Libertad (67 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—¿Y sabes qué es lo realmente increíble? —añadió Connie—. Dejé de hacerlo al llegar a quince, que es exactamente el número de veces que te fui infiel. Me llamaste la noche exacta. Fue como una especie de señal. Y mira. —Sacó un cheque certificado, doblado por la mitad, del bolsillo de atrás del vaquero. Había tomado la forma curva de su culo y estaba impregnado de sudor—. Quedaban cincuenta y un mil dólares en la cuenta del fideicomiso. Eso era casi la cantidad exacta que dijiste que necesitabas. Fue otra señal, ¿no te parece?

Desplegó el cheque, pagadero a JOSEPH R. BERGLUND, por la cantidad de cincuenta mil dólares. Por norma, Joey no era supersticioso, pero debía admitir que esas señales eran impresionantes. Eran como las señales que les indicaban a los perturbados «Mata al presidente AHORA», o a los deprimidos «Tírate por la ventana AHORA». Aquí, el apremiante imperativo irracional parecía ser: «Unios en matrimonio AHORA».

En Grand Central Parkway el tráfico de salida estaba detenido, pero el de entrada avanzaba fluidamente, y con él el taxi, y ésa era otra señal. Que no hubieran tenido que hacer cola para el taxi era una señal. Que al día siguiente fuera su cumpleaños era una señal. Ni siquiera recordaba en qué estado se encontraba una hora antes, de camino al aeropuerto. Con Connie sólo existía el momento presente, y si bien antiguamente, cuando caían en su mundo bipersonal por una fisura cósmica, ocurría sólo de noche, en un dormitorio u otro espacio acotado, ahora sucedía a plena luz del día, bajo una calina que cubría toda la ciudad. La estrechó entre sus brazos, con él cheque apoyado en la clavícula sudorosa de Connie, entre los tirantes húmedos de su top. Ella le apretaba un pecho con la mano como si fuera a sacar leche. El olor a mujer adulta de sus axilas embriagó a Joey, y deseó que fuera mucho más intenso, y tuvo la sensación de que la intensidad de ese deseo de que le apestaran las axilas era ilimitada.

—Gracias por follarte a otro —susurró.

—No me fue fácil.

—Lo sé.

—O sea, en un sentido fue muy fácil, pero en otro casi imposible. Tú eso lo sabes, ¿verdad?

—Sí, absolutamente.

—¿Para ti también fue difícil? ¿Lo que fuera que hiciste el año pasado?

—En realidad, no.

—Eso es porque eres hombre. Yo sé cómo es ser tú, Joey. ¿Me crees?

—Sí.

—Entonces todo irá bien.

Y durante los siguientes diez días todo fue bien. Después, claro, Joey comprendió que los primeros días saturados de hormonas tras un largo período de abstinencia no eran ni mucho menos el momento ideal para tomar decisiones importantes sobre el futuro. Comprendió que, en lugar de intentar compensar el insoportable peso del regalo de cincuenta mil dólares de Connie con algo a su vez tan pesado como una propuesta de matrimonio, debería haber firmado un pagaré con una previsión de plazos para el pago de los intereses y el capital principal. Comprendió que si se hubiese separado de ella durante siquiera una hora, para dar un paseo a solas o para hablar con Jonathan, tal vez habría alcanzado una lucidez y un distanciamiento provechosos. Comprendió que las decisiones poscoitales eran mucho más realistas que las precoitales. En ese momento, sin embargo, no existía ningún «pos»; todo era pre tras pre tras pre. El ciclo de su deseo mutuo se repitió una y otra vez día y noche, como el del compresor del infatigable aparato de aire acondicionado instalado en la ventana del dormitorio de Abigail. Ante las nuevas dimensiones de su placer, ante la sensación de seriedad adulta conferida por su empresa conjunta y por la enfermedad y la infidelidad de Connie, todos sus placeres previos parecían, en comparación, infantiles y dignos de consignarse al olvido. Tan grande era su placer, y tan insondable su necesidad de él que, cuando menguó durante una hora, la tercera mañana en la ciudad, Joey alargó el dedo para pulsar la primera tecla que encontró a mano capaz de procurarle más. Dijo:

—Deberíamos casarnos.

—Eso mismo estaba pensando yo —respondió Connie—. ¿Quieres hacerlo ahora?

—¿Te refieres a hoy?

—Sí.

—Creo que hay un período de espera. ¿No hay que hacerse análisis de sangre o algo así?

—Pues vayamos a hacérnoslos ahora. ¿Quieres?

A Joey el corazón le bombeaba sangre hacia las ingles.

—¡Sí!

Pero antes fue necesario el polvo por la emoción de tener que hacerse los análisis de sangre. Luego fue necesario el polvo por la emoción de enterarse de que no hacían falta. Luego se pasearon por la Sexta Avenida como una pareja tan borracha que ya ni les importaba lo que los demás pensaran de ellos, o como asesinos sorprendidos con las manos manchadas de sangre, Connie sin sujetador y descocada y atrayendo las miradas de los hombres, Joey en un estado de inconsciencia inducida por la testosterona en el que, si alguien lo hubiera desafiado, le habría asestado un puñetazo por puro placer. Estaba dando el paso que debía dar, el paso que había deseado dar desde la primera vez que sus padres le dijeron que no. La caminata de cincuenta manzanas hacia la parte alta de la ciudad con Connie, en medio de un agobiante caos de taxis tocando la bocina y aceras mugrientas, se le antojó tan larga como toda su vida hasta entonces.

