Libertad (20 page)

Read Libertad Online

Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—El Club de Roma —dijo Abigail—. ¿Eso es como un Club Playboy italiano?

—No —respondió Walter con toda tranquilidad—. Es un grupo de personas que ponen en tela de juicio nuestro interés por el crecimiento. Es decir, todo el mundo está obsesionado con el crecimiento, pero bien mirado, en un organismo maduro todo crecimiento se corresponde en esencia con un tumor, ¿no? Si crece algo en la boca, o crece en el colon, mal asunto, ¿no? Así que existe este pequeño grupo de intelectuales y filántropos que intentan apartarse de nuestra visión limitada e influir en la política gubernamental al más alto nivel, tanto en Europa como en el hemisferio occidental.

—Las conejitas de Roma —dijo Abigail.


¡Sfogliatella!
—dijo Ray con un grotesco acento italiano.

Joyce se aclaró la garganta sonoramente. En familia, cuando su marido decía tonterías y obscenidades por efecto del vino, ella sencillamente se refugiaba en sus ensoñaciones joyceanas privadas, pero en presencia de su futuro yerno no le quedo más remedio que avergonzarse.

—Walter habla de una idea interesante —dijo—. Yo no conozco esa idea en concreto, ni ese... club. Pero sin duda es una perspectiva nueva sobre nuestra situación mundial que da que pensar.

Walter, que no vio el pequeño gesto de degüello de Patty, siguió con lo suyo:—La principal razón por la que necesitamos algo como el Club de Roma —afirmó— es que tendrá que entablarse un diálogo sobre el crecimiento fuera de los canales políticos corrientes. Obviamente, tú eso ya lo sabes, Joyce. Si quieres ganar unas elecciones, ni siquiera puedes hablar de ralentizar el índice de crecimiento, y menos aún de invertirlo. Eso es puro veneno político.

—Ya lo creo —convino Joyce, y soltó una risita irónica.

—Pero alguien tiene que hablar de eso e intentar influir en la política, porque de lo contrario vamos a matar el planeta. Nos vamos a ahogar en nuestra propia multiplicación.

—Hablando de ahogarse, papá —intervino Abigail—, ¿ésa es tu botella particular o nosotros también podemos tomar un poco?

—Pediremos otra —respondió Ray.

—No creo que necesitemos otra —dijo Joyce.

Ray levantó la mano que solía usar para apaciguar a Joyce.

—A ver, Joyce, calma, calma. Que estamos muy bien.

Patty, con una sonrisa estática, contempló desde su silla los grupos glamurosos y plutocráticos de comensales en las otras mesas a la agradable y discreta luz del restaurante. Por supuesto, no había en el mundo ningún otro sitio mejor donde estar que Nueva York. Este hecho constituía los cimientos de la autosatisfacción de su familia, la plataforma desde la que podía ridiculizarse todo lo demás, el aval de sofisticación adulta que garantizaba el derecho a comportarse como niños. Ser Patty y hallarse en ese restaurante del SoHo equivalía a enfrentarse a una fuerza contra la que no tenía la menor posibilidad de competir. Su familia se había adueñado de Nueva York y no pensaba ceder. La única salida de Patty era sencillamente no volver nunca allí, olvidarse de que esa clase de escenas en restaurantes existían siquiera.

—Tú no eres bebedor de vino —le dijo Ray a Walter.

—Seguro que podría serlo si quisiera —dijo Patty.

—Éste es un amarone excelente, si quieres probarlo —insistió Ray.

—No, gracias.

—¿Seguro? —Ray blandió la botella en dirección a Walter.

—Sí, segurísimo! —exclamó Patty—. ¡Sólo lo ha dicho cada noche durante las últimas cuatro noches! Eh, Ray, ¿me escuchas? No todo el mundo quiere emborracharse y comportarse de forma grosera y repugnante. Algunas personas disfrutan de verdad con una conversación adulta en lugar de pasarse dos horas contando chistes verdes.

