Libertad (65 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Durante un tiempo, las únicas sombras que empañaron su satisfacción fueron los aplazamientos del viaje a Washington de Jenna. Un tema recurrente en sus conversaciones era la preocupación de ella por no haberse desmadrado lo suficiente antes del compromiso con Nick. («No sé hasta qué punto haber sido un pendón en Duke durante un año cuenta de verdad», dijo.) Joey creyó oír los susurros de la oportunidad en esa preocupación, y se quedó desconcertado cuando, pese a los coqueteos cada vez más descarados de sus conversaciones telefónicas, ella pospuso dos veces el plan de ir a verlo, y más desconcertado aún cuando supo por Jonathan que ella había estado en McLean con sus padres sin decirle nada.

Luego, el Cuatro de Julio, durante una visita a la familia que hizo sólo por cumplir, se dignó explicarle a su padre los detalles de su trabajo en RESIA, esperando impresionarlo con la cuantía de su sueldo y el alcance de sus responsabilidades; y su padre prácticamente lo repudió en el acto. Hasta ese momento, a lo largo de toda su vida, la relación entre ellos había sido esencialmente un pulso sin vencedor, un choque de voluntades acabado en tablas. Pero esta vez su padre no se conformó con mandarlo a paseo después de un sermón sobre su frialdad y su arrogancia. Esta vez declaró a gritos que Joey le daba «asco», que le «repugnaba físicamente» haber criado a un hijo tan egoísta e irreflexivo que estaba dispuesto a conchabarse con los monstruos que destrozaban el país para su propio enriquecimiento personal. Su madre, en lugar de defenderlo, huyó despavorida escaleras arriba, a su pequeña habitación. Joey sabía que ella le telefonearía a la mañana siguiente, intentando suavizar las cosas, soltándole el rollo de que su padre se enfadaba sólo porque lo quería. Pero ella era demasiado cobarde para quedarse allí, y él mismo no podía hacer nada salvo cruzarse de brazos con firmeza y convertir su rostro en una máscara y negar con la cabeza y repetirle a su padre, una y otra vez, que no criticase cosas que no entendía.

—¿Qué no entiendo? —replicó su padre—. Ésta es una guerra por una cuestión de política y beneficios. ¡Y punto!

—Que no te gusten las ideas políticas de determinadas personas —dijo Joey— no significa que todo lo que hagan sea incorrecto. Para ti, es como si todo lo que hacen fuera malo, esperas que fracasen en todo, porque detestas sus ideas políticas. Ni siquiera quieres oír el lado bueno de lo que está pasando.

—No hay lado bueno en lo que está pasando.

—Ya, vale. Es un mundo en blanco y negro. Nosotros somos todos malos y vosotros sois todos buenos.

—¿Crees que es así como funciona el mundo? ¿Que para que vosotros os forréis hay que volarles la cabeza y las piernas a chicos de tu edad en Oriente Medio? ¿Ése es el mundo perfecto en el que vives?

—Claro que no, papá. ¿Podrías dejar de decir estupideces por un segundo? Allí la gente muere porque su economía está jodida. Nosotros intentamos arreglar esa economía, ¿vale?

—No deberías estar ganando ocho mil dólares al mes —dijo su padre—. Sé que te crees muy listo, pero hay algo que va mal en un mundo donde un chico de diecinueve años sin formación consigue eso. Tu situación apesta a corrupción. Esto tuyo me huele muy mal.

—Por Dios, papá. Como tú digas.

—Ya ni me interesa saber qué haces. Me da demasiado asco. Puedes contárselo a tu madre, pero hazme el favor de dejarme al margen.

