Libertad (13 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Siempre empezaba a bostezar a eso de las nueve de la noche, cosa que Patty, también con una agenda apretada, agradecía cuando salía con él. Los acompañaban, como él había prometido, tres amigas del instituto y la universidad, tres chicas inteligentes y creativas cuyos problemas de peso y vestidos de tirantes anchos habrían arrancado a Eliza comentarios mordaces si las hubiera conocido. Fue por mediación de esa troika de adoradoras que Patty empezó a descubrir la milagrosa valía de Walter.

Según sus amigas, Walter se había criado en unas minúsculas habitaciones detrás de la oficina de un motel llamado
Pinos Susurrantes
, con un padre alcohólico, un hermano mayor que le daba una paliza tras otra, un hermano menor que emulaba concienzudamente al mayor en su costumbre de ridiculizarlo, y una madre cuyos impedimentos físicos y ánimo depresivo limitaban a tal punto su rendimiento como cuidadora y conserje de noche del motel que en la temporada alta, en verano, Walter a menudo se pasaba toda la tarde limpiando las habitaciones y luego recibía a los clientes que llegaban a última hora del día mientras su padre bebía con sus compinches veteranos de guerra y su madre dormía.

Eso además de sus obligaciones habituales para con la familia, que consistían en ayudar a su padre en el mantenimiento de las instalaciones, haciendo cualquier cosa, desde reparar el asfalto del aparcamiento hasta desatascar las cañerías, pasando por las reparaciones de la caldera. Su padre dependía de su ayuda, y Walter se la concedía con la esperanza permanente de obtener su aprobación, cosa que, según decían sus amigos, era imposible, porque Walter era demasiado sensible e intelectual y no le entusiasmaban la caza, ni las pickups ni la cerveza (al contrario de sus hermanos). Pese a trabajar una cantidad de horas equivalente a un año entero a jornada completa en un empleo no remunerado, Walter había conseguido también intervenir en las obras de teatro y los musicales del colegio, inspirar una eterna devoción en numerosos amigos de la infancia, aprender de su madre cocina, costura básica, cultivar su interés por la naturaleza (peces tropicales, hormigueros artificiales, cuidados intensivos a polluelos, prensado de flores), y graduarse primero de su promoción. Le ofrecieron una beca en una universidad de élite, pero prefirió ir a Macalester, que estaba relativamente cerca de Hibbing y le permitía coger el autobús los fines de semana para ir a ayudar a su madre a combatir la progresiva decadencia del motel (al parecer, el padre tenía por entonces enfisema y no daba más de sí). Walter había soñado con ser director de cine o incluso actor, pero en lugar de eso estudiaba Derecho en la universidad, porque, como al parecer había dicho: «Es necesario que alguien en la familia cobre un sueldo de verdad.»

Patty experimentaba —dado que Walter no la atraía— cierta competitividad perversa, y se sentía vagamente ofendida por la presencia de otras chicas en lo que podían haber sido citas, y la complacía advertir que era por ella, y no por las otras, que a él le brillaban los ojos y le aparecía un incontenible rubor en la cara. Le gustaba ser la protagonista, claro que sí. En casi todas las circunstancias. La última vez que fueron al teatro, al Guthrie en diciembre, Walter llegó justo antes de levantarse el telón, medio cubierto de nieve, con regalos de Navidad: libros de bolsillo para las otras chicas y, para Patty, una enorme flor de pascua con la que había cargado en el autobús y recorrido las calles llenas de charcos y nieve sucia, y que le había costado que aceptaran en el guardarropa. Para todos quedó claro, incluso para Patty, que la intención al obsequiar a las otras chicas con libros interesantes y a ella con una planta era todo lo contrario a una falta de respeto. El hecho de que Walter no invirtiera su entusiasmo en una versión más esbelta de aquellas amables amigas que tanto lo adoraban, sino en Patty, que aplicaba su inteligencia y su creatividad fundamentalmente a concebir nuevas formas de mencionar a Richard Katz con aparente indiferencia, resultaba confuso y alarmante, pero también incuestionablemente halagüeño. Después de la representación, Walter cargó con la flor de pascua todo el camino hasta la residencia, en el autobús y por más calles llenas de charcos y nieve sucia.

La tarjeta adjunta, que Patty abrió en su habitación, rezaba: «Para Patty, con mucho cariño, de su admirador.»

Fue justo por aquel entonces cuando Richard decidió quitarse de encima a Eliza. Por lo visto, era de esos que abandonan sin contemplaciones. Eliza estaba fuera de sí cuando telefoneó a Patty con la noticia, quejándose de que «el maricón» había indispuesto a Richard en su contra, que Richard no le daba la menor oportunidad y pidiéndole a Patty que la ayudara a concertar un encuentro con él, ya que él se negaba a dirigirle la palabra o abrirle siquiera la puerta de su apartamento.

—Tengo exámenes finales —respondió Patty con frialdad.

—Puedes ir allí y yo te acompañaré —propuso Eliza—. Sólo necesito verlo y explicárselo.

