Libertad (17 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—Richard está como loco con Margaret Thatcher comentó Walter. Cree que representa los excesos que inevitablemente llevaran al capitalismo a su autodestrucción. Supongo que está escribiendo una canción de amor.

—Qué bien me conoces —dijo Richard—. Una canción de amor a la dama del pelo tieso.

—No estamos de acuerdo en cuanto a las posibilidades de una revolución marxista —le explicó Walter a Patty.

—Mmm —dijo ella, y escupió.

—Walter opina que el Estado liberal puede autocorregirse —aclaró Richard—. Opina que la burguesía americana aceptará voluntariamente restricciones cada vez mayores de sus libertades personales.

—Tengo un montón de ideas geniales para canciones que Richard inexplicablemente rechaza una tras otra.

—La canción del uso racional del combustible. La canción del transporte público. La canción de la sanidad universal. La canción de la desgravación por hijos.

—Como temas de canciones de rock, es un territorio bastante virgen —comentó Walter.

—Dos Hijos Bien, Cuatro Hijos Mal.

—Dos Hijos Bien, pero: Ningún Hijo Mejor.

—Ya veo a las masas saliendo a las calles.

—Basta con que seas increíblemente famoso y la gente te escuchará —dijo Walter.

—Eso haré, tomo nota. —Richard se volvió hacia Patty—. ¿Y tú cómo vas?

—¡Mmm! —contestó ella, escupiendo el tabaco mascado en el tazón—. Ahora entiendo lo que decías sobre los vómitos.

—Procura no hacerlo en el sofá.

—¿Estás bien? —le preguntó Walter.

La sala se mecía y palpitaba.

—No sé cómo te puede gustar esto —le dijo Patty a Richard.

—Y sin embargo me gusta.

—¿Estás bien? —repitió Walter.

—Sí. Sólo necesito quedarme sentada y muy quieta.

La verdadera que estaba muy mareada. No podía hacer nada más que permanecer en el sofá y escucharlos bromear y picarse sobre política y música. Walter, con mucho entusiasmo, le mostró el single de los
Traumatics
y obligó a Richard a poner las dos caras en el equipo de música. La primera canción,
Odio el sol
, que ella había oído en el club en otoño, y que ahora se le antojó el equivalente sonoro de absorber demasiada nicotina. Incluso a un volumen bajo (Walter, huelga decir, era patológicamente considerado con los vecinos), le produjo a Patty una pavorosa sensación de mareo. Sentía la mirada de Richard sobre ella mientras escuchaba su apremiante voz de barítono, y supo que no se había equivocado sobre su manera de mirarla las otras veces que lo había visto.

A eso de las once, Walter empezó a bostezar descontroladamente.

—Lo siento mucho —se disculpó—. Tengo que acompañarte ya a casa.

—No me importa ir sola a pie. Tengo las muletas para defenderme.

—No —insistió él—. Te llevaré en el coche de Richard.

—No, pobre, tienes que irte a dormir. Tal vez pueda llevarme él. ¿Puedes, Richard?

Walter cerró los ojos y suspiró lastimosamente, como si lo hubiesen empujado más allá de sus límites.

—Claro —contestó Richard—. Ya te llevo yo.

—Antes tiene que ver tu habitación —dijo Walter, con los ojos todavía cerrados.

—Como quieras —respondió Richard—. Su estado habla por sí solo.

—No; quiero una visita guiada —replicó Patty, lanzándole una mirada penetrante.

La habitación tenía las paredes y el techo pintados de negro, y el desorden punk que en la sala se había contenido por influencia de Walter allí se desbocaba con saña. Había elepés y fundas de elepés por todas partes, junto con varias latas para salivazos, otra guitarra, estanterías rebosantes, un caos de calcetines y ropa interior, y una maraña de sábanas oscuras entre las cuales Eliza había sido vigorosamente borrada, cosa que resultaba interesante y por alguna razón no del todo desagradable pensar.

—¡Un color muy alegre! —exclamó Patty.

Walter volvió a bostezar.

—Obviamente la volveré a pintar.

—A menos que Patty prefiera el negro —intervino Richard desde la puerta.

—Nunca había pensado en el negro —dijo ella—. El negro tiene su interés.

—Es un color muy relajante, en mi opinión —señaló Richard.

—Conque te vas a vivir a Nueva York —comentó ella.

—Exacto.

—Apasionante. ¿Cuándo?

—Dentro de dos semanas.

—Ah, yo también iré por esas fechas. Son las bodas de plata de mis padres. Han planeado algún tipo de horrorosa celebración.

—¿Eres de Nueva York?

—Del condado de Westchester.

—Como yo. Aunque cabe suponer que de otra parte de Westchester.

—Bueno, de las afueras.

—Sin duda, un lugar muy distinto de Yonkers.

—He visto Yonkers desde el tren muchas veces.

—A eso me refiero precisamente.

—¿Y vas en coche a Nueva York? —le preguntó Patty.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Richard—. ¿Buscas quien te lleve?

—¡Sí, podría ser! ¿Me lo estás ofreciendo?

Richard negó con la cabeza.