Joey desplegó una sonrisa feroz para no llorar. Experimentaba un dolor que percibía como algo estructural, como si su padre y él hubiesen elegido sus respectivas ideologías políticas sin otro fin que odiarse mutuamente, y la única escapatoria de aquella situación fuera el distanciamiento. No contarle nada a su padre, no volver a verlo a menos que fuera absolutamente necesario, también a él le parecía buena idea. Ni siquiera estaba enfadado, sólo quería dejar atrás el dolor. Volvió en taxi a su estudio amueblado, cuyo alquiler su madre le había ayudado a pagar, y envió mensajes a Connie y Jenna. La primera debía de haberse ido a dormir temprano, pero la segunda lo llamó a las doce de la noche. No era quien mejor escuchaba en el mundo, pero captó la esencia de su desastroso Cuatro de Julio lo suficiente como para asegurarle que el mundo no era justo y nunca lo sería, que siempre habría grandes ganadores y grandes perdedores, y que ella, en la vida trágicamente finita que se le había concedido, prefería ser una ganadora y rodearse de ganadores. Cuando a continuación Joey le echó en cara que no lo hubiera llamado desde McLean, ella contestó que le había parecido «arriesgado» salir a cenar con él.

—¿Por qué habría sido arriesgado?

—Es que eres una especie de mal hábito mío —respondió ella—. Necesito mantenerlo a raya. Necesito concentrarme en el trofeo.

—Por lo que se ve, el trofeo y tú no os divertís mucho.

—El trofeo está muy ocupado intentando quitarle el puesto a su jefe. A eso se dedican en ese mundillo: intentan comerse vivos los unos a los otros. Es asombroso que no esté mal visto. Pero por otra parte es algo que lleva mucho tiempo. Una chica quiere que la saquen de vez en cuando, sobre todo en su primer verano después de la carrera.

—Por eso tienes que venir —insistió él—. Yo te sacaré, eso te lo aseguro.

—Sin duda. Pero mi jefe está hasta los topes de encargos en los Hamptons durante las próximas tres semanas. Se requieren mis servicios como portadora del sujetapapeles. Lástima que tú también estés tan ocupado, o si no podría conseguirte algún trabajito.

Joey había perdido la cuenta de las citas y promesas frustradas que ella le había hecho desde que la conoció. Ninguna de las cosas divertidas que sugería llegaba a materializarse, y él nunca entendió por qué se molestaba en seguir sugiriéndolas. A veces pensaba que era por competir con su hermano o algo así. O tal vez fuera porque Joey era judío y agradaba a su padre, que era la única persona a quien ella nunca criticaba. O tal vez la fascinaba la relación de Joey con Connie y se deleitaba como una reina en los retazos de información íntima que él ponía a sus pies. O tal vez le gustaba de verdad y quería ver en qué se convertiría cuando fuera mayor y cuánto dinero era capaz de ganar. O tal vez por todas esas razones.

Jonathan no tenía ninguna interpretación perspicaz que ofrecer, aparte del hecho de que su hermana era una fuente de problemas, un monstruo del Planeta de los Malcriados, con la conciencia ética de una esponja marina, pero Joey creía atisbar cosas más profundas en ella. Se resistía a aceptar que alguien provisto del poder que le daba tal belleza pudiese carecer de ideas interesantes acerca de cómo utilizarlo.

Al día siguiente, cuando le contó a Connie la discusión con su padre, ella no entró a juzgar los méritos de sus respectivas argumentaciones, sino que pasó directamente al dolor de él y le dijo que lo sentía mucho. Había vuelto a trabajar de camarera y parecía dispuesta a esperar todo el verano hasta volver a verlo. Kenny Bartles le había prometido a Joey vacaciones pagadas las últimas dos semanas de agosto si accedía a trabajar todos los fines de semana hasta entonces, y Joey no quería a Connie cerca para complicarle las cosas por si Jenna iba a Washington; no imaginaba cómo escabullirse una noche, o dos o tres, sin decirle a Connie la clase de mentira descarada que procuraba reducir al mínimo.

Joey atribuyó al Celexa la ecuanimidad con que ella aceptó la demora. Pero una noche, durante una llamada telefónica de rutina, mientras él bebía cerveza en su apartamento, ella se sumió en un silencio especialmente prolongado, y al final anunció: «Cariño, tengo que decirte unas cuantas cosas.» La primera era que había dejado la medicación. La segunda era que la razón por la que había dejado de tomarla era que se acostaba con el encargado del restaurante y ya estaba harta de no correrse. Lo confesó con una objetividad curiosa, como si hablara de una chica que no era ella, una chica cuyos actos eran deplorables pero comprensibles. El encargado, dijo, estaba casado y tenía dos hijos adolescentes y vivía en Hamline Avenue.

