Libertad (28 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Muy bien, pues —dijo ella, ya sentada en el suelo con la cabeza contra el punto donde antes tenía el culo—. Pues ha sido interesante.

Richard se había puesto el pantalón y se paseaba de un lado a a otro sin finalidad alguna.

—Voy a pasar de todo y fumar dentro de tu casa si no te importa.

—Creo que, dadas las circunstancias, puede hacerse una excepción.

El día se había encapotado por completo, y una brisa fresca traspasaba las mosquiteras exteriores y la puerta mosquitera. El canto de los pájaros había cesado del todo, y el lago ofrecía un aspecto desolado: la naturaleza en espera de que pasara el frío.

—Por cierto, ¿para qué llevas bañador? —le preguntó Richard, mientras encendía el cigarrillo.

Patty se echó a reír.

—Había pensado en ir a darme un baño cuando te fueras.

—Hace un frío que pela.

—Bueno, no habría sido un baño muy largo, obviamente.

—Sólo un poco de mortificación para la carne.

—Exacto.

La brisa fresca y el humo del Camel de Richard se mezclaban como el júbilo y el remordimiento. Patty se rió otra vez pero en este otro juego buscó algo gracioso que decir.

—Puede que el ajedrez se te dé fatal —dijo—, pero en este otro juego desde luego llevas las de ganar.

—Calla, joder —la atajó Richard.

Patty no conseguía calibrar del todo su tono, pero, temiendo que fuese de cólera, hizo lo posible por dejar de reírse.

Richard se sentó en la mesita de centro y fumó con gran de terminación.

—No tenemos que hacer esto nunca más —dijo.

A ella se le escapó otra risita burlona; no pudo contenerse. —O quizá sólo un par de veces y luego ya nunca más.

—Ya, ¿y eso adonde nos lleva?

—Cabe la posibilidad de que así nos quitemos las ganas, y así se acabe todo.

—No es así como van estas cosas, según mi experiencia.

—Bueno, supongo que tendré que rendirme a tu experiencia, ¿no? Puesto que yo no la tengo.

—He aquí la alternativa —dijo Richard—: cortamos ya o dejas a Walter. Y como esto último no es aceptable, cortamos ya.

—O, tercera posibilidad, no cortamos y yo sencillamente no se lo cuento.

—Yo no quiero vivir así. ¿Y tú?

—Es cierto que dos de las tres personas a las que él más quiere en el mundo somos tú y yo.

—Y la tercera es Jessica.

—Es un consuelo saber que ella me odiaría durante el resto de mi vida y se pondría plenamente del lado de Walter —dijo Patty—. A él siempre le quedaría eso.

—Eso no es lo que él quiere, y no voy a hacérselo yo.

Patty volvió a reír al acordarse de Jessica, una joven muy buena, seria a más no poder y esforzadamente madura, cuya exasperación ante Patty y Joey —su madre irresponsable, su hermano sin escrúpulos— rara vez era tan extrema como para no resultar cómica. Patty apreciaba mucho a Jessica y ciertamente, siendo realistas, quedaría sumida en el mayor desconsuelo si su hija dejaba de tener una buena opinión de ella. Así y todo, no pudo por menos de ver con humor el oprobio de Jessica. Eso formaba parte de la relación entre ellas, y su hija estaba demasiado absorta en su propia seriedad para que algo así la preocupara.

—Oye —le dijo a Richard—, ¿crees que es posible que seas homosexual?

—¿Y me lo preguntas ahora?

—No lo sé. Es sólo que a veces los tíos que necesitan tirarse a un millón de mujeres intentan demostrar algo. Desmentir algo. Y a mí me da la impresión de que te importa más la felicidad de Walter que la mía.

—Una cosa puedes tener por segura: no siento el menor interés en besar a Walter.

—No, eso ya lo sé. Lo sé. Pero me refiero a otra cosa. Es decir, seguro que pronto te cansarías de mí. Me verías desnuda a los cuarenta y cinco años, y pensarías: Mmm, ¿aún deseo esto? —¡Creo que no! En tanto que, como no te apetece besar a Walter, nunca tienes por qué cansarte de él. Puedes mantener siempre una relación estrecha con él.

—Eso es D. H. Lawrence —señaló Richard con impaciencia.

—Otro autor que tengo que leer.

—O no.

Patty se frotó los ojos cansados y los labios raspados. Se sentía, en conjunto, muy satisfecha del giro que habían dado las cosas.

—Manejas muy bien las herramientas, francamente —dijo con otra risita burlona.

Richard empezó a pasearse de nuevo. —Procura hablar en serio, ¿vale? Haz un esfuerzo.

—Ahora mismo ésta es nuestra oportunidad, Richard. Yo sólo digo eso. Tenemos un par de días, y los aprovecharemos o no. En cualquier caso, pronto pasarán.

—He cometido un error —admitió él—. Debería haberlo pensado mejor. Tendría que haberme largado ayer por la mañana.

—Toda yo excepto una parte se habría alegrado si te hubieras ido. Aunque debo reconocer que esa parte es bastante importante.

