Libertad (26 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—Me saca de quicio.

—Ya, porque es eficaz —dijo Walter.

—Sólo es eficaz porque yo no tengo la disciplina suficiente para hacerte pagar por ello.

—Tienes una manera de jugar muy entretenida. Nunca adivino qué vas a mover.

—Sí, y siempre pierdo.

Los días eran soleados y largos, las noches sorprendentemente frescas.

A Patty le encantaban los inicios del verano en el norte, la transportaban a sus primeros tiempos en Hibbing con Walter. El aire tonificante y la tierra húmeda, el olor de las coníferas, los albores de su vida. Sentía que nunca había sido tan joven como a los veintiún años. Fue como si su infancia en Westchester, aunque cronológicamente anterior, de algún modo hubiese tenido lugar en una etapa más tardía y decadente. Dentro de la casa flotaba un tenue y agradable olor a humedad que le recordaba a Dorothy. Fuera estaba el lago que Joey y Patty habían decidido llamar Sin Nombre, recién deshelado, oscurecido por la corteza de los árboles y la pinaza, reflejando las resplandecientes nubes del buen tiempo. En verano, los árboles caducifolios ocultaban la única otra casa de las inmediaciones, que utilizaba una familia, los Lundner, los fines de semana en agosto. Entre la casa de los Berglund y el lago había una loma cubierta de hierba con unos cuantos abedules ya maduros, y cuando el sol o la brisa ahuyentaban a los mosquitos, podía tumbarse en la hierba con un libro durante horas y sentirse totalmente apartada del mundo, salvo por algún esporádico avión en el cielo o algún coche aún más esporádico que circulaba por el camino sin asfaltar.

El día antes de marcharse Walter a Saskatchewan, Patty notó que empezaba a acelerársele el corazón. Era cosa exclusivamente de su corazón, eso de acelerarse. A la mañana siguiente, después de llevar a Walter al aeródromo de Grand Rapids y regresar a casa, se le aceleró de tal modo que se le resbaló un huevo de la mano y cayó al suelo mientras preparaba masa para tortitas. Apoyó las manos en la encimera y respiró hondo varias veces antes de arrodillarse para limpiarlo. De los acabados de la cocina se ocuparía Walter en fecha posterior, pero enlechar el suelo recién embaldosado debería contarse entre las aptitudes de Richard, y aún no se había puesto a ello. A cambio, como les había dicho, había aprendido por su cuenta a tocar el banjo.

Aunque el sol había salido hacía cuatro horas, era aún bastante temprano cuando él salió de su habitación con vaqueros y una camiseta que anunciaba su apoyo al subcomandante Marcos y la liberación de Chiapas.

—¿Unas tortitas de trigo sarraceno? —ofreció Patty animadamente.

—No estaría nada mal.

—Puedo freírte unos huevos, si lo prefieres.

—Nada me gusta más que una buena tortita.

—No me costaría nada preparar también un poco de beicon.

—Al beicon no diría que no.

—¡Perfecto! Marchando una de tortitas y beicon.

Si a Richard también se le aceleraba el corazón, no dio la menor señal. Allí de pie, Patty lo observó mientras liquidaba dos pilas de tortitas con el tenedor cogido civilizadamente, cosa que, como ella por casualidad sabía, le había enseñado a hacer Walter en su primer año de universidad.

—¿Qué planes tienes para hoy? preguntó él con un interés entre bajo y moderado.

—Caramba. No me lo había planteado. ¡Ninguno! Estoy de vacaciones. Creo que esta mañana no haré nada y luego te prepararé la comida.

Él asintió y comió, y ella se vio como una persona que se abstraía en fantasías esencialmente desconectadas de la realidad. Fue al cuarto de baño y se sentó en la tapa cerrada del inodoro, con el corazón acelerado, hasta que oyó a Richard salir y empezar a manipular tablones. Existe una tristeza peligrosa en los primeros sonidos del trabajo de una persona por la mañana; es como si la quietud experimentara dolor al verse interrumpida. El primer minuto de la jornada laboral recuerda todos los demás minutos de que se compone el día, y nunca es bueno pensar en los minutos, como unidades individuales. Sólo cuando otros minutos se han sumado al primer minuto desnudo y solitario el día pasa a estar más sólidamente integrado en su diurnidad. Patty, antes de salir del cuarto de baño, esperó a que eso sucediera.

Cogió
Guerra y paz y
se fue al montículo cubierto de hierba, con la vaga y antigua finalidad de impresionar a Richard con su cultura, pero estaba atascada en un pasaje militar y no paraba de leer la misma página una y otra vez. Un pájaro melodioso cuyo nombre Walter había intentado enseñarle hasta la desesperación, un zorzalito, o algo por el estilo, se acostumbró a su presencia e inició su canto en un árbol justo encima de ella. Sus trinos eran como una idea fija que no podía quitarse de su cabecita.

