Libertad (32 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—Caitlyn.

—Tráela mañana después de clase.

—Pero no se creerá que estás aquí. Por eso quiero hacerte la entrevista, para demostrar que lo estás. Así querrá venir a conocerte.

A Katz le faltaban dos días para cumplir las ocho semanas de celibato. Durante las anteriores siete, abjurar del sexo le había parecido el complemento natural a mantenerse al margen de las drogas y el alcohol, como si las distintas formas de virtud se reforzaran entre sí. Hacía tan sólo cinco horas, echando una ojeada por la claraboya a la madre exhibicionista de Zachary, había experimentado un desinterés rayano en la ligera náusea. Pero de repente, con claridad adivinatoria, vio que se quedaría a un día del récord de las ocho semanas: se entregaría a la meticulosa adquisición de Caitlyn, y de paso borraría de su mente los incontables momentos de conciencia entre entonces y la noche del día siguiente imaginando el millón de rostros y cuerpos sutilmente distintos que quizá ella poseyera, y después ejercitando su maestría y gozando de los frutos de tal ejercicio; todo al servicio quizá meritorio de aplastar a Zachary y decepcionar a una admiradora de dieciocho años con gustos «convencionales». Se dio cuenta de que sencillamente había hecho una virtud de su falta de interés por el vicio.

—He aquí el trato —propuso—. Tú lo montas, piensas tus preguntitas, y yo bajo dentro de un par de horas. Pero necesito los resultados mañana. Necesito ver que esto no es sólo una de tus gilipolleces.

—Alucinante —dijo Zachary.

—Pero me has oído bien, ¿no? Ya no concedo entrevistas. Si hago una excepción, necesitamos resultados.

—Te juro que querrá venir. Seguro que querrá conocerte.

—Bien, pues vete a meditar sobre el enorme favor que te estoy haciendo. Bajaré a eso de las siete.

Había oscurecido. La nevada había quedado en un aguacero, y había comenzado la pesadilla nocturna del tráfico en el túnel de Holland. Todas las líneas de metro de la ciudad salvo dos, así como el indispensable tren PATH, convergían en un radio de trescientos metros en torno al punto donde Katz se hallaba. Aquel barrio seguía siendo el centro de confluencia del mundo. Allí estaba la cicatriz iluminada del World Trade Center, allí el oro atesorado en la Reserva Federal, allí la cárcel Tombs y la Bolsa y el ayuntamiento, allí Morgan Stanley y American Express y los 3 monolitos sin ventanas de Verizon, allí las conmovedoras vistas de la lejana Libertad con su piel de óxido verde al otro lado del puerto. Los burócratas, mujeres robustas y hombres fibrosos gracias a los cuales funcionaba la ciudad, abarrotaban Chambers Street con pequeños paraguas de vivos colores, camino de sus casas en Queens y Brooklyn. Por un momento, antes de encender sus luces de trabajo, Katz casi se sintió feliz, casi se reconoció a sí mismo otra vez; pero cuando recogió sus herramientas, al cabo de dos horas, era consciente de las distintas maneras en que ya detestaba a Caitlyn, y de lo cruel y extraño que era aquel universo que lo impulsaba a querer follarse a una tía porque la detestaba, y lo mal que acabaría ese episodio, como muchos otros antes, y de cómo se desperdiciaría así ese tiempo de abstinencia acumulado. Detestaba a Caitlyn aún más por ese desperdicio.

Y sin embargo era importante que Zachary fuera aplastado. Habían puesto a disposición del chico una sala de ensayo, un espacio cúbico revestido de espuma insonorizante, con más guitarras esparcidas por allí de las que Katz había tenido en treinta años. Ya entonces, en cuanto a pura técnica, a juzgar por lo que Katz había oído en sus idas y venidas, el chico era un solista más espectacular de lo que Katz lo había sido o lo sería en la vida. Pero lo mismo podía decirse de otros cien mil estudiantes de instituto en Estados Unidos. ¿Y qué? En lugar de frustrar las ambiciones rockeras que su padre depositaba en él dedicándose a la entomología o interesándose por los derivados financieros, Zachary imitaba diligentemente a Jimi Hendrix. En algún punto se había producido un fracaso de la imaginación.