—He pensado que era mejor decírtelo —añadió—. Puedo dejar de hacerlo si quieres.

Joey se estremeció. Casi tembló. Entró una corriente de aire por una puerta mental que creía cerrada a cal y canto, pero en realidad estaba abierta de par en par; una puerta por la que podía huir.

—¿Tú quieres dejar de hacerlo? —preguntó.

—No lo sé —contestó Connie—. Digamos que me gusta, por el sexo, pero no siento nada por él. Sólo siento algo por ti.

—Vaya, cielo santo. Supongo que tendré que pensármelo.

—Sé que está muy mal, Joey. Tenía que habértelo dicho en cuanto pasó. Pero durante un tiempo me pareció muy agradable que alguien se interesara por mí. ¿Sabes cuántas veces hemos hecho el amor tú y yo desde octubre?

—Sí, ya lo sé. Soy consciente.

—Dos veces, o ninguna si no contamos cuando estaba enferma. Aquí hay algo que no va bien.

—Lo sé.

—Nos queremos pero no nos vemos nunca. ¿Tú no lo echas de menos?

—Sí.

—¿Te has acostado con otras? ¿Por eso lo llevas bien?

—Sí, un par de veces. Pero nunca más de una vez con la misma persona.

—Estaba casi segura, pero no quería preguntártelo. No quería que creyeras que yo no te lo permitiría. Y yo no lo he hecho por eso. Lo he hecho porque me siento sola. Me siento muy sola, Joey. Me muero de soledad. Y la razón por la que me siento tan sola es que te quiero y tú no estás aquí. Me he acostado con otro porque te quiero a ti. Sé que te parecerá confuso, o no muy honesto, pero es la verdad.

—Te creo —dijo Joey.

Y así era. Pero el dolor que lo traspasaba no parecía guardar relación con lo que creía o dejaba de creer, con lo que ella pudiera decir o dejar de decir en ese momento. El hecho mudo de que su dulce Connie se hubiera ido a la cama con un asqueroso cuarentón, de que se hubiera quitado los vaqueros y las braguitas y se hubiera abierto de piernas repetidamente, se había plasmado en palabras sólo el tiempo necesario para que ella las pronunciara y para que Joey las oyera antes de que el hecho recuperara su mutismo y se alojara dentro de Joey, fuera del alcance de las palabras, como una bola de cuchillas de afeitar que se hubiera tragado. Entendía, en buena lógica, que el cerdo del encargado podía no importarle a Connie más de lo que a él le importaron esas otras chicas, todas ellas ebrias o muy ebrias, en cuyas camas en extremo perfumadas había acabado él durante el año anterior, pero le era tan imposible acceder a su dolor mediante la lógica como detener un autobús lanzado a toda velocidad con sólo pensar ¡Detente! El dolor era francamente extraordinario. Y sin embargo también curiosamente bienvenido y reparador, dándole a conocer que estaba vivo y atrapado en una historia más amplia que él.

—Di algo, cariño —pidió Connie.

—¿Cuándo empezó?

—No lo sé. Hará unos tres meses.

—Pues quizá debas seguir —dijo él—. Tal vez debas seguir adelante y tener un hijo con él, y a ver si te monta una casa.

Fue de mal gusto aludir a Carol así, pero Connie, en respuesta, se limitó a preguntarle con transparente sinceridad:

—¿Eso quieres que haga?

—No sé qué quiero.

—No es lo que yo quiero, ni mucho menos. Lo que yo quiero es estar contigo.

—Sí, ya. Pero no antes de follarte a otro durante tres meses.

Eso debería haberla llevado a llorar y pedir perdón, o al menos a arremeter a su vez contra él, pero ella no era una persona corriente.