Entraron en la primera joyería que vieron vacía en la calle Cuarenta y siete y pidieron dos anillos de oro que pudieran llevarse en el acto. El joyero iba con todas las galas jasídicas:
yarmulke
, tirabuzones,
filacterías
, chaleco negro y demás parafernalia. Miró primero a Joey, que llevaba la camiseta blanca manchada de mostaza a causa de un perrito caliente que había engullido por el camino, y luego a Connie, cuya cara ardía por el calor y por tanto roce con la cara de Joey.

—¿Van a casarse?

Los dos asintieron, sin atreverse ninguno a contestar que sí en voz alta.

—Pues entonces
mazeltov
—dijo el joyero, abriendo los cajones—. Tengo anillos de todos los tamaños para ustedes.

A Joey, de muy lejos, a través de una fina fisura en su burbuja de locura por lo demás resistente, le llegó una punzada de pesar por Jenna. No como persona a quien deseaba (el deseo regresaría después, cuando volviese a estar solo y cuerdo), sino como la esposa judía que ahora ya nunca tendría: como la persona que tal vez habría dado verdadera importancia al hecho de que fuera judío. Por su parte, hacía tiempo que había desistido de interesarse por su judaísmo, y sin embargo, al ver al joyero con sus ajados atavíos jasídicos, la indumentaria de una religión minoritaria, lo asaltó la peculiar idea de que, casándose con una gentil, defraudaba a los judíos. Por moralmente dudosa que fuera Jenna en casi todos los sentidos, era judía, con tataratíos que habían muerto en los campos de concentración, y eso la humanizaba, atenuaba su belleza inhumana, y de ahí que lamentara defraudarla. Curiosamente, sólo sentía eso por Jenna, no por Jonathan, que ya era plenamente humano para Joey y no requería que el judaísmo lo humanizara más.

—¿Qué opinas? —le preguntó Connie, contemplando los anillos expuestos sobre terciopelo.

—No lo sé —contestó él desde su pequeña nebulosa de pesar—. Todos me parecen bien.

—Cójanlos, pruébenselos, tóquenlos —los instó el joyero—. Es imposible hacerle daño al oro.

Connie se volvió hacia Joey y escrutó sus ojos.

—¿Estás seguro de que quieres hacerlo?

—Creo que sí. ¿Y tú?

—Sí. Si tú lo estás.

El joyero se apartó del mostrador y buscó algo en que ocuparse. Y Joey, viéndose a través de los ojos de Connie, no soportó la incertidumbre en su propio rostro. Se encolerizó ferozmente en consideración a ella. Todos dudaban de ella, y ella necesitaba, pues, que él no dudara, y por tanto decidió no dudar.

—Por supuesto que lo estoy —afirmó—. Echémosles un vistazo.

Después de seleccionar los anillos, Joey intentó regatear, como, según sabía, debía hacerse en una tienda de aquellas características, pero el joyero se limitó a dirigirle una mirada de decepción, como diciendo: «¿Vas a casarte con esta chica y quieres escatimarme cincuenta dólares?»

Al salir de la tienda, Joey, con los anillos en el bolsillo delantero, casi se dio de bruces en la acera con Casey, su antiguo compañero de planta en la residencia.

—¡Tío! —exclamó Casey—. ¿Qué haces por aquí?

Vestía un terno y ya empezaba a perder pelo. Joey y él se habían distanciado, pero Joey había oído que trabajaba en el bufete de su padre durante el verano. Tropezarse con él en ese momento se le antojó otra señal importante, aunque no supo cómo interpretarla exactamente.

—Te acuerdas de Connie, ¿verdad? —preguntó.

—Hola, Casey —saludó ella con unos ojos diabólicamente radiantes.

—Sí, claro, hola. Pero, tío, ¿qué coño haces aquí? Te hacía en Washington.

—Estoy de vacaciones.

—Pero, hombre, haberme llamado. No tenía ni idea. ¿Y qué hacéis en esta calle, por cierto? ¿Comprar un anillo de compromiso?

—Sí, ja ja, eso mismo —contestó Joey—. ¿Y tú qué haces por aquí?

Casey sacó un reloj con cadena del bolsillo del chaleco.

—¿Mola o no? Era del padre de mi padre. Lo he traído a limpiar y reparar.

—Es precioso —comentó Connie.

Se inclinó para admirarlo, y Casey le lanzó a Joey una ceñuda mirada de curiosidad y cómica alarma. Entre las diversas respuestas de hombre a hombre aceptables a su disposición, Joey eligió una mueca avergonzada que insinuaba sexo excelente en cantidad, las exigencias irracionales de las novias, su necesidad de que les regalasen chucherías, y demás. Casey lanzó una fugaz mirada de conocedor a los hombros desnudos de Connie y asintió en un gesto de discernimiento. El intercambio completo duró cuatro segundos, y Joey comprobó con alivio lo fácil que era, incluso en un momento como aquél, aparentar ante Casey que él era una persona como Casey; lo fácil que era compartimentar. Era un buen presagio para la perspectiva de proseguir con su vida normal en la universidad.