El chico esperaba en su sala de ensayo con un portátil Apple y un listado de preguntas cuando Katz entró, moqueando y sintiendo dolor en las manos heladas por el contraste con el calor interior. Zachary le señaló la silla plegable en la que debía sentarse.

—He pensado —dijo— que podías empezar tocando una canción y quizá al final, cuando acabemos, tocar otra.

—No, por ahí no paso —respondió Katz.

—Una sola canción. Sería genial.

—Tú hazme tus preguntas, ¿vale? Esto ya es algo bastante humillante.

P: Vale, Richard Katz, han pasado ya tres años desde
Lago Sin Nombre
, y dos exactamente desde que
Walnut Surprise
fue nominado para un Grammy. ¿Puedes hablarme un poco de cómo ha cambiado tu vida desde entonces?

R: No puedo contestar a eso. Debes hacerme mejores preguntas.

P: Bueno, pues entonces, puedes hablarme un poco de tu decisión de volver a dedicarte a un trabajo manual. ¿Te sientes bloqueado artísticamente?

R: En serio, cambia de rollo.

P: Vale. ¿Qué opinas de la revolución del MP3?

R: Ah, revolución, vaya. Me encanta volver a oír la palabra «revolución». Me encanta que ahora una canción cueste exactamente lo mismo que un paquete de chicle y dure exactamente el mismo tiempo hasta que pierde su sabor y tienes que gastarte otro pavo. Esos tiempos que por fin acabaron, no sé… ayer… ya me entiendes, esos tiempos en que fingíamos que el rock era el azote del conformismo y el consumismo, en lugar de su siervo ungido… a mí esos tiempos me resultaban de verdad irritantes. Me parece bueno para la honradez del rock and roll y bueno para el país en general que por fin veamos a Bob Dylan e Iggy Pop tal como fueron en realidad: como fabricantes de chicles de menta.

P: ¿Quieres decir entonces que el rock ha perdido su carácter subversivo?

R: Quiero decir que nunca ha tenido carácter subversivo. Siempre ha sido chicle de menta, y simplemente nos gustaba creer lo contrario.

P: ¿Y qué me dices de cuando Dylan se pasó a la guitarra eléctrica?

P: Si vas a hablar de historia antigua, remontémonos a la Revolución francesa. Acuérdate de cuando aquel… cómo se llamaba… aquel rockero que compuso la Marsellesa, Jean Jacques no sé cuántos… acuérdate de cuando su canción empezó a acaparar todo aquel tiempo en antena en 1792, y de pronto el campesinado se sublevó y derrocó a la aristocracia. Esa sí fue una canción que cambió el mundo. Descaro, eso es lo que les faltaba a los campesinos. Ya tenían todo lo demás: un estado de servidumbre humillante, una miseria absoluta, deudas impagables, condiciones laborales espantosas. Pero sin una canción, tío, todo eso se quedaba en nada. El estilo
sans-culotte
fue lo que de verdad cambió el mundo.

P: ¿Y cuál es el siguiente paso para Richard Katz?

R: Estoy implicándome en la política republicana.

P: Ja, ja.