—Tendré que pensarlo.

Al pobre Walter se le cerraban los ojos: literalmente no veía ese intercambio. La propia Patty, casi sin aliento por la culpabilidad y la confusión que aquello le creaba, se dirigió rápidamente con sus muletas hacia la puerta, donde, a distancia, levantó la voz para darle las gracias por la velada.

—Siento estar tan cansado —se disculpó Walter, —¿Seguro que no quieres que te lleve a casa?

—Ya la llevo yo —insistió Richard—. Tú vete a dormir.

A Walter se lo veía bastante abatido, sin duda, pero tal vez fuera sólo por el extremo cansancio. Ya en la calle, en el aire propicio, Patty y Richard caminaron en silencio hasta el Impala oxidado de él. Pareció que Richard ponía mucho cuidado en no tocarla mientras ella se acomodaba en el asiento y le entregaba las muletas.

—Creía que tendrías una furgoneta —dijo cuando él ya estaba sentado a su lado—. Creía que todos los grupos tenían una furgoneta.

—Herrera es el que tiene la furgoneta. Este es mi transportador particular.

—En esto viajaría yo a Nueva York.

—Sí, bueno, escúchame. —Metió la llave en el contacto—. O pescas o cortas el sedal. ¿Me entiendes? No es justo para Walter.

Ella fijó la mirada al frente a través del parabrisas.

—¿Qué no es justo?

—Darle esperanzas. Dejar que se haga ilusiones.

—¿Eso crees que hago?

—Es una persona extraordinaria. Es muy, muy serio. Tienes que tener un poco de cuidado con él.

—Eso ya lo sé —dijo ella—. No hace falta que me lo digas.

—Y entonces, ¿para qué habéis venido a casa? Me ha parecido que...

—¿Qué? ¿Qué te ha parecido?

—Pues que yo interrumpía algo. Pero luego, cuando he intentado marcharme...

—Dios mío, eres un auténtico gilipollas.

Richard asintió con la cabeza como si le trajera sin cuidado lo que ella pensara de él, o como si estuviera harto de que mujeres estúpidas le dijeran estupideces.

—Cuando he intentado marcharme —prosiguió—, me ha parecido que no has querido captar la indirecta. Y si es así, vale, es cosa tuya. Sólo quiero que sepas que estás destrozando a Walter.

—De verdad que no quiero hablar de esto contigo.

—Bien, no hablaremos de ello. Pero os habéis estado viendo, ¿no es así? Casi a diario, ¿no? Durante semanas y semanas.

—Somos amigos. Pasamos tiempo juntos.

—Muy bonito. Y ya sabes cómo están las cosas en Hibbing.

—Sí. Su madre necesita ayuda con el hotel.

Richard esbozó una sonrisa desagradable.

—¿Eso es lo que sabes?

—Bueno, y su padre no se encuentra bien, y sus hermanos no hacen nada.

—Y eso es lo que él te ha dicho. Y nada más.

—Su padre tiene enfisema. Su madre tiene alguna discapacidad.

—Y él trabaja en la construcción veinticinco horas a la semana y saca sobresalientes en la facultad de Derecho. Y ahí lo tienes, a diario, con todo ese tiempo para andar por ahí contigo. Vaya una suerte la tuya, que tenga tanto tiempo libre. Pero eres una tía guapa, te lo mereces, ¿no? Además, tienes esa lesión espantosa. Eso y ser guapa: eso te da derecho a no hacerle siquiera una sola pregunta.

Patty ardía por la sensación de injusticia.

—Te diré una cosa —replicó vacilante—: él habla de lo gilipollas que eres con las mujeres. Habla de eso.

Eso no pareció interesarle a Richard ni remotamente.

—Sólo intento entender esto en el contexto de lo amiguitas que sois la pequeña Eliza y tú —dijo—. Ahora le veo más sentido. No se lo veía cuando te conocí. Parecías una buena chica de barrio residencial.

—Así que yo también soy una gilipollas. ¿Es eso lo que estás diciéndome? Yo soy una gilipollas y tú eres un gilipollas.

—Claro. Como quieras. Yo estoy bien, tú estás bien. Lo que tú digas. Sólo te pido que no seas una gilipollas con Walter.

—¡No lo soy!

—Yo sólo te digo lo que veo.

—Pues ves mal. Walter me cae muy bien. Lo aprecio de verdad.

—Y sin embargo, por lo visto no sabes que su padre está muriéndose de una enfermedad del hígado y su hermano mayor está en la cárcel por conducción temeraria y su otro hermano se gasta las pagas del ejército en las cuotas de su Corvette de coleccionista. Y Walter duerme una media de cuatro horas diarias mientras vosotros sois amigos y andáis por ahí, para que tú luego vengas aquí y coquetees conmigo.

Patty se quedó muy callada.

—Es verdad que yo no sabía nada de todo eso —dijo al cabo de un rato—. De toda esa información. —Pero tú no deberías ser amigo suyo si te molesta que la gente coquetee contigo.

—Ah. O sea que la culpa es mía. —Ya veo.

