hala, el niño está contento.

Cuando se acercó una auxiliar de vuelo para tomar nota de la cena, él pidió ternera. No pensaba comer más que ternera en todo el viaje, partiendo de la teoría de que causaba estreñimiento; esperaba no tener que dedicarse a la pesca del anillo en un cuarto de baño antes de llegar a Paraguay. Jenna vio
Piratas del Caribe
mientras comía, y Joey se puso los auriculares y la vio con ella, invadiendo incómodamente el espacio de Jenna en lugar de extraer su propia pantalla, pero no hubo más besos, y el inconveniente de los asientos de la clase business, como descubrió cuando acabó la película y se recostaron bajo sus respectivos edredones, era que no existía ninguna posibilidad de acurrucarse juntos o tener el menor contacto accidental.

Empezaba a pensar que le sería imposible conciliar el sueño, cuando de pronto ya era de día y servían el desayuno, y poco después estaban en Argentina. No era un país tan exótico como él había imaginado ni mucho menos. Salvo por el hecho de que todo estaba en español y había más fumadores, allí la civilización se parecía a la civilización de cualquier sitio. Los cristales templados y los suelos embaldosados y las sillas de plástico y los apliques de luz eran exactamente iguales, y en el vuelo a Bariloche el embarque se inició por los asientos traseros, como en cualquier vuelo de enlace estadounidense, y no había nada maravillosamente distinto en el 727, ni en las fábricas ni en los campos de labranza ni en las autopistas que vio por la ventana. La tierra seguía siendo tierra, y las plantas seguían creciendo en ella. La mayoría de los pasajeros de los asientos de primera clase hablaban en inglés, y seis de ellos —una pareja inglesa y una madre estadounidense con sus tres hijos—, junto con Joey y Jenna, cargaron en carritos su equipaje, marcado con la etiqueta de prioritario, y fueron hasta el cómodo microbús blanco de la Estancia El Triunfo, que los esperaba frente al aeropuerto de Bariloche en una zona donde estaba prohibido aparcar.

El conductor, un joven muy serio cuya camisa medio desabotonada dejaba ver el espeso vello negro del pecho, corrió a cogerle la bolsa a Jenna y la metió en el maletero; acto seguido, la acomodó a ella en el asiento delantero antes de que Joey pudiese siquiera asimilar qué ocurría. La pareja inglesa ocupó los dos asientos siguientes, y Joey se vio obligado a sentarse en la parte de atrás con la madre y una hija, que leía una novela juvenil de caballos.

—Me llamo Félix —dijo el conductor por el innecesario micrófono—, bienvenidos a la provincia de Río Negro por favor abróchense los cinturones un viaje por carretera de dos horas algunas zonas de baches tengo refrescos para quienes quieran El Triunfo está lejos pero es lujoso y disculpen por los baches en la carretera gracias.

Era una tarde despejada y luminosa, y el recorrido hasta El Triunfo los llevó a través de un próspero paisaje subalpino tan parecido al oeste de Montana que Joey no pudo por menos de preguntarse por qué había viajado trece mil kilómetros para eso. Lo que quiera que Félix estuviese contándole a Jenna, incesantemente, susurrado en español, quedó ahogado por los incesantes bramidos del inglés, Jeremy. Bramó acerca de aquellos tiempos gloriosos en que Inglaterra estaba en guerra con Argentina por las Malvinas («nuestra segunda hora más gloriosa»), de la captura de Saddam Hussein («Ja, me pregunto cómo olía el señor cuando salió de aquel agujero»), del camelo del calentamiento global y el irresponsable fomento del miedo por parte de sus perpetradores («El año que viene nos prevendrán sobre la peligrosa nueva glaciación»), de la risible ineptitud de los bancos centrales de Sudamérica («Cuando el índice de inflación está al mil por ciento, yo diría que el problema no se reduce a la mala suerte»), de la loable indiferencia de los sudamericanos ante el «fútbol» femenino («Os dejamos a vosotros los norteamericanos destacar en esa particular forma de travestismo»), de los tintos asombrosamente bebibles que producía Argentina («Dan tropecientas mil vueltas a los mejores vinos de Sudáfrica»), y de su propia abundante salivación ante la perspectiva de comer filete en el desayuno, el almuerzo y la cena («Soy un carnívoro, un carnívoro, un brutal y repugnante carnívoro»).

Para descansar de Jeremy, Joey entabló conversación con la madre, Ellen, que era guapa sin ser atractiva y llevaba uno de esos pantalones cargo ajustados que hoy día eran tan del gusto de ciertas madres.

—Mi marido es promotor inmobiliario y le van muy bien las cosas —dijo ella—. Yo estudié arquitectura en Stanford, pero ahora me quedo en casa con los niños. Optamos por la escolarización en casa, que es muy gratificante, y es genial en el sentido de que te permite tomarte vacaciones cuando te conviene, pero si te he de ser sincera, da mucho trabajo.

Sus hijos, la niña lectora y los dos niños con sus consolas detrás de ella, o bien no la oyeron, o les traía sin cuidado causar mucho trabajo. Cuando supo que Joey tenía un pequeño negocio en Washington, le preguntó si conocía a Daniel Jennings.

—Dan es un amigo nuestro de Morongo Valley —explicó ella—, y ha llevado a cabo una minuciosa investigación sobre nuestros impuestos. De hecho, ha llegado al punto de revisar las actas de las sesiones del Congreso, ¿y sabes qué ha descubierto? Que no existe fundamento jurídico para el impuesto sobre la renta federal.

—En realidad, si uno va al fondo de las cosas, no existe fundamento jurídico para nada —comentó Joey.

—Pero obviamente el gobierno federal no quiere que sepamos que todo el dinero recaudado en los últimos cien años nos pertenece legítimamente a los ciudadanos. Dan tiene una página web donde diez profesores de historia le dan la razón: no existe ningún fundamento jurídico. Sin embargo, en los principales medios de comunicación, nadie está dispuesto a tocar el tema. Y en fin… ¿eso no te parece un poco raro? ¿No crees que al menos una televisión o un periódico debería interesarse en cubrirlo?

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