—Me gusta verte. Me gusta estar contigo. Me hace feliz pensar que Walter está contigo: eres esa clase de persona. Pensé que no pasaría nada si me quedaba un par de días más. Pero ha sido un error.

—Bienvenido a Pattylandia. El Reino de los Errores.

—Ni se me pasó por la cabeza que te daría por el sonambulismo.

Ella se rió. —Esa sí que es buena, ¿no?

—Por Dios. No te pases, ¿eh? Acabaré enfadándome contigo.

—Ya, pero lo bueno es que eso ni siquiera importa. ¿Qué es lo peor que puede pasar ahora? Que te enfades conmigo y te vayas.

En ese momento él la miró y sonrió, y la sala se llenó (metafóricamente) de sol. Era, en opinión de Patty, un hombre muy bello.

—Sí me gustas —dijo él—. Me gustas mucho. Siempre me has gustado.

—Lo mismo digo.

—Quería que tuvieras una buena vida. ¿Lo entiendes? Te consideraba una persona verdaderamente digna de Walter.

—Y por eso te largaste aquella noche en Chicago y ya no volviste.

—No nos habría ido bien en Nueva York. La cosa habría acabado mal.

—Si tú lo dices.

—Sí lo digo.

Patty asintió.

—Así que realmente deseabas acostarte conmigo aquella noche.

—Sí. Mucho. Pero no sólo acostarme contigo. Hablar contigo. Escucharte. Esa era la diferencia.

—Bueno, bien está saberlo, supongo. Ahora puedo tachar esa preocupación de mi lista, veinte años después.

Richard encendió otro cigarrillo y se quedaron allí sentados durante un rato, separados por una alfombra oriental vieja y barata de Dorothy. Se oía el murmullo de los árboles, la voz de un otoño que nunca estaba lejos en el norte de Minnesota.

—Esto es potencialmente una situación, digamos, complicada, ¿no? —dijo Patty por fin.

—Ajá.

—Más complicada, quizá, de lo que yo imaginaba.

—Ajá.

—Posiblemente habría sido mejor que no me hubiera dado por el sonambulismo.

—Ajá.

Patty empezó a llorar por Walter. Habían pasado tan pocas noches separados a lo largo de los años que ella nunca había tenido ocasión de echarlo de menos y valorarlo tal como lo echaba de menos y lo valoraba en ese momento. Ese fue el principio de una atroz confusión en su corazón, una confusión que la autobiógrafa aún padece ahora. Ya entonces, allí, en el lago Sin Nombre, en la inmutable luz de aquel día nublado, veía el problema con toda claridad. Se había enamorado del único hombre en el mundo que se preocupaba tanto por Walter y tenía una actitud tan protectora hacia él como ella misma; cualquier otro tal vez habría intentado volverla contra él. Y peor aún era en cierto modo la responsabilidad que ella sentía para con Richard, consciente de que él no tenía a nadie como Walter en su vida, y de que su lealtad hacia éste era, según él mismo, una de las pocas cosas que, aparte de la música, lo salvaban como ser humano. Y todo esto lo había puesto en peligro ella, con su egoísmo, mientras dormía. Se había aprovechado de una persona que pasaba por un mal momento y era vulnerable, y aun así se esforzaba por mantener cierto orden moral en su vida. Por tanto, también lloraba por Richard, pero más aún por Walter, y por sí misma, una persona desafortunada que obraba mal.

—Es bueno llorar —dijo Richard—, aunque no puedo decir que yo lo haya intentado nunca.

—En cuanto empiezas, es como un pozo sin fondo —gimoteó Patty. De pronto, allí, en bañador, le entró frío y cierto malestar físico. Se acercó a Richard y, rodeándole con los brazos los hombros cálidos y anchos, se tendió con él en la alfombra oriental, y así pasó aquella larga tarde gris y luminosa.

Tres veces, en total. Una, dos, tres. Una dormida, una violentamente, y una más con la orquesta al completo. Tres: un número pequeño y patético. La autobiógrafa ha pasado buena parte de su mediana edad enumerándolas una y otra vez, pero nunca ascienden a más de tres.

Por lo demás, no hay gran cosa que contar, y la mayor parte de lo que queda es una suma de nuevos errores. El primero de ellos lo cometió de común acuerdo con Richard mientras yacían aún en la alfombra. Juntos decidieron —acordaron— que él debía marcharse. Lo decidieron deprisa, mientras estaban aún escocidos y exhaustos: él debía irse de inmediato, antes de que la cosa fuera a más, y después los dos dedicarían detenidas reflexiones a la situación y tomarían una decisión sensata, la cual, si el resultado era negativo, sería más dolorosa en caso de quedarse él más tiempo.

Una vez tomada esa decisión, Patty se incorporó y se sorprendió al ver que los árboles y la terraza estaban mojados. La llovizna era tan tenue que no la había oído sobre el tejado, tan delicada que no había goteado en los canalones. Se puso la camiseta roja deslucida de Richard y le preguntó si podía quedársela.

—¿Para qué quieres mi camiseta?

—Huele a ti.

—Eso en general no se considera una ventaja.

—Sólo quiero algo tuyo.

