Libertad (21 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—¿Entiendes que tengo un... un...? —Buscó la palabra—. Un problema. Con Richard. Tengo un problema.

—¿Qué problema?

—No me fío de él. Lo quiero, pero no me fío de él.

—Dios mío —dijo Patty—, te aseguro que puedes fiarte de él. Está claro que él también te aprecia. Tiene una actitud increíblemente protectora contigo.

—No siempre.

—Pues desde luego en mi presencia sí la ha tenido. ¿Eres consciente de lo mucho que te admira?

Walter fijó en ella una mirada colérica.

—Entonces, ¿por qué te fuiste con él? ¿Qué hacía él en Chicago contigo? ¿A qué coño vino eso? ¡No lo entiendo!

Al oírle decir «coño» y ver lo horrorizado que estaba por su propia ira, Patty se echó a llorar otra vez.

—Dios mío, por favor, Dios mío, por favor, Dios mío, por favor— dijo ella— Estoy aquí, ¿no? ¡Estoy aquí por ti! Y en Chicago no pasado nada. De verdad.

Ella lo estrechó, se apretó contra sus caderas. Pero en lugar de tocarle los pechos o de bajarle el vaquero, como sin duda habría hecho Richard, Walter se levantó y empezó a pasearse por la habitación 21.

—No sé si esto es lo correcto —dijo—. Porque, mira, no soy tonto. Tengo ojos y oídos, no soy tonto. La verdad es que ahora no sé qué hacer.

Fue un alivio oír que no era tonto por lo que a Richard se refería; pero ella tuvo la sensación de que se le habían agotado los recursos para disipar sus dudas. Sencillamente se quedó allí, tendida en la cama, escuchando la lluvia contra el tejado, consciente de que podría haber evitado toda aquella escena si no se hubiese subido al coche con Richard; consciente de que merecía un castigo. Y sin embargo era difícil no imaginar otras posibilidades mejores en el desarrollo de los acontecimientos. Aquél fue un anticipo de las escenas nocturnas de años posteriores: la hermosa ira de Walter malgastándose mientras ella lloraba y él la castigaba y le pedía perdón por castigarla, diciendo que los dos estaban agotados y era muy tarde, y en efecto lo era: tan tarde que era temprano.

—Voy a darme un baño —dijo Patty por fin.

Él estaba sentado en la otra cama, con la cara entre las manos.

—Lo siento. Te aseguro que esto no tiene nada que ver contigo.

—Oye, ¿sabes qué te digo? Ésta no es una de mis frases favoritas, de las que me gusta oír una y otra vez.

—Lo siento. Lo creas o no, lo digo como algo positivo.

—Y en estos momentos «lo siento» tampoco ocupa un lugar muy alto en mi lista.

Sin apartarse las manos de la cara, Walter le preguntó si necesitaba ayuda con el baño.

—Ya me las arreglo sola —respondió ella, aunque era todo un número bañarse manteniendo fuera del agua la rodilla vendada e inmovilizada por la abrazadera. Cuando al cabo de media hora salió del cuarto de baño con su pijama, daba la impresión de que Walter no había movido un solo músculo. Se plantó frente a él, contemplando sus rizos claros y sus hombros estrechos.—Oye, Walter —dijo—. Puedo marcharme mañana por la mañana si quieres. Pero ahora necesito dormir un poco. Tú también deberías acostarte.

Él asintió.

—Lamento haberme ido a Chicago con Richard. La idea fue mía, no suya. Debes echarme la culpa a mí, no a él. Pero ahora mismo... haces que me sienta como una piltrafa.

Él asintió y se puso en pie.

—¿Un beso de buenas noches? —preguntó ella.

Walter se lo dio, y fue mejor que discutir, tanto mejor que enseguida estaban bajo las mantas y apagaban la lámpara. La luz del día se filtraba en torno a las cortinas: allí en el norte en mayo amanecía pronto.

—En realidad no sé nada de sexo —admitió Walter.