—¿Explicar qué?

—¡Que tiene que darme una oportunidad! ¡Que merezco ser escuchada.

—Walter no es gay —dijo Patty—. Eso son fantasías tuyas.

—¡Dios mío! ¡También a ti te ha puesto en mi contra!

—No. No es eso.

—Voy a tu casa ahora mismo y planeamos algo juntas.

—Mañana por la mañana tengo el examen final de historia. Necesito estudiar.

Patty descubrió entonces que Eliza había dejado de ir a clase hacía seis semanas, por la atención que dedicaba a Richard. Eso se lo había hecho él, ella había renunciado a todo por él, y ahora la plantaba y ella tenía que evitar que sus padres se enteraran de que iba a suspenderlo todo. Y en ese momento quería ir a la residencia de Patty, y que ésta se quedara allí a esperarla para poder hacer planes.

—Estoy muy cansada —dijo—. Tengo que estudiar y luego dormir.

—¡No me lo puedo creer! ¡Os ha puesto a los dos contra mí! ¡Mis dos personas favoritas en el mundo!

Patty consiguió poner fin a la llamada, se marchó apresuradamente a la biblioteca y se quedó allí hasta que cerraron. Estaba convencida de que Eliza estaría esperándola delante de su residencia, fumando y empeñada en tenerla media noche en vela. La horrorizaba tener que pagar ese precio por la amistad, pero a la vez se lo tomaba con resignación, y por eso experimentó una extraña decepción al llegar a su residencia y no ver ni rastro de Eliza. Casi le entraron ganas de telefonearla, pero su alivio y su cansancio pudieron más que su culpabilidad.

Durante tres días no tuvo noticias de Eliza. La noche antes de que Patty se marchara por las vacaciones de Navidad, por fin marcó su número para asegurarse de que no pasaba nada, pero el teléfono sonó y sonó. Regresó a su casa en Westchester en medio de una nube de culpabilidad y preocupación que se fue espesando a cada intento fallido, desde el teléfono de la cocina de casa de sus padres, de ponerse en contacto con su amiga. En Nochebuena llegó al extremo de telefonear al
Pinos Susurrantes
de Hibbing, en Minnesota.

—¡Qué magnífico regalo de Navidad! —exclamó Walter—. Saber de ti.

—Ah, bueno, gracias. En realidad, te llamo por Eliza. Es como si hubiera desaparecido.

—Considérate afortunada. Richard y yo al final tuvimos que desconectar el teléfono.

—¿Y eso cuándo fue?

—Hace dos días.

—Ah, bueno, es un alivio saberlo.

Patty se quedó hablando con Walter, contestando a sus muchas preguntas, explicando el desenfrenado consumismo navideño de sus hermanos y los divertidos y humillantes recordatorios anuales de su familia sobre la edad que tenía cuando dejó de creer en Papá Noel, y las extravagantes conversaciones sexuales y escatológicas de su padre con su hermana mediana, y las «quejas» de ésta sobre lo fácil que era el primer curso de Yale, y los comentarios de su madre cuestionando la decisión, tomada veinte años antes, de dejar de celebrar la
Hanuká
y otras fiestas judías.

—¿Y a ti cómo te va? —preguntó Patty al cabo de media hora.

—Bien —contestó él—. Estoy cocinando con mi madre. Richard está jugando a las damas con mi padre.

—Eso suena agradable. Me gustaría estar ahí.

—A mí también me gustaría. Podríamos hacer una excursión con raquetas de nieve.

—Eso suena muy agradable.

De verdad se lo parecía, y Patty ya no sabía si era la presencia de Richard la razón por la que Walter le resultaba atractivo o si le resultaba atractivo por sí mismo: por su capacidad de convertir el sitio donde estaba, fuera cual fuese, en un lugar acogedor.

La horrible llamada de Eliza tuvo lugar la noche de Navidad. Patty la atendió desde el supletorio del sótano, donde veía sola un partido de la NBA. Antes siquiera de poder disculparse, la propia Eliza se disculpó por su silencio y dijo que había estado ocupada yendo de médico en médico.

—Dicen que tengo leucemia —anunció.

—No.

—Empiezo el tratamiento después de Año Nuevo. Aparte de ti, sólo lo saben mis padres, y no puedes decírselo a nadie. Y mucho menos a Richard. ¿Me juras que no se lo dirás a nadie?

La nube de culpabilidad y preocupación de Patty se condenso de pronto en una tormenta de emociones. Lloró y lloró y le preguntó a Eliza si estaba segura, si los médicos estaban seguros. Eliza explicó que venía sintiéndose cada vez más molida a lo largo del otoño, pero que no había querido decírselo a nadie, porque temía que Richard la abandonase si resultaba que tenía mononucleosis, pero al final se sentía tan hecha polvo que fue al médico, y el veredicto había llegado hacía dos días: leucemia.

—¿Es de la mala?

—Todas son malas.

—Pero ¿de las que tienen cura?