Ray sonrió como si su hija hubiese dicho algo gracioso. Joyce desplegó sus gafas de media lente para examinar la carta de postres mientras Walter se sonrojaba. Abigail, con una torsión de cuello espasmódica y un ceño adusto, dijo: —¿«Ray»? ¿«Ray»? ¿Ahora lo llamamos «Ray»?

A la mañana siguiente, Joyce le dijo a Patty con voz trémula: —Walter es mucho más... no sé si la palabra adecuada es conservador, o qué, supongo que no exactamente conservador, aunque, en realidad, desde el punto de vista del proceso democrático, y del poder emanado del pueblo, y de la prosperidad para todos, no es exactamente «autocrático», pero en cierto modo, sí, casi conservador... más de lo que yo esperaba.

Ray, al cabo de dos meses, en la ceremonia de graduación de Patty, le dijo con una sonrisita mal disimulada: —Walter se puso tan rojo por aquello del crecimiento... Dios uno, pensé que iba a darle un síncope.

Y Abigail, seis meses después de eso, en el único día de Acción de Gracias que Patty y Walter cometieron la estupidez de celebrar en Westchester, le dijo a Patty: —¿Cómo van las cosas con el «Club de Roma»? ¿Os habéis asociado ya al «Club de Roma»? ¿Os sabéis las contraseñas? ¿Os habéis sentado en las butacas de piel?

Patty, en el aeropuerto de LaGuardia, le dijo a Walter entre sollozos: —¡No soporto a mi familia!

Y el respondió animosamente: —¡Ya fundaremos nosotros una familia propia!

Pobre Walter. Primero había dejado de lado sus sueños de actor y cineasta por un sentido de la responsabilidad económica para con sus padres, y después, en cuanto su padre lo liberó con su muerte, fue a juntarse con Patty y dejó de lado su aspiración de salvar el planeta y entró a trabajar en 3M, para que Patty pudiera tener su fabulosa casa antigua y quedarse allí con los niños. Todo ocurrió casi sin siquiera planteárselo. Él se entusiasmaba con los planes que la entusiasmaban a ella, se entregó a las reformas de la casa y a defenderla contra su familia. Sólo años más tarde —cuando Patty había empezado a defraudarlo—, se volvió más indulgente con los otros Emerson e insistió en que ella era la afortunada, la única Emerson que había escapado del naufragio y vivido para contarlo. Según él, Abigail, que se había quedado varada en una isla aquejada de gran escasez (¡la isla de Manhattan!) y escarbaba en los desperdicios en busca de sustento emocional, debía ser perdonada por monopolizar las conversaciones en un intento de nutrirse. Según él, Patty debía compadecer a sus hermanos, no culparlos, por no haber tenido la fortaleza o la buena fortuna de escapar: por ser tan voraces. Pero todo eso sucedió mucho más tarde. En los primeros años, era tal su fervor por Patty que a sus ojos ella no podía hacer nada mal. Y sin duda fueron muy buenos años.

La competitividad del propio Walter no se centraba en la familia. Cuando ella lo conoció, él ya había ganado esa partida. En la mesa de póquer de ser un Berglund, había recibido todos los ases excepto, quizá, el de la buena presencia y la desenvoltura con las mujeres. (Fue su hermano mayor —que en estos momentos va por su tercera esposa, una joven que se mata a trabajar para mantenerlo— quien recibió ese as en particular.) Walter no sólo conocía el Club de Roma y leía novelas difíciles y sabía valorar a Igor Stravinski, sino que además sabía soldar la junta de una tubería de cobre y hacer trabajos de ebanistería e identificar aves por su canto y cuidar bien de una mujer conflictiva. Hasta tal punto era el triunfador de su familia que podía permitirse con regularidad viajes de regreso para ayudar a los demás.

