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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Libertad (19 page)

Cuando volvió sobre sus pasos, el sol era una esfera naranja al final de las calles en dirección este-oeste. Su intención, como ahora se permitió reconocer, había sido ausentarse el tiempo necesario para que Richard se preocupase por ella, y en eso parecía haber fracasado por completo. En el apartamento no había nadie.

Las paredes de su habitación estaban casi terminadas, el suelo bien barrido, la cama perfectamente hecha para ella con sábanas y almohadas de verdad. Sobre la colcha india vio una nota de Richard, en letras mayúsculas microscópicas, en la que le daba la dirección de un local e indicaciones para llegar allí en metro. Concluía así: UNA ADVERTENCIA: HE TENIDO QUE LLEVARME CONMIGO A NUESTROS ANFITRIONES.

Antes de decidir si saldría, Patty se acostó para echar una cabezada y se despertó muchas horas después, desorientada, al oír llegar a los amigos de Herrera. Entró cojeando en la habitación principal y allí se enteró, por mediación del más desagradable de ellos, el de los calzoncillos de la noche anterior, de que Richard se había largado con otra gente y les había pedido que le dijeran que no lo esperara levantada: llegaría con tiempo de sobra para llevarla a Nueva York.

—¿Qué hora es? —preguntó Patty.

—Alrededor de la una.

—¿De la madrugada?

El amigo de Herrera le lanzó una mirada maliciosa.

—No; hay un eclipse total de sol.

—¿Y dónde está Richard?

—Se ha ido con un par de chicas que ha conocido. No ha dicho adonde.

Como ya se ha señalado, a Patty se le daba mal calcular distancias en los viajes por carretera. Si quería llegar a Westchester a tiempo para ir con su familia al Mohonk Mountain House, Richard y ella habrían tenido que salir de Chicago a las cinco de la mañana. Durmió hasta mucho después de esa hora y al despertar el día estaba gris y tormentoso: una ciudad distinta, un clima distinto. Richard seguía sin aparecer. Comió dónuts pasados y leyó unas cuantas páginas de Hemingway hasta que dieron las once. Entonces, incluso ella se dio cuenta de que la cosa no cuadraba.

Hizo de tripas corazón y telefoneó a sus padres a cobro revertido.

—¡Chicago! —exclamó Joyce—. Esto es increíble. ¿Estás cerca de un aeropuerto? ¿Puedes coger un avión? Pensábamos que a estas horas ya estarías aquí. Papá quiere salir temprano, pensando en el tráfico de fin de semana.

—La he pifiado —dijo Patty—. Lo siento mucho.

—Bueno, ¿puedes llegar mañana por la mañana? La gran cena no es hasta mañana por la noche.

—Lo intentaré por todos los medios —aseguró.

Su madre llevaba ya tres años en la Asamblea Legislativa del estado.

Si no hubiese pasado a enumerar a todos los parientes y amigos de la familia que coincidirían en el Mohonk para ese importante homenaje a un matrimonio, y la extraordinaria emoción con que los tres hermanos de Patty esperaban ese fin de semana, y lo muy honrada que ella (Joyce) se sentía por la efusión de sentimientos que le llegaba de, literalmente, las cuatro puntas del país, es posible que Patty hubiese hecho lo que hiciera falta para llegar al Mohonk. Así las cosas, sin embargo, se adueñó de ella una extraña paz y certidumbre mientras escuchaba a su madre. Había empezado a lloviznar sobre Chicago; el viento que agitaba las cortinas de lona arrastró al interior los agradables olores del hormigón saciado y el lago Michigan. Con una ausencia de resentimiento desconocida para ella, con una nueva mirada fría, Patty miró en su propio interior y vio que no haría ningún daño a nadie, y ni siquiera nadie se sentiría muy dolido, si ella sencillamente se saltaba las bodas de plata. Casi todo el trabajo estaba ya hecho. Vio que era casi libre, y dar el último paso le produjo una sensación horrible, pero no horrible en el mal sentido, si es que eso tiene alguna lógica.