Se sentía así: como si una partida de combatientes de la resistencia, bien organizada e implacable, se hubiese reunido al amparo de la oscuridad de su mente, y por tanto era absolutamente vital impedir que el foco de su conciencia iluminara cualquier sitio cerca de ellos, ni siquiera por un segundo. Su amor por Walter y su lealtad hacia él, su deseo de ser buena persona, su comprensión de la eterna competencia entre Walter y Richard, su valoración sobria de la personalidad de Richard, y sencillamente la total mezquindad implícita en el hecho de acostarse con el mejor amigo del esposo de una: estas consideraciones superiores estaban listas para aniquilar a los combatientes de la resistencia. Y por eso debía mantener las fuerzas de la conciencia distraídas. Ni siquiera podía plantearse como iba vestida —tuvo que apartar al instante la idea de ponerse una prenda sin mangas especialmente favorecedora antes de llevarle a Richard el café y las galletas de media mañana, tuvo que descartar la idea en el acto—, porque el menor asomo de coqueteo normal y corriente atraería el haz del reflector, y el espectáculo que éste iluminaría sería demasiado repulsivo y vergonzoso y deplorable. Aun cuando a Richard no le causase repugnancia, se la causaría a ella. Y si él lo notaba y le llamaba la atención al respecto, tal como lo había hecho en cuanto a la bebida: desastre, humillación, lo peor.

Ahora bien, su pulso sabía —y se lo revelaba con su aceleración— que probablemente no surgiría otra ocasión como aquélla. No antes de que ella estuviese ya claramente cuesta abajo en el sentido físico. Su pulso registraba la conciencia encubierta y nítida de que al campamento de pesca de Saskatchewan sólo podía accederse mediante biplano, radio o teléfono por vía satélite, y que Walter no la llamaría en los siguientes cinco días a menos que hubiese una emergencia.

Dejó la comida de Richard en la mesa y se fue a la cercana aldea de Fen City. Vio lo fácil que era tener un accidente de tráfico, y se abstrajo tanto en imaginarse a sí misma muerta y a Walter llorando junto a su cuerpo mutilado y a Richard consolándolo heroicamente, que estuvo a punto de saltarse el único stop de Fen City; apenas oyó el chirrido de los frenos.

¡Todo estaba en su cabeza, todo estaba en su cabeza! Lo único que le daba esperanza era lo bien que ocultaba su agitación interior. Había estado un poco ensimismada y nerviosa los últimos cuatro días, pero se había comportado infinitamente mejor que en febrero. Si ella misma era capaz de mantener ocultas sus fuerzas oscuras, en buena lógica cabía pensar que quizá existían en Richard las correspondientes fuerzas oscuras que él conseguía ocultar igual de bien. Pero ése era ciertamente un mínimo atisbo de esperanza; era la manera de razonar de las personas dementes absortas en fantasías.

Se detuvo ante la exigua selección de cervezas nacionales de la cooperativa de Fen City, las Miller y las Coors y las Budweiser, e intentó tomar una decisión. Cogió un pack de seis en la mano como si pudiera juzgar por adelantado, a través del aluminio de las latas, cómo se sentiría si las bebiera. Richard le había dicho que debía aflojar un poco con la bebida; ebria, él la había encontrado desagradable. Volvió a dejar el pack en la estantería y se obligó a alejarse hacia zonas menos tentadoras de la tienda, pero resultaba difícil planear la cena con ganas de vomitar. Volvió a la estantería de las cervezas como un pájaro que repite su canto. Las diversas latas tenían distintas ornamentaciones, pero todas contenían la misma bebida barata y de baja graduación. Le pasó por la cabeza ir hasta Grand Rapids y comprar vino de verdad. Le pasó por la cabeza volver a la casa sin comprar nada de nada. Pero ¿en qué situación estaría entonces? La invadió una sensación de hastío mientras permanecía allí inmóvil, vacilante: una premonición de que ninguno de los posibles desenlaces inminentes le proporcionaría tanto alivio o satisfacción como para justificar aquella desdicha que le aceleraba el corazón. En otras palabras, vio qué implicaba haberse convertido en una persona profundamente infeliz. Así y todo, la autobiógrafa ahora envidia y compadece a esa Patty más joven que estaba allí en la cooperativa de Fen City y creía inocentemente haber tocado fondo: que, de una manera u otra, la crisis se resolvería en el transcurso de los siguientes cinco días.

Su parálisis había despertado el interés de la cajera, una adolescente regordeta. Patty le dirigió una sonrisa de loca y fue a por un pollo envuelto en plástico, cinco patatas feas y unos puerros humildes y mustios. Lo único peor que vivir sobria su angustia, decidió, sería estar ebria y seguir viviéndola.

—Voy a preparar un pollo al horno para los dos —le anunció a Richard al llegar a casa.

Motas de serrín se habían posado en su pelo y sus cejas y se habían adherido a su frente ancha y sudorosa.

—Muy amable por tu parte —dijo él.

—La terraza está quedando muy bien —comentó ella—. Es una mejora extraordinaria. ¿Cuánto tiempo crees que te llevará acabarla?

—Un par de días, quizá.