—Supongo que ahora tendrás que ver donde me crié —Le había dicho a Patty frente a la estación de autobuses de Hibbing, después de interrumpir ella el viaje por carretera con Richard. Estaban en el Crown Victoria del padre de Walter, cuyos cristales habían empañado con sus acalorados jadeos.

—Quiero ver tu habitación —dijo Patty—. Quiero verlo todo. ¡Creo que eres una persona maravillosa!

Al oír eso, Walter tuvo que besarla un buen rato más antes de sumirse de nuevo en su inquietud.—Sea como sea —dijo—, sigue dándome vergüenza llevarte a mi casa.

—No te avergüences. Deberías ver la mía. Está llena de fenómenos de feria.

—Ya, claro, esto mío no tiene ni mucho menos tanto interés. Esto no es más que la simple miseria de las Montañas del Hierro.

—Pues vamos. Quiero verlo. Quiero dormir contigo.

—Es una buena idea —dijo él—, pero me temo que eso incomodaría a mi madre.

—Quiero dormir cerca de ti. Y luego quiero desayunar contigo.

—Eso sí podemos arreglarlo.

En realidad, el panorama en el motel
Pinos Susurrantes
frenó un poco a Patty y le provocó un momento de duda sobre su decisión de ir a Hibbing; alteró ese estado de ánimo autónomo que la había empujado a echarse en brazos de un hombre que físicamente no le despertaba las mismas sensaciones que el mejor amigo de éste. Visto desde fuera, el motel no estaba tan mal, y en el aparcamiento la cantidad de coches no era deprimente, pero desde luego la zona de vivienda detrás de la recepción distaba mucho de Westchester. Iluminó todo un universo de privilegios antes invisible, sus propios privilegios de barrio residencial; y sintió una inesperada punzada de añoranza. Los suelos, cubiertos por una moqueta esponjosa, tenían una perceptible pendiente hacia el arroyo de la parte de atrás. En el salón comedor había un cenicero de cerámica del tamaño de un tapacubos ampliamente almenado, al alcance del sofá donde Gene Berglund leía antes sus revistas de caza y pesca y veía los programas de los canales de las Ciudades Gemelas y Duluth que la antena del motel (instalada, como ella vio a la mañana siguiente, en lo alto de un pino desmochado detrás del terreno donde estaba la fosa séptica) lograba captar. La pequeña habitación de Walter, que había compartido con su hermano menor, estaba en la parte baja de la pendiente y en ella se percibía siempre la humedad que provenía del arroyo cercano. En el centro de la moqueta, de un extremo a otro de la habitación, se veía aún una raya del residuo pegajoso dejado por la cinta adhesiva que Walter había colocado allí de niño para delimitar su espacio privado.

La parafernalia de su esforzada infancia seguía dispuesta contra la pared del fondo: manuales y trofeos de los boy scouts, una colección completa de biografías de presidentes abreviadas, una colección parcial de volúmenes de la Enciclopedia Universal, esqueletos de animales pequeños, un acuario vacío, colecciones de sellos y monedas, un termómetro barómetro científico con unos cables que salían por la ventana. De la puerta alabeada de la habitación colgaba un cartel amarillento de confección casera, escrito con lápiz rojo, donde se leía «Prohibido Fumar», la pe y la efe vacilantes pero enormes en su desafío.

—Mi primer acto de rebelión —dijo Walter.

—¿Qué edad tenías? —preguntó Patty.

—No lo sé. Tal vez diez años. Mi hermano pequeño tenía fuertes ataques de asma.

Fuera llovía torrencialmente. Dorothy dormía en su habitación, pero Walter y Patty ardían aún de deseo. El le enseñó el «salón-bar» que antes regentaba su padre, la impresionante lucio-perca disecada en la pared, la barra de contrachapado de abedul que él había ayudado a construir a su padre. Hasta hacía poco tiempo, cuando tuvo que ser ingresado, Gene se instalaba detrás de aquella barra a última hora de la tarde, fumando y bebiendo, mientras esperaba a que sus amigos salieran del trabajo y le activaran el negocio.