Estaba sentada junto a la ventana, oliendo la lluvia y observando cómo el viento hacía cimbrear los hierbajos y los arbustos en la azotea de una fábrica abandonada hacía mucho tiempo, cuando Richard llamó por teléfono.

—Lo siento —se disculpó—. Estaré ahí dentro de una hora.

—No hace falta que corras —dijo ella—. Ya es demasiado tarde.

—Pero tu fiesta es mañana por la noche.

—No, Richard, eso era la cena. En principio tenía que estar allí hoy. Hoy a las cinco.

—Mierda. ¿Lo dices en serio?

—¿De verdad no te acordabas?

—En estos momentos tengo la cabeza un poco confusa. Ando un poco escaso de sueño.

—Vale, bien, da igual. No hay ninguna prisa. Creo que ahora me voy a casa. Y a casa se fue. Empujó la maleta escaleras abajo y la siguió con sus muletas, paró un taxi ilegal en Halstead Street y cogió un autobús de la Greyhound con destino a Minneapolis y otro a Hibbing, donde Gene Berglund agonizaba en un hospital luterano. La temperatura era de unos cinco grados y llovía a cántaros en las calles del centro de Hibbing, vacías a esas horas de la madrugada. Walter tenía las mejillas más sonrojadas que nunca. Frente a la estación de autobuses, en el cacharro de su padre, que consumía litros y litros y apestaba a tabaco, Patty le echó los brazos al cuello y se aventuró a ver cómo besaba, y descubrió complacida que lo hacía muy bien.

[*]
Patty no vio una foto de Gaddafi hasta unos años después de la universidad, y ni siquiera entonces, pese a chocarle de inmediato su parecido con Richard Katz, dio mayor importancia al hecho de que, a su juicio, Libia tuviera el jefe de Estado más guapo del mundo

Capítulo 3:
El libre mercado promueve la competencia

En caso que, con respecto a los padres de Patty, se haya filtrado en estas páginas un tono de queja o incluso una clara culpabilización, la autobiógrafa admite en este punto su profundo agradecimiento a Joyce y Ray al menos por una cosa, a saber, no haberla animado nunca a ser Creativa en las Artes, como hicieron con sus hermanas. La desatención de ambos para con Patty, pese a lo mucho que la hirió cuando era más joven, ahora parece cada vez más benigna cuando piensa en sus hermanas, que ya son cuarentonas y viven solas en Nueva York, demasiado excéntricas y creyéndose demasiado estupendas para mantener una relación a largo plazo, y aceptando aún la ayuda paterna mientras se afanan por alcanzar un éxito artístico que estaban convencidas de que sería su destino natural. Al final resultó que era mejor ser considerada tonta e insulsa que brillante y extraordinaria. Así, el hecho de que Patty sea incluso algo Creativa pasa a ser una grata sorpresa en lugar de un motivo de vergüenza el no serlo más.

Una de las cosas buenas del joven Walter era lo mucho que deseaba ver ganar a Patty. Mientras que Eliza, en otro tiempo, apenas conseguía expresar insatisfactorias pizcas de partidismo a su favor, Walter le administraba auténticas recargas de hostilidad hacia cualquiera (sus padres, sus hermanos) que la hiciera sentir mal. Y como era tan intelectualmente honrado en otros ámbitos de la vida, poseía una excelente credibilidad cuando criticaba a la familia de ella y secundaba las cuestionables campañas de Patty cuando entraba en liza con ellos. Puede que él no fuese exactamente lo que buscaba en un hombre, pero era insuperable a la hora de proporcionar la furibunda adoración que, por entonces, ella necesitaba incluso más que el amor romántico.