—Ah, bueno —dijo ella—, no es muy complicado.

Y así empezaron los años más felices de sus vidas. Para Walter, especialmente, fueron tiempos vertiginosos. Tomó posesión de la chica que deseaba, la chica que podía haberse ido con Richard pero lo había elegido a él, y de pronto, tres días después, en el hospital luterano, la lucha de toda una vida contra su padre concluyó con la muerte de éste. (Un padre no puede estar más derrotado que cuando está muerto.) Esa mañana Patty estaba en el hospital con Walter y Dorothy, y las lágrimas de ambos la conmovieron tanto que ella también lloró un poco, y tuvo la sensación, mientras regresaban en coche al motel en un silencio casi absoluto, de que ya estaba prácticamente casada.

Después de que Dorothy entrara a descansar un rato, Patty vio a Walter hacer una cosa extraña. Echó una carrera de punta a punta del aparcamiento, brincando mientras corría, apoyándose sobre los dedos de los pies, y al llegar al extremo, dio la vuelta y siguió corriendo. Era una mañana despejada y espléndida, con una brisa fuerte y continua del norte, y en la orilla del arroyo los pinos susurraban, literalmente. Al final de una de sus carreras, Walter saltó varias veces, dio la espalda a Patty y echó a correr por la carretera estatal 73; llegó a la curva, se perdió de vista y no volvió a aparecer hasta pasada una hora.

La tarde siguiente, en la habitación 21, a plena luz del día, con las ventanas abiertas y las deslucidas cortinas hinchadas por el viento, rieron y lloraron y follaron con una alegría cuya seriedad e inocencia causa no pocos estragos en el ánimo de la autobiógrafa al acordarse, y lloraron un poco más y follaron un poco más y se quedaron tendidos el uno al lado del otro con los cuerpos sudorosos y los corazones rebosantes y escucharon los susurros de los pinos. Patty tenía la sensación de haber tomado una potente droga cuyo efecto no disminuía, o de haber entrado en un sueño increíblemente vívido del que no despertaba, sólo que era plenamente consciente, segundo a segundo, de que eso que le sucedía no era una droga ni un sueño, sino sencillamente la vida, una vida sólo con presente y sin pasado, un amor distinto de cualquier amor que hubiese imaginado. ¡Y todo gracias a la habitación 21! ¿Cómo no podría haber imaginado la habitación 21? Era una habitación tan encantadoramente limpia y anticuada, y Walter era una persona tan encantadoramente limpia y anticuada... Ella tenía veintiún años y podía sentir su condición de veintiunañera en el viento joven, limpio y fuerte que soplaba desde Canadá. Su breve experiencia de la eternidad.

Más de cuatrocientas personas asistieron al entierro del padre de Walter. En nombre de Gene, sin haberlo conocido siquiera, Patty se enorgulleció de la gran afluencia de gente. (Si uno quiere un gran funeral, morir a una edad no muy avanzada ayuda.) Gene había sido un hombre hospitalario a quien le gustaba pescar y cazar y estar con sus amigos, en su mayoría veteranos de guerra, y que había tenido la desgracia de ser alcohólico y poco cultivado y estar casado con una persona que depositó sus esperanzas y sus sueños y lo mejor de su amor en su hijo mediano, no en él. Walter nunca le perdonaría a Gene haber obligado a Dorothy a matarse a trabajar en el motel, pero sinceramente, en opinión de la autobiógrafa, si bien Dorothy era un encanto de persona, desde luego era también la típica mártir. La recepción después del funeral, en una sala parroquial luterana, fue para Patty un curso intensivo de inmersión total en la amplia familia de Walter: un festival de roscones y la determinación de ver el lado bueno de las cosas. Estaban presentes los cinco hermanos vivos de Dorothy, como también el hermano mayor de Walter, recién salido de la cárcel, con su mujer (la primera), de una belleza barriobajera, y sus dos hijos, y también el taciturno hermano menor con su uniforme militar de gala. El único ausente digno de mención era, en realidad, Richard.