—Pues esto es lo que soy —dijo Walter—. De aquí he salido.

—Me encanta que hayas salido de aquí.

—No sé muy bien qué quieres decir con eso, pero lo acepto.

—Sólo que te admiro mucho.

—Eso está bien. Supongo.

Se acercó al mostrador de recepción y miró las llaves.

—¿Qué te parece la habitación número 21?

—¿Es una buena habitación?

—Se parece mucho a todas las demás.

—Tengo veintiún años. Así que es perfecta.

La habitación 21 estaba llena de superficies desvaídas y gastadas que en lugar de sustituirse, habían sido sometidas a décadas de vigorosos restregones. La humedad del arroyo era perceptible pero no abrumadora. Las camas eran bajas e individuales, no de matrimonio.

—No tienes que quedarte aquí si no quieres —dijo Walter a la vez que dejaba la bolsa de Patty en el suelo. Puedo llevarte a la estación mañana por la mañana.

—¡No! Esto es perfecto. No he venido de vacaciones. He venido a verte, y a intentar ser útil.

—Ya. Es sólo que me preocupa no ser lo que tú en realidad quieres.

—Ah, pues por eso no te preocupes más.

—Pues aún así estoy preocupado.

Ella lo obligó a tumbarse en una de las camas e intentó tranquilizarlo con su cuerpo. Pero la preocupación de él no tardó en dispararse de nuevo. Se incorporó y le preguntó por qué se había ido en coche con Richard. Era una pregunta que Patty se había permitido esperar que él no planteara.

—No lo sé —dijo—. Supongo que quería ver cómo era un viaje por carretera.

—Mmm.

—Había algo que necesitaba descubrir. No tengo otra manera de explicarlo. Había algo que necesitaba averiguar. Y lo he averiguado, y ahora estoy aquí.

—¿Qué has averiguado?

—Dónde quería estar, y con quién quería estar.

—Pues qué rapidez.

—Fue un error estúpido —admitió Patty—. Él tiene esa manera de mirar a una persona, como sin duda tú ya sabes. Todos tardamos un tiempo en entender qué queremos de verdad. No me culpes por eso, por favor.

—Es sólo que me impresiona lo deprisa que lo has entendido.

Patty sintió el impulso de echarse a llorar, y sucumbió a él, y durante un rato Walter hizo lo que pudo por consolarla.

—No me ha tratado bien —dijo ella entre lágrimas—. Y tú eres todo lo contrario. Y ahora mismo lo contrario es lo que yo más necesito. ¿Puedes tratarme bien, por favor?

—Puedo tratarte bien —afirmó él, acariciándole el pelo.

—Te juro que no lo lamentarás.

Estas fueron las palabras exactas de Patty, según el triste recuerdo de la autobiógrafa.

He aquí otro vívido recuerdo de la autobiógrafa: la violencia con que Walter la cogió por los hombros, la tumbó de espaldas, se colocó sobre ella, encajándose por la fuerza entre sus piernas, con una expresión en el rostro que ella nunca le había visto. Era una expresión de rabia, y le favorecía. Fue como si de pronto se hubiese apartado una cortina dejando a la vista algo hermoso y viril.

—Esto no tiene que ver contigo —dijo él—. ¿Lo entiendes? Te quiero, trozo a trozo. Centímetro a centímetro. Cada centímetro. Desde el momento en que te vi. ¿Lo entiendes?

—Sí —respondió ella—. O sea, gracias. Más o menos ya lo intuía, pero resulta muy agradable oírlo.

Sin embargo, él no había acabado.

Other books

The Belt of Gold by Cecelia Holland
Bunches by Valley, Jill
Cancelled by Murder by Jean Flowers
The Paris Connection by Cerella Sechrist
A Fairy Tale by Jonas Bengtsson
Stargate by Dean Devlin & Roland Emmerich
My Babies and Me by Tara Taylor Quinn