—Pues lo siento, en parte sí lo es.

—A las pruebas me remito —dijo Richard—. Tienes que aclararte.

—Soy consciente de eso —contestó Patty—. Pero tú sigues siendo un gilipollas.

Oye, te llevaré a Nueva York, si eso es lo que quieres. Dos gilipollas en la carretera. Podría ser divertido. Pero si eso es lo que quieres, tienes que hacerme un favor: deja de engatusar a Walter.

—Bien. Ahora, por favor, llévame a casa.

Quizá debido a la nicotina, pasó toda la noche en blanco, reproduciendo en su cabeza la velada, intentando aclararse, como Richard le había pedido. Pero era un extraño kabuki mental, porque incluso mientras daba vueltas y vueltas a la pregunta de qué clase de persona era ella y cómo iba a ser su vida, un hecho patente permanecía fijo e inmutable en el centro de su ser: deseaba hacer un viaje por carretera con Richard, y más aún, iba a hacerlo. La triste realidad era que la conversación en el coche le había producido una tremenda excitación y alivio: excitación porque Richard era excitante, y alivio porque, finalmente, después de meses intentando ser una persona que no era, o no era del todo, se había sentido y mostrado sin tapujos. Por eso sabía que encontraría la manera de hacer ese viaje por carretera. Ahora sólo tenía que superar la culpabilidad por Walter y su pena por no ser la clase de persona que tanto él como ella deseaban que fuese. ¡Qué bien había obrado él al no darse prisas con ella! ¡Qué listo había sido al notar sus titubeos!

Cuando se detuvo a pensar en lo bien que él había obrado y en lo listo que había sido con ella, se sintió más triste y más culpable por defraudarlo, y se vio sumida de nuevo en el tiovivo de la indecisión.

Entonces, durante casi una semana, no tuvo noticias de él. Sospechó que guardaba las distancias a sugerencia de Richard, que Richard le había soltado un sermón misógino sobre la infidelidad de las mujeres y la necesidad de protegerse mejor el corazón. En la imaginación de Patty, eso era a la vez un inestimable servicio por parte de Richard y una manera de causarle una terrible decepción a Walter. No podía dejar de acordarse de éste cargando con plantas enormes para ella en autobuses, el rubor de flor de pascua en sus mejillas. Pensó en las noches en que, en la sala de la residencia, se había visto atrapado por la Pelma Mayor, Suzanne Storrs, que se peinaba el pelo hacia un lado con la raya muy baja, justo por encima de la oreja, y en cómo había escuchado pacientemente su monótono y agrio soliloquio sobre su dieta y las penurias de la inflación y la agobiante calefacción de su habitación y su decepción general con el personal administrativo y docente de la universidad, mientras Patty y Cathy y sus otras amigas se reían viendo
La isla de la fantasía
; en cómo ella, ostensiblemente incapacitada por su rodilla, se había abstenido de levantarse y rescatar a Walter, por temor a que entonces Suzanne se acercase e impusiera su muermo a todos los demás, y en cómo Walter, pese a ser perfectamente capaz de bromear con Patty sobre los defectos de Suzanne, y aunque sin duda se preocupaba por todo el trabajo que tenía que hacer y lo mucho que debía madrugar por la mañana, se dejó atrapar de nuevo otras noches, porque Suzanne se había encaprichado de él y a él le daba pena.

Baste con decir que Patty no logró del todo obligarse a cortar el sedal.

No volvieron a comunicarse hasta que Walter telefoneó desde Hibbing para disculparse por su silencio e informarla de que su padre estaba en coma.

—¡Oh, Walter, te echo de menos! —exclamó ella, pese a que ésa era precisamente la clase de comentario que Richard la habría instado a no hacer.

—¡Yo también te echo de menos!

Se obligó a preguntar los detalles del estado de su padre, aunque sólo tenía sentido esforzarse en sus preguntas si estaba decidida a seguir adelante con él. Walter le contó de una insuficiencia hepática, edema pulmonar, un pronóstico bastante jodido.

—Lo siento mucho —dijo ella— . Pero oye, en cuanto a la habitación...

—Ah, eso no hace falta que lo decidas ahora.

—No, pero necesitas una respuesta. Si vas a alquilársela a otra persona...

—¡Prefiero alquilártela a ti!

—Bueno, ya, y puede que yo la quiera, pero tengo que marcharme a casa la semana que viene, y estaba planteándome viajar a Nueva York en coche con Richard. Ya que él viaja en la misma fecha.

Todo temor a que Walter no captara la trascendencia de aqueIlo quedó disipado por su repentino silencio.

—¿No tienes ya billete de avión? —preguntó por fin.

—Es de los que te devuelven el dinero —mintió ella.

—Bueno, me parece estupendo. Pero, ya sabes, Richard no es muy de fiar.

—Sí, ya lo sé, ya lo sé —convino—. Tienes razón. Sólo he pensado que así puedo ahorrarme un dinero que luego destinaría al alquiler. —Una mentira sobre otra. Sus padres le habían pagado el billete—. Lo que es seguro es que pase lo que pase pagaré el alquiler de junio.

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