Walter le había telefoneado para darle la noticia, claro, aunque incluso eso había sido complicado, ya que significaba localizar a Herrera, el escurridizo bajista de Richard, en Minneapolis. Richard acababa de llegar a Hoboken, Nueva Jersey. Después de darle el pésame a Walter por teléfono, dijo que estaba con las finanzas a cero y lamentaba no poder ir al funeral. Walter le aseguró que daba igual, y luego tardó años en perdonarle que no hubiera hecho el esfuerzo, cosa que no era del todo justa, dado que Walter por entonces, para sus adentros, ya estaba enfadado con Richard y ni siquiera quería verlo en el funeral.

Pero Patty se cuidó muy mucho de señalárselo.

Cuando viajaron a Nueva York, un año después, ella le propuso que quedara con Richard y pasara una tarde con él, pero Walter le explicó que había telefoneado a Richard dos veces en los últimos meses mientras que Richard no lo había llamado nunca por iniciativa propia.

Patty dijo: «Pero es tu mejor amigo», y Walter dijo: «No, tú eres mi mejor amiga», y Patty dijo: «Bueno, pues él es tu mejor amigo hombre, y deberías quedar con él.» Pero Walter insistió en que siempre había sido así —que siempre se había sentido más como el perseguidor que como el perseguido; que existía entre ellos una propensión a llevar esas situaciones al límite, a entablar una competencia por no ser el primero en pestañear y mostrar necesidad—, y él ya estaba hasta la coronilla. Dijo que no era la primera vez que Richard desaparecía así.

Si aún quería ser amigo suyo, dijo Walter, quizá, para variar, podía tomarse la molestia de ser él quien llamara. Si bien Patty sospechaba que Richard estaba avergonzado por el episodio de Chicago y procuraba no entrometerse en la dicha doméstica de Walter, y por tanto le correspondía a éste convencerlo de que su presencia seguía siendo bien recibida, una vez se cuidó muy mucho de presionarlo.

En tanto que Eliza había imaginado un rollo homosexual entre Walter y Richard, la autobiógrafa ahora ve un asunto fraternal. Una vez superada la edad en que Walter recibía puñetazos en la cabeza de su hermano mayor, sentado encima de él, y él daba puñetazos a su hermano menor, sentado encima de él, desapareció toda competencia satisfactoria en su propia familia.

Había necesitado otro hermano a quien amar y odiar y con quien competir. Y la pregunta que siempre atormentó a Walter, tal como lo ve la autobiógrafa, fue si Richard era el hermano menor o el mayor, el jodido o el héroe, el amigo querido y maltratado por la vida o el rival peligroso.

Como en el caso de Patty, Walter sostenía que lo suyo con Richard había sido amor a primera vista. Sucedió la primera noche que pasó en Macalester, cuando su padre lo dejó allí y volvió a toda prisa a Hibbing, donde el Canadian Club lo reclamaba desde el salón-bar del motel. Walter le había enviado a Richard una amable carta en verano, a una dirección facilitada por la oficina de alojamiento de la universidad, pero Richard no había contestado. En una de las camas de la habitación de la residencia había una funda de guitarra, una caja de cartón y un petate. Walter no vio al dueño de ese mínimo equipaje hasta después de la cena, en una reunión en el salón de la planta. Fue un momento que después le describió a Patty varias veces: de pie en un rincón, separado de los demás, había un chico del que no podía apartar la vista, muy alto, con acné, pelo afro y una camiseta de Iggy Pop, una persona que no se parecía en nada a los otros estudiantes de primero y no reía, ni siquiera sonreía educadamente, ante la charla orientativa salpicada de chistes que les daba el representante estudiantil de la residencia. Walter, por su parte, sentía gran compasión por la gente que pretendía ser graciosa, y se reía a carcajadas para recompensarla por su esfuerzo, y sin embargo supo al instante que deseaba ser amigo de aquella persona alta sin sonrisa. Albergó la esperanza de que fuera su compañero de habitación, y lo era.