—De acuerdo. Esperemos que sea lo único.

—Tengo cuarenta y dos años —dijo ella—. Me costaría veinte mil dólares quedarme embarazada. No es que quiera quitarte la ilusión ni nada por el estilo.

—Estoy muy orgulloso de mi media de bateo: cero. Procura no estropearla, ¿vale?

—¿Y yo qué? ¿Debo preocuparme por la posibilidad de llevar alguna enfermedad a casa?

—Tomo todas las precauciones, si te refieres a eso. Normalmente soy cuidadoso hasta la paranoia.

—Seguro que eso se lo dices a todas.

Y así sucesivamente. Fue todo muy íntimo y natural, y en el desenfado del momento ella le dijo que ya no tenía excusa para negarse a cantarle una canción antes de irse. Él sacó el banjo de la funda y empezó a puntear mientras ella preparaba unos bocadillos y los envolvía con papel de aluminio.

—Tal vez deberías pasar aquí la noche y salir mañana temprano —sugirió Patty levantando la voz.

Él sonrió como si no considerara esa proposición digna de respuesta.

—Lo digo en serio —insistió ella—. Llueve y ya casi es de noche.

—Ni hablar —contestó él—. Lo siento. Nunca volveré a fiarme de ti. Vas a tener que convivir con eso.

—Ja, ja, ja. ¿Por qué no estás cantando? Quiero oír tu voz.

Por pura amabilidad, cantó
Shady Grove
. Con el paso de los años, contra todo pronóstico, había llegado a ser un vocalista de gran destreza y notable capacidad de matización, y tenía el pecho tan ancho que podía echar la casa abajo.

—Vale, ya entiendo lo que quieres decir —dijo ella cuando él acabó—. Esto no me está facilitando las cosas.

Pero en cuanto un músico entra en calor, no hay quien lo pare. Richard afinó la guitarra y cantó tres canciones country que más tarde
Walnut Surprise
grabó para el álbum
Lago Sin Nombre
. Algunas de las letras eran poco más que sílabas sin sentido, que desecharían y sustituirían por otras considerablemente mejores, pero Patty seguía tan afectada y emocionada por las canciones, de un estilo country que reconocía y apreciaba, que en medio de la tercera exclamó: —¡Para! ¡Vale! ¡Ya basta! ¡Para! ¡ Ya basta! ¡Vale! Pero él no paraba, y viéndolo así de abstraído en su música, se sintió tan sola y abandonada que se echó a llorar entrecortadamente y al final era tal su histeria que él no tuvo más remedio que dejar de cantar —¡aunque a todas luces cabreado por la interrupción!— e intentar, en vano, calmarla.

—Aquí tienes tus bocadillos —dijo Patty, lanzándoselos a los brazos—, y ahí está la puerta. Hemos dicho que te irías, y por tanto te vas. ¿Vale? Ya mismo. ¡Lo digo en serio! Ya mismo. Siento haberte pedido que cantaras... ¡Culpa mía otra vez!, pero intentemos aprender de nuestros errores, ¿vale?

Él respiró hondo y se irguió como si fuera a hacer una declaración, pero encorvó los hombros y dejó escapar la gran alocución de sus pulmones sin pronunciarla.

—Tienes razón —dijo, irritado—. Paso.

—Hemos tomado una buena decisión, ¿no te parece?

—Probablemente, sí,

—Pues vete.

Y se fue.

Y ella se convirtió en mejor lectora. Al principio en un escapismo desesperado, después en busca de ayuda. Para cuando Walter volvió de Saskatchewan, había liquidado el resto de
Guerra y paz
en tres días de lectura maratoniana. Natasha se había prometido con Andréi, pero luego fue corrompida por el malvado Anatole, y Andréi se marchó sumido en la desesperación, para acabar mortalmente herido en combate, sobreviviendo sólo el tiempo necesario para recibir los cuidados de Natasha y perdonarla, con lo cual el bueno de Pierre, un hombre excelente, que en su etapa de prisionero de guerra había madurado y reflexionado a fondo, dio un paso al frente para presentarse ante Natasha como premio de consolación; y a eso siguieron muchos bebés. Patty tuvo la sensación de haber vivido toda una vida comprimida en esos tres días, y cuando su propio Pierre regresó de tierras agrestes, con la piel muy quemada pese a untarse religiosamente capas y capas de crema solar con máximo factor de protección, estaba preparada para intentar amarlo de nuevo. Fue a recogerlo a Duluth y recibió el parte de sus días en compañía de millonarios amantes de la naturaleza, que por lo visto le habían abierto de par en par sus carteras.

—Es increíble —dijo Walter cuando llegaron a casa y vio la terraza casi acabada—. Se pasa aquí cuatro meses y no puede hacer las últimas ocho horas de trabajo.

—Me parece que estaba harto del bosque —comentó Patty—. Le dije que debía volverse a Nueva York. Ha compuesto aquí unas cuantas canciones magníficas. Estaba ya listo para irse.

Walter frunció el entrecejo.

—¿Te tocó sus canciones?

—Tres —contestó ella, dándose la vuelta.

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