—Es verdad —admitió—. Tienes razón. Es un comentario totalmente justo. Podía habértelo dicho la primera vez, y luego dejar de hacerlo. Pero hacerlo por segunda vez no me pareció mucho peor que hacerlo una sola vez. Y lo mismo con la tercera y la cuarta. Y entonces quise abandonar la medicación, porque me pareció una estupidez tener relaciones sexuales cuando apenas sentía nada. Y entonces hubo que poner el contador a cero, por decirlo de alguna manera.

—Y ahora sientes algo, y es magnífico.

—Sin duda es mejor. Tú eres la persona a quien quiero, pero ahora al menos vuelven a funcionarme las terminaciones nerviosas.

—¿Y por qué me lo has dicho ahora? ¿Por qué no has seguido hasta los cuatro meses? Cuatro no es peor que tres, ¿no?

—Cuatro es exactamente lo que tenía previsto —respondió ella—. Pensaba decírtelo cuando fuera a verte el mes que viene, y pudiéramos planear estar juntos más a menudo, para empezar a ser monógamos otra vez. Eso es lo que quiero todavía. Pero anoche volví a tener remordimientos, y decidí que debía decírtelo.

—¿Vuelves a estar deprimida? ¿Sabe tu médico que has dejado la medicación?

—Mi médico sí, pero Carol no. Por lo visto, Carol piensa que la medicación va a arreglarlo todo entre ella y yo. Piensa que va a resolver su problema permanentemente. Saco una pastilla del frasco cada noche y la escondo en el cajón de los calcetines. Creo que las cuenta cuando me voy a trabajar.

—Probablemente deberías tomarlas —dijo Joey.

—Volveré a tomarlas si no puedo verte nunca más. Pero si te veo, quiero sentirlo todo. Y no creo que las necesite si sigo viéndote. Sé que eso suena a amenaza o algo así, pero es la pura verdad. No pretendo influir en tu decisión de volver a verme o no. Soy consciente de que he actuado mal.

—¿Te arrepientes?

—Sé que debería decir que sí, pero en realidad no lo sé. ¿Tú te arrepientes de haberte acostado con otras?

—No. Y menos ahora.

—A mí me pasa lo mismo, cariño. Soy exactamente igual que tú. Sólo espero que seas capaz de recordar eso, y me dejes volver a verte.

La confesión de Connie fue la mejor y última oportunidad de Joey para escapar con la conciencia limpia. Con una causa tan justificada le habría sido muy fácil despacharla si hubiese sentido la ira necesaria para ello. Después de colgar, atacó la botella de Jack Daniel's de la que en condiciones normales, con la debida disciplina, se mantenía a distancia, y luego salió a pasear por las calles húmedas de su inhóspito no-barrio, deleitándose con el contundente calor estival y el rugido colectivo de los aparatos de aire acondicionado que lo complementaban. En un bolsillo del pantalón caqui llevaba un puñado de calderilla, que sacó y empezó a lanzar a la calle, unas cuantas monedas cada vez. Las tiró todas, los últimos centavos de su inocencia, las últimas monedas de diez y veinticinco de su autosuficiencia. Necesitaba despojarse, despojarse. No podía hablarle de su dolor a nadie, no a sus padres, desde luego, pero tampoco a Jonathan, por miedo a dañar la buena opinión que tenía su amigo sobre Connie, y por supuesto no a Jenna, que no entendía el amor, ni a sus compañeros de la universidad: todos ellos, sin excepción, consideraban a las novias un impedimento absurdo para acceder a los placeres que pensaban procurarse durante los siguientes diez años. Estaba totalmente solo y no se explicaba cómo había llegado a ese punto. Cómo era posible que un dolor llamado Connie ocupase el centro de su vida. Lo enloquecía sentir con tal precisión lo que sentía ella, comprenderla tan bien, ser incapaz de imaginar la vida de ella sin él. Cada vez que se le presentaba la oportunidad de escapar de Connie, la lógica del interés personal le fallaba: era reemplazada por la lógica de ellos dos juntos, como si en la caja de cambios de su mente una marcha se desengranara una y otra vez.

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