Asombrosamente, a Richard le cayó bien. Todo empezó por la azarosa circunstancia de que Walter fuese del pueblo donde se crió Bob Dylan. Ya en la habitación, después de la reunión Richard lo acribilló a preguntas sobre Hibbing: qué ambiente había, y si Walter había conocido a algún Zimmerman. Walter le explicó que el motel estaba en las afueras, a varios kilómetros del pueblo, pero el motel en sí impresionó a Richard, igual que el hecho de que Walter fuese un estudiante becado con un padre alcohólico. Richard le explicó que no había contestado su carta porque su propio padre había muerto de cáncer de pulmón hacía cinco semanas. Dijo que como Bob Dylan era un gilipollas, la clase de gilipollas de una hermosa pureza que hacía que un joven músico deseara ser también un gilipollas, siempre había imaginado que Hibbing era un sitio lleno de gilipollas. El imberbe Walter, sentado en aquella habitación de la residencia, escuchando atentamente a su nuevo compañero de habitación y tratando por todos los medios de impresionarlo, era la viva refutación de esa teoría.

Ya esa primera noche Richard hizo comentarios sobre las chicas que Walter nunca olvidó. Dijo que no lo había impresionado favorablemente el alto porcentaje de tías obesas de Macalester. Dijo que se había pasado la tarde paseando por las calles de los alrededores, para descubrir por dónde rondaban las tías autóctonas. Dijo que lo había sorprendido cuánta gente le había sonreído y saludado. Incluso le habían sonreído y saludado las tías guapas. ¿También pasaba eso en Hibbing? Dijo que en el funeral de su padre había conocido a una prima que estaba muy buena y que por desgracia sólo tenía trece años, y ahora le enviaba cartas sobre sus aventuras con la masturbación. Si bien Walter nunca necesitó que nadie lo obligara a comportarse solícitamente con las mujeres, la autobiógrafa no puede por menos de pensar en la especialización polarizada de los logros que acompaña la rivalidad entre hermanos, y preguntarse si la obsesión de Richard con ligar no fue quizá un incentivo más para que Walter no compitiese en ese terreno en particular.

Un dato importante: Richard no tenía trato con su madre. Ella ni siquiera asistió al funeral del padre de Richard. Según la versión del propio Richard tal como se la contó a Patty (mucho más tarde), la madre era una persona inestable que acabó siendo una fanática religiosa, pero no antes de convertir en un infierno la vida del hombre que la había dejado embarazada a los diecinueve años. El padre de Richard era por entonces saxofonista, un bohemio del Greenwich Village. La madre era una chica blanca, alta y rebelde, de buena familia protestante y poco autocontrol. Después de cuatro escandalosos años de bebida e infidelidad en serie, le endosó al señor Katz la tarea de criar a su hijo (primero en el Village, después en Yonkers) mientras ella se marchaba a California y encontraba a Jesucristo y traía al mundo a otros cuatro niños. El señor Katz abandonó la música pero no, lamentablemente, la bebida. Acabó trabajando en correos y no volvió a casarse, y podemos afirmar sin temor a equivocarnos que sus varias jóvenes novias, en los años anteriores a que la bebida acabara con él, no sirvieron para proporcionar la presencia maternal estabilizadora que Richard necesitaba. Una de ellas les desvalijó el apartamento antes de desaparecer; otra liberó a Richard de su virginidad mientras le hacía de canguro. Poco después de este episodio, el señor Katz mandó a Richard a pasar un verano con su madre y sus hermanastros, pero Richard no aguantó ni una semana con ellos. El primer día de su estancia en California, la familia entera se reunió en torno a él y enlazó las manos para dar gracias al Señor porque había llegado sano y salvo, y por lo visto de ahí en adelante los desvaríos fueron en aumento.

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