Ahora es fácil ver que a Patty le habría convenido dedicar unos años a desarrollar una carrera y una identidad posdeportiva más sólida, adquirir cierta experiencia con otra clase de hombres y, en términos generales, mayor madurez antes de embarcarse en la tarea de ser madre. Pero, si bien estaba acabada como jugadora universitaria, aún tenía un cronómetro de veinticuatro segundos en la cabeza, vivía aún esclavizada por la chicharra, necesitaba ganar más que nunca. Y la manera de hacerlo —su lanzamiento perfecto para derrotar a sus hermanas y su madre— era casarse con el hombre más agradable de Minnesota, vivir en una casa mayor y mejor y más interesante que la de cualquier otro miembro de su familia, parir niños, y hacer todo lo que no había hecho Joyce como madre. Y Walter, pese a ser un feminista declarado y un miembro estudiantil de Crecimiento Demográfico Cero que renovaba anualmente su afiliación, acogió sin reservas el programa doméstico entero de Patty, porque en realidad ella sí era exactamente lo que él buscaba en una mujer.

Se casaron tres semanas después de que Patty se licenciase, casi un año después de que cogiera el autobús a Hibbing. En la madre de Walter, Dorothy, recayó la misión de fruncir el cejo y expresar su preocupación, tan delicada y vacilante como siempre y, sin embargo, francamente obstinada, por el empeño de Patty de casarse en el juzgado del condado de Hennepin en lugar de celebrar una boda como era debido en casa de sus padres en Westchester. ¿No sería mejor incluir a los Emerson?, se preguntaba Dorothy delicadamente.

Entendía que Patty no estuviera muy unida a su familia, pero, aun así, ¿no pensaba que tal vez más adelante lamentaría haberlos excluido de una ocasión tan memorable? Patty intentó transmitirle la imagen de cómo sería una boda en Westchester: unos doscientos amigos íntimos de Joyce y Ray y los más conspicuos contribuyentes a las costosas campañas de Joyce; la presión ejercida por Joyce sobre Patty para que eligiera a su hermana mediana como dama de honor y permitiera que su otra hermana ejecutase un número de danza durante la ceremonia; el consumo desenfrenado de champán que llevaría a Ray a dejar caer algún chiste sobre lesbianas para que lo oyeran las amigas baloncestistas de Patty. A Dorothy se le humedecieron un poco los ojos, tal vez por compasión hacia Patty o tal vez por pena ante su frialdad y aspereza respecto a su familia. ¿No sería posible, perseveró con discreción, insistir en una pequeña ceremonia íntima en la que todo fuera exactamente como Patty quería? Una de las razones de Patty, no la menor, para eludir esa clase de boda era el hecho de que Richard tendría que haber sido el padrino de Walter. Aquí su razonamiento en parte era obvio y en parte tenía que ver con su temor a lo que sucedería si Richard llegaba a conocer a su hermana mediana. (La autobiógrafa se armará por fin de valor y dará el nombre de esa hermana: Abigail.) Ya bastante malo era que Richard hubiese pasado por manos de Eliza; verlo liarse con Abigail, aunque fuera sólo por una noche, habría sido el colmo para Patty. Eso, ni que decir tiene, no se lo mencionó a Dorothy. Se limitó a explicarle que no era mujer de ceremonias.

A modo de concesión, sí llevó a Walter a conocer a su familia, en primavera, antes de casarse. Para la autobiógrafa es doloroso admitir que le dio un poco de vergüenza que su familia lo viera y, más aún, que acaso eso fuera otra de las razones por las que no deseaba una boda. Lo quería (y lo quiere, lo quiere de verdad) por unas cualidades que para ella tenían pleno sentido en su mundo privado de dos personas, pero que no eran necesariamente visibles para la clase de ojo crítico que sin duda sus hermanas, en particular Abigail, posarían en él. La risita nerviosa de Walter, su propensión al rubor, la circunstancia misma de que fuese tan buena persona: dichos atributos le eran entrañables en el contexto más amplio del hombre en sí. Motivo de orgullo, incluso. Pero la parte malvada de ella, que siempre parecía aflorar con contundencia al verse expuesta a su familia, no podía evitar lamentar que él no midiera un metro noventa y fuese muy guay.