—Oye. Podemos terminarla Walter y yo si prefieres volver ya mismo a Nueva York. Sé que querías estar allí por estas fechas.

—Me gusta ver un trabajo acabado —dijo él—. No serán más que un par de días. A menos que quieras quedarte sola aquí.

—¿Que si yo quiero quedarme sola aquí?

—Bueno, lo digo por el ruido.

—Ah, no; me gustan los ruidos de las obras. Tienen algo de reconfortante.

—A menos que sean las de tus vecinos.

—Ya, pero eso es distinto: odio a esos vecinos. —Quizá deba ponerme ya a preparar el pollo.

Debió de delatar algo al decirlo, porque Richard la miró con presión un poco ceñuda.

—¿Algún problema?

—No no no —contestó ella—. Me encanta estar aquí. Me encanta. Este es mi sitio preferido en el mundo. No resuelve nada, no sé si me explico. Pero me encanta levantarme por la mañana. Me encanta el olor del aire.

—Quería decir si tienes algún problema con que yo esté aquí.

—Claro que no. Dios mío. No. Claro que no. ¡Nada más lejos! O sea, ya sabes lo mucho que te quiere Walter. Yo tengo la sensación de que somos amigos tuyos desde hace un montón de tiempo, pero en realidad apenas he hablado contigo. Ésta es una buena oportunidad. Pero desde luego no deberías sentirte obligado a quedarte si quieres volver a Nueva York. Estoy más que acostumbrada a estar aquí sola. No pasa nada.

Tuvo la impresión de que había tardado mucho en llegar al final de esta alocución. Siguió un breve silencio.

—Sólo intento captar lo que de verdad estás diciendo —explicó Richard—. Si de verdad quieres que me quede o no.

—¡Por Dios! —exclamó ella—. No paro de repetirlo, ¿no? ¿No acabo de decirlo?

Ella advirtió que a él se le agotaba la paciencia con ella, la paciencia con una mujer. Richard alzo la vista al cielo y cogió un tablón de cinco por diez.

—Voy a guardar las cosas y después me voy a nadar.

—El agua estará fría.

—Cada día un poco menos.

Cuando Patty volvió a entrar en la casa, sintió un aguijonazo de envidia al pensar que Walter podía decirle a Richard que lo quería, sin desear a cambio nada desestabilizador, nada peor que ser querido a su vez. ¡Qué fácil lo tenían los hombres! En comparación ella se sentía como una araña sedentaria y abotargada, tejiendo su tela año tras año, esperando. De pronto entendió cómo se sentían las chicas tiempo atrás, las chicas de la universidad molestas por el libre acceso de Walter a Richard e irritadas por su fastidiosa presencia. Vio a Walter, por un momento, como lo había visto Eliza.

Puede que tenga que hacerlo, puede que tenga que hacerlo, puede que tenga que hacerlo, se dijo mientras lavaba el pollo y se aseguraba a sí misma que no lo pensaba en serio. Oyó un chapuzón en el lago y vio a Richard nadar a la sombra de los árboles en dirección a las aguas aún doradas por la luz vespertina. Si de verdad odiaba el sol, tal como afirmaba en su antigua canción, el norte de Minnesota en junio era un sitio que debía de ponerlo a prueba. Los días se alargaban tanto que uno se sorprendía de que el sol no se quedase sin combustible al final de la jornada. Seguía ardiendo y ardiendo. Cedió a un impulso de llevarse la mano entre las piernas, para sondear las aguas, por sentir la impresión que le causaría, en lugar de ir a darse un baño ella misma. ¿Estoy viva? ¿Tengo un cuerpo?

Al cortar las patatas, los trozos formaban ángulos muy extraños. Parecían una especie de rompecabezas geométrico.

Richard, después de la ducha, entró en la cocina con una camiseta sin texto que décadas atrás debió de ser de un vivo color rojo. Tenía el pelo momentáneamente bajo control, de un negro brillante y juvenil.

—Este invierno has cambiado de look —le comentó a Patty.

—No.

—¿Cómo que no? Llevas un peinado distinto, y te queda muy bien.

—En realidad no es muy distinto. Sólo un poco distinto.

—Y... ¿es posible que hayas aumentado un poco de peso?

—No. Bueno, sí. Un poco.

—Te sienta bien. Se te ve más guapa cuando no estás tan flaca.

—¿Es una manera delicada de decir que he engordado?

Richard cerró los ojos e hizo una mueca como en un esfuerzo por no perder la paciencia. Cuando volvió a abrirlos, dijo: —¿A qué viene toda esta tontería?

—¿Eh?

—¿Quieres que me vaya? ¿Es eso? Con ese comportamiento tan raro y postizo tuyo, tengo la impresión de que no estás a gusto conmigo.

El pollo al horno olía como uno de los platos que ella solía comer. Se lavó y secó las manos, hurgó en el fondo de un armario inacabado y encontró una botella de jerez para cocinar cubierta de polvo de las obras. Llenó de jerez un vaso grande y se sentó a la mesa. —Vale, ¿quieres que te sea sincera? Tu presencia me pone un poco nerviosa.

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