—Tío, ¿no tienes calor con ese traje? —preguntó.

—Tengo sangre del sur —contestó Casey—. No sudamos como vosotros los de Minnesota.

—Sudar es maravilloso —observó Connie—. A mí me encanta sudar en verano.

Se notó que a Casey ese comentario le parecía demasiado intenso. Volvió a guardarse el reloj en el bolsillo y echó una ojeada calle abajo.

—En fin —dijo—, si os apetece salir o algo, dadme un toque.

Cuando se quedaron solos otra vez, en medio del tumulto de trabajadores de las cinco de la tarde en la Sexta Avenida, Connie preguntó si había dicho algo inadecuado.

—¿Te he abochornado?

—No —respondió él—. Es un imbécil de cuidado. Estamos a treinta y cinco grados, ¿y lleva traje con chaleco? Es un imbécil y un pedante de cuidado, con ese reloj absurdo. Ya empieza a convertirse en su padre.

—Abro la boca y salen de ella cosas extrañas.

—No te preocupes por eso.

—¿Te avergüenzas de casarte conmigo?

—No.

—Me ha dado esa impresión. No digo que sea tu culpa. Es sólo que no quiero avergonzarte delante de tus amigos.

—No me avergüenzas —confirmó Joey, enfadado—. Lo que pasa es que casi ninguno de mis amigos tiene siquiera novia. Me encuentro en una posición un tanto rara.

En ese momento, habría sido lógico esperar una pequeña discusión, que ella intentara arrancarle, vía mohines o reproches, un reconocimiento más definitivo de su deseo de casarse con ella. Pero era imposible pelearse con Connie. La inseguridad, la desconfianza, los celos, la posesividad, la paranoia —todos esos inconvenientes que tanto irritaban a aquellos amigos suyos que, aunque fuera por un breve tiempo, habían tenido novia— eran ajenos a ella. Joey nunca llegó a determinar si carecía realmente de esos sentimientos o si una poderosa inteligencia animal la impulsaba a reprimirlos. Cuanto más se fundía con ella, más sentía también, extrañamente, que no la conocía en absoluto. Ella sólo aceptaba la existencia de lo que tenía justo enfrente. Hacía lo que hacía, respondía a lo que él le decía, y por lo demás parecía del todo indiferente a lo que ocurría fuera de su campo visual. Joey estaba obsesionado con la insistencia de su madre en que las peleas eran buenas en una relación. De hecho, casi tenía la impresión de que se casaba con Connie para ver si por fin empezaba a pelearse con él: para llegar a conocerla. Pero cuando en efecto se casó con ella, al día siguiente por la tarde, nada cambió en absoluto. Después de pasar por el juzgado, en el asiento de atrás de un taxi, ella entrelazó su mano izquierda ensortijada con la mano izquierda ensortijada de él y apoyó la cabeza en su hombro en una actitud que no podía describirse exactamente como satisfacción, porque eso habría implicado que antes estaba insatisfecha. Fue más bien un mudo sometimiento al acto, al crimen que había sido necesario llevar a cabo. Cuando Joey volvió a ver a Casey, una semana después en Charlottesville, ninguno de los dos la mencionó siquiera.

La alianza nupcial seguía encallada en algún punto de su abdomen mientras se abría paso a través del mar cálido y encrespado de viajeros en Miami International y localizaba a Jenna en la zona más fresca y tranquila de una sala de clase business. Llevaba gafas de sol y se defendía, además, con un iPod y el último número del Condé Nast Traveler. Lanzó a Joey una mirada, recorriéndolo de arriba abajo, tal como una persona podría verificar que un producto encargado llegaba en un estado aceptable, y luego retiró su equipaje de mano del asiento contiguo y —aparentemente un poco de mala gana— se quitó los auriculares. Joey se sentó sin poder reprimir una sonrisa por el asombro de viajar con ella. Nunca había volado en business.

—¿Qué? —dijo Jenna.

—Nada, sólo sonrío.

—Ah. Creía que tenía un grano en la cara.

Cerca de ellos varios hombres lo observaban con resentimiento. Se obligó a devolverles la mirada uno por uno, a reafirmar su derecho sobre Jenna. Iba a resultar agotador, comprendió, tener que hacer eso cada vez que estuvieran en público. A veces, los hombres miraban también a Connie, pero por lo general parecían aceptar, sin más pesar del debido, que era suya. Con Jenna tenía la sensación de que el interés de otros hombres no cedía ante la presencia de él, sino que seguían buscando la forma de sortearlo.

—Te adelanto que estoy un poco irritable —dijo ella—. Me va a venir la regla y acabo de pasar tres días entre vejestorios, mirando fotos de sus nietos. Además, no te lo creerás, pero en esta sala ahora te cobran el alcohol. Para eso me hubiera quedado en la sala de embarque.

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