R: En serio. La nominación para un Grammy fue un honor tan inesperado que considero un deber sacarle el máximo provecho en este año electoral crítico. Se me ha concedido la oportunidad de participar en la música pop convencional y fabricar chicles, y ayudar a convencer a los chicos de catorce años de que la imagen y la sensación creadas por los productos de Apple Computer indican el compromiso de Apple Computer para convertir el mundo en un lugar mejor. Porque convertir el mundo en un lugar mejor es guay, ¿no? Y Apple Computer debe de estar mucho más comprometida con un mundo mejor, porque los iPods son mucho más guays que otros reproductores MP3, y por eso son mucho más caros e incompatibles con el software de otras marcas, porque… bueno, la verdad es que no está muy claro por qué en un mundo mejor los productos más superguays deben dejar unos beneficios superescandalosos a un reducidísimo número de habitantes de dicho mundo mejor. Puede que éste sea uno de esos casos en que tienes que dar un paso atrás y observar las cosas con perspectiva y entender que llegar a tener tu propio iPod es en sí mismo lo que convierte el mundo en un lugar mejor. Y eso es lo que considero tan refrescante en el Partido Republicano. Dejan en manos del individuo la decisión de cómo podría ser un mundo mejor. Es el partido de la libertad, ¿no? Por eso no me explico por qué esos moralistas cristianos intolerantes tienen tanta influencia en el partido. Esa gente es muy antielección. Algunos incluso se oponen al culto al dinero y los bienes materiales. Creo que el iPod es la verdadera cara de la política republicana, y yo soy partidario de que la industria de la música se ponga seriamente al frente de esto y sea más activa políticamente, y se levante orgullosa y diga en voz alta: a nosotros los del sector de la fabricación de chicle no nos interesa la justicia social, no nos interesa la información precisa y objetivamente comprobable, no nos interesa el trabajo con sentido, no nos interesa un conjunto coherente de ideales nacionales, no nos interesa la sabiduría. Nos interesa elegir lo que nosotros queremos escuchar y pasar de todo lo demás. Nos interesa ridiculizar a la gente que tiene la poca educación de no querer ser guay como nosotros. Nos interesa concedernos un capricho para sentirnos bien cada cinco minutos sin tener que pensar. Nos interesa la implacable explotación y aplicación de nuestros derechos de propiedad intelectual. Nos interesa convencer a los niños de diez años para que gasten veinticinco dólares en una fundita de silicona guay para el iPod, cuya fabricación le cuesta a la filial autorizada de Apple Computer treinta y nueve centavos.

P: Venga, en serio. En los Grammys del año pasado había un ambiente antibelicista muy fuerte. Muchos de los nominados hablaron muy claro. ¿Crees que los músicos de éxito tienen la responsabilidad de convertirse en modelos de conducta?

R: Yo yo yo, compra compra compra, fiesta fiesta fiesta. Quédate sentado en tu pequeño mundo, escuchando música, con los ojos cerrados. Lo que intento decir es que ya somos modelos de conducta republicanos perfectos.

P: Si eso es así, ¿por qué el año pasado en la entrega de premios había un censor para asegurarse de que nadie se pronunciara contra la guerra? ¿Estás diciendo que Sheryl Crow es republicana?

R: Eso espero. Se la ve tan buena persona que no me gustaría nada que fuera demócrata.

P: Se ha manifestado muy abiertamente contra la guerra.

R: ¿Crees que George Bush de verdad detesta a los gays? ¿Crees que el aborto le importa un carajo personalmente? ¿Crees que Dick Cheney se cree de verdad que Saddam Hussein tramó el 11-S? Sheryl Crow es una fabricante de chicle, y lo digo como fabricante de chicle desde hace muchos años. La persona a quien le preocupa lo que Sheryl Crow piense sobre la guerra de Iraq es la misma persona que va a comprar un reproductor MP3 escandalosamente caro porque lo promociona para su propio beneficio Bono Vox.

P: Pero en la sociedad también hay espacio para los líderes, ¿o no? ¿No era eso lo que intentaba reprimir el corporativismo americano en los Grammys? ¿Las voces de los líderes potenciales de un movimiento antibelicista?

R: ¿Quieres que el director general de la fábrica de chicles sea un líder en la lucha contra la caries? ¿Que use los mismos métodos publicitarios para vender goma de mascar y para decirle al mundo que la goma de mascar es perjudicial para ti? Sé que acabo de reírme de Bono, pero él tiene más integridad que todo el resto del mundo de la música junto. Si te haces rico vendiendo chicle, bien puedes dar un paso más y vender también iPods a un precio excesivo, y enriquecerte aún más, y luego emplear tu dinero y tu posición para tener acceso a la Casa Blanca e intentar hacer el bien de una manera práctica en África. En plan, sé un hombre, échale un par de huevos, admite que te gusta formar parte de la clase dominante, y que crees en la clase dominante, y que harás lo que haga falta para consolidar tu posición en ella.