—Hay muchas posibilidades de que el tratamiento ayude, Sabré más dentro de una semana.

—Volveré antes. Puedo instalarme en tu casa.

Pero Eliza, curiosamente, ya no quería a Patty en su casa.

Respecto al asunto de Papá Noel: la autobiógrafa no simpatiza en absoluto con los padres mentirosos, y sin embargo esto admite matizaciones. Hay mentiras que uno le dice a alguien para quien se está organizando una fiesta sorpresa, mentiras que se cuentan con ánimo jocoso, y por otro lado están las mentiras que uno le dice a alguien para que quede en ridículo si se las cree. Una Navidad, en su adolescencia, Patty se molestó tanto por las mofas de que era objeto a causa de su anormalmente duradera fe infantil en Papá Noel (que había perdurado incluso después de que dos hermanos menores la perdieran) que se negó a salir de su habitación para la cena de Navidad. Cuando su padre fue a suplicarle, por una vez dejó de sonreír y le explicó muy serio que la familia había preservado su ilusión porque su inocencia era algo hermoso y la querían especialmente por ello. Eso fue agradable de oír, pero al mismo tiempo una clara mentira, como demostraba el inmenso placer que todos experimentaban al engañarla. A juicio de Patty, los padres tenían el deber de enseñar a sus hijos a distinguir la realidad.

Baste decir que Patty, en sus muchas semanas de invierno haciendo el papel de Florence Nightingale con Eliza —abriéndose paso a través de una ventisca para llevarle sopa, limpiándole la cocina y el baño, quedándose hasta tarde por la noche con ella viendo la televisión cuando debía estar durmiendo antes de un partido, a veces dejándose vencer por el sueño abrazada a su amiga consumida, sometiéndose a palabras de cariño extremas («Eres mi ángel divino», «Ver tu cara es como estar en el cielo», etcétera, etcétera), y negándose, al mismo tiempo, a devolver las llamadas de Walter y a explicarle por qué ya no tenía tiempo para salir con él—, fue incapaz de advertir un sinfín de señales de alarma. No, decía Eliza, aquella quimioterapia en particular no era de las que provocaban la caída del cabello. Y no, no era posible programar los tratamientos en horas en que Patty pudiera acompañarla a casa desde la clínica. Y no, no quería dejar su apartamento e irse a vivir con sus padres, y si sus padres iban a verla continuamente, era sólo por casualidad que Patty nunca los encontrara, y no, no era raro que los pacientes de cáncer se administrasen antieméticos con una aguja hipodérmica como la que Patty descubrió en el suelo debajo de la mesilla de noche de Eliza.

Posiblemente la principal señal de alarma fue la forma en que ella, Patty, eludió a Walter. En enero lo vio en dos partidos y cruzó unas palabras con él, pero después él faltó a un montón de partidos, y la razón consciente de Patty para no devolverle los numerosos mensajes telefónicos posteriores fue que la avergonzaba reconocer lo mucho que veía a Eliza. Pero ¿por qué tenía que avergonzarla cuidar de una amiga enferma de cáncer? Y análogamente ¿cuánto le habría costado, cuando estaba en quinto de primaria, abrir los oídos al cinismo de sus compañeros de clase con relación a Papá Noel, si ella hubiese tenido el mínimo interés por descubrir la verdad? Tiró a la basura la enorme flor de pascua pese a que aún estaba viva.

Walter por fin la localizó a finales de febrero, a última hora de un día nevado en que se disputaba el gran partido de las Gophers contra la UCLA, su máximo rival de esa temporada. Ese día Patty ya estaba mal predispuesta hacia el mundo, debido a una conversación telefónica de esa mañana con su madre, que celebraba su cumpleaños. Patty había tomado la firme resolución de no parlotear sobre su vida para descubrir una vez más que Joyce no la escuchaba y le importaba un carajo el lugar en la clasificación del equipo rival, pero ni siquiera tuvo oportunidad de poner a prueba ese autodominio, por lo eufórica que estaba Joyce a causa de la hermana mediana de Patty, que se había presentado para el papel principal en una reposición Off Broadway de
Frankie y la boda
expresamente a instancias de su profesor de Yale y había conseguido la plaza de suplente, cosa que por lo visto era todo un logro que podía dar pie a que su hermana interrumpiera sus estudios en Yale provisionalmente y viviera en casa, dedicándose plenamente al teatro; y Joyce no cabía en sí de júbilo.

Cuando Patty avistó a Walter doblando la esquina de la biblioteca Wilson, un lóbrego edificio de obra vista, se dio media vuelta y se alejó a toda prisa, pero él echó a correr detrás de ella.

La nieve se había acumulado en el enorme gorro de piel de Walter, que tenía el rostro rojo como un faro de navegación. Aunque intentó sonreír y mostrarse amable, la voz le tembló cuando le preguntó a Patty si había recibido sus mensajes telefónicos.

—Es que he estado muy ocupada —respondió ella—. Siento mucho no haberte devuelto las llamadas.

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