Joyce y Ray, justo es reconocerlo, y quizá por el alivio oculto que experimentaron al descubrir que Patty era heterosexual (oculto porque Joyce, por su parte, estaba preparada para brindar una vigorosa acogida a la diferencia), exhibieron su mejor comportamiento. Al enterarse de que Walter nunca había estado en Nueva York, se convirtieron en gentiles embajadores de la ciudad, instando a Patty a llevarlo a exposiciones que la propia Joyce, ocupada como estaba en Albany, no había visto, y reuniéndose luego con ellos para cenar en restaurantes aprobados por el
Times
, incluido uno en el SoHo, que por entonces aún era un barrio oscuro y emocionante. La preocupación de Patty ante la posibilidad de que sus padres se burlaran de Walter dio paso a la preocupación de que éste se pusiera del lado de ellos y no viese por qué a ella le resultaban insoportables: de que empezara a sospechar que el verdadero problema era Patty, y de que perdiese aquella fe ciega en su bondad, una fe de la que ella, en menos de un año de relación, ya dependía desesperadamente.

Por suerte, Abigail, que era una entusiasta buscadora de restaurantes de alto nivel e insistió en convertir varias de las salidas nocturnas en incómodas cenas de cinco comensales, estaba en plena fase de antipatía. Incapaz de concebir que la gente se reuniese para algo que no fuera escucharla a ella, parloteaba sobre el mundo del teatro neoyorquino (por definición un mundo injusto, visto que ella no había progresado en él desde su irrupción como actriz suplente); sobre el «repugnante canalla» profesor de Yale, con el que había tenido insuperables diferencias Creativas; sobre una amiga suya llamada Tammy que había autofinanciado una producción de
Hedda Gabler
en la que ella (Tammy) había interpretado brillantemente el papel principal; sobre las resacas y la regulación de los alquileres y perturbadores incidentes sexuales de terceros sobre los que Ray, mientras se llenaba una y otra vez la copa de vino, exigía los detalles más escabrosos. A mediados de la última cena, en el SoHo, Patty estaba tan harta de que Abigail acaparara la atención que debería habérsele prodigado a Walter (quien cortésmente había escuchado hasta la última palabra de ésta) que le dijo a las claras a su hermana que se callara y dejara hablar a los demás. A esto siguió un molesto intervalo de silenciosa manipulación de cubiertos. Hasta que Patty, imitando cómicamente el movimiento de sacar agua de un pozo, indujo a Walter a hablar de sí mismo. Lo que, en retrospectiva, fue un error, porque Walter era un apasionado de las políticas públicas y, en su desconocimiento de cómo eran los verdaderos políticos, creyó que a una representante de la Asamblea Legislativa le interesaría oír sus ideas.

Le preguntó a Joyce si conocía el Club de Roma. Joyce admitió que no. Él le explicó que el Club de Roma (a uno de cuyos miembros había invitado a Macalester para dar una charla hacía dos años), se dedicaba a explorar los límites del crecimiento. La teoría económica dominante, tanto la marxista como la del libre mercado, dijo Walter, daba por supuesto que el crecimiento económico era siempre algo positivo. Un índice de crecimiento del PIB de uno o dos por ciento se consideraba moderado, y un crecimiento demográfico del uno por ciento se consideraba deseable, y sin embargo, si se combinaban estos índices a lo largo de un período de cien años, las cifras resultantes eran calamitosas: una población mundial de dieciocho mil millones y un consumo energético mundial diez veces superior al de hoy en día. Y pasados otros cien años con un crecimiento sostenido... en fin, las cifras eran sencillamente inconcebibles. Así que el Club de Roma buscaba formas más racionales y humanas de frenar el crecimiento en lugar de destruir el planeta sin más y propiciar que todo el mundo muriera de hambre o se matara entre sí.

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