P: ¿Estás diciendo que apoyaste la invasión de Iraq?

R: Lo que estoy diciendo es que si invadir Iraq hubiese sido una de esas cosas que una persona como yo apoyara, no habría ocurrido.

P: Volvamos por un momento a Richard Katz como persona.

R: No; apaguemos tu aparatito. Creo que ya hemos terminado.

—Ha sido genial —dijo Zachary, moviendo el puntero y pulsando el botón del ratón—. Ha sido perfecto. Voy a colgar esto ahora mismo y enviarle el link a Caitlyn.

—¿Tienes su dirección de correo?

—No, pero sé quién la tiene.

—Entonces ya os veré a los dos mañana después de clase.

Katz recorrió Church Street hacia el tren PATH envuelto en una nube de remordimientos post-entrevista que ya le era más que conocida. No le preocupaba haber sido ofensivo; ser ofensivo era lo suyo. Le preocupaba haber dado una imagen patética, haberse mostrado demasiado transparente, como un talento venido a menos cuyo único recurso era despellejar a los que eran mejores que él. Le desagradaba profundamente la persona que por desgracia era, como acababa de demostrar una vez más. Y ésta era, por supuesto, la definición más sencilla de la depresión que conocía: el profundo desagrado hacia uno mismo.

Ya de vuelta en Jersey City, pasó por el griego que le servía tres o cuatro cenas por semana, se marchó con una bolsa pesada y maloliente llena de pita y carnes de la peor calidad y subió la escalera a su apartamento, del que había estado ausente tanto tiempo en los últimos dos años y medio que parecía haberse vuelto contra él, no desear ya ser su casa. Todo esto lo habría cambiado un poco de coca —podría haberle devuelto al apartamento el barniz de cordialidad perdido—, pero sólo durante unas horas, o a lo sumo unos días, tras lo cual lo empeoraría todo aún más. La única habitación que aún le gustaba a medias era la cocina, cuya áspera iluminación fluorescente se ajustaba a su estado de ánimo. Se sentó a su antigua mesa de tablero esmaltado y, para evadirse del sabor de la cena, leyó a Thomas Bernhard, su nuevo escritor preferido.

A sus espaldas, en la encimera abarrotada de platos sucios, sonó el teléfono fijo. En el identificador de llamadas ponía WALTER BERGLUND.

—Walter, mi conciencia —se dijo Katz—. ¿Por qué me asaltas ahora?

A su pesar, sintió la tentación de descolgar, porque última mente se había dado cuenta de que echaba de menos a Walter, pero recordó, justo a tiempo, que fácilmente podría ser Patty llamándolo desde el teléfono de su casa. Por su experiencia con Molly Tremain, había aprendido que uno no debía intentar salvar a una mujer que se ahogaba a menos que estuviera dispuesto a ahogarse él mismo, y por tanto se había quedado en el muelle observando, inmóvil, mientras Patty agitaba los brazos y pedía socorro a gritos. Se sintiera como se sintiera Patty en esos momentos, él no tenía el menor interés en saberlo. La gran ventaja de alargar las giras de
Lago Sin Nombre
hasta la saciedad —hacia el final, era capaz de hilvanar largos pensamientos mientras tocaba, capaz de repasar las cuentas del grupo y contemplar la adquisición de nuevas drogas y experimentar remordimientos por su última entrevista sin perder el compás ni saltarse un verso— fue que así pudo despojar las letras de todo sentido, distanciar permanentemente sus canciones del estado de tristeza (por Molly, por Patty) en el que las había compuesto. Llegó al punto de creer que las giras habían consumido la propia tristeza. Pero no tenía la menor intención de descolgar el teléfono.

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