Libertad (5 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—A veces viene a casa a estudiar —decía Walter—, pero ahora mismo se lo ve más a gusto pasando las noches bajo el techo de Carol. Ya veremos cuánto dura.

—Y Patty, ¿cómo lo lleva? —le preguntó Seth Paulsen.

—No muy bien.

A Merrie y a mí nos encantaría que vinierais a cenar a casa un día de estos.

Estaría bien —respondió Walter—, pero me temo que Patty va a marcharse una temporada a la vieja casa de mi madre. Como sabes, ha estado reformándola.

—Me tiene preocupado —comentó Seth con un punto de emoción en la voz.

—A mí también, un poco. Pero la he visto jugar dolorida. En tercer año se destrozó la rodilla e intentó jugar otros dos partidos con la lesión.

—Pero ¿no fue entonces cuando... eh, una intervención quirúrgica puso fin a su carrera?

—Lo que yo quería remarcar es su resistencia, Seth. Su capacidad para jugar a pesar del dolor.

—Ya.

Al final, Walter y Patty no cenaron en casa de los Paulsen.

Patty se ausentó de Barrier Street durante largos períodos del invierno y la primavera siguientes, ocultándose en el lago Sin Nombre, e incluso cuando su coche estaba en el camino de acceso —por ejemplo, en Navidad, cuando Jessica volvió de la universidad y, según sus amigas, tuvo una «pelea monumental» con Joey, motivo por el cual él pasó más de una semana en su antigua habitación, regalando a su formidable hermana unas auténticas fiestas navideñas tal como ella quería—, eludía las reuniones sociales del vecindario en las que sus pasteles y su afabilidad nunca habían faltado y eran siempre bienvenidos. A veces la veían recibir la visita de cuarentonas que, a juzgar por sus peinados y las pegatinas en los parachoques de sus Subarus, debían de ser antiguas companeras del equipo de baloncesto, y se decía que había vuelto a beber, pero eso no era más que una conjetura, ya que, pese a toda su cordialidad, nunca había entablado una verdadera amistad en Ramsey Hill.

En Año Nuevo, Joey volvió a vivir con Carol y Blake. Gran parte del atractivo de esa casa era, cabía suponer, la cama que compartía con Connie. Entre los amigos de Joey era conocida su extrema y militante reticencia a la masturbación, cuya mera mención le arrancaba siempre una sonrisa condescendiente; sostenía que unas de sus ambiciones era pasar por la vida sin tener que recurrir a eso. Los vecinos más perspicaces, entre ellos Los Paulsen, sospechaban que Joey también hallaba satisfacción en ser el más listo de la casa. Erigido en príncipe del gran salón, puso los placeres de éste a la disposición de todo aquel a quien concedía su amistad (con lo que el barril de cerveza, sin supervisión adulta, se convirtió en manzana de la discordia en las cenas familiares de todo el vecindario). Su comportamiento con Carol rayaba en el coqueteo hasta límites inquietantes, y a Blake lo cautivaba entusiasmándose con todo aquello que entusiasmaba al propio Blake, en particular las herramientas eléctricas y la pickup, a cuyo volante aprendió a conducir. Por la irritante manera en que sonreía ante el fervor de sus compañeros de clase por Al Gore y el senador Wellstone, como si el progresismo fuese una debilidad comparable al onanismo, cabía inferir que incluso había adoptado algunas de las ideas políticas de Blake. El verano siguiente, en vez de volver a Montana, trabajó en la construcción.

Y todo el mundo tuvo la impresión, justa o no, de que la culpa era en cierto modo de Walter, o de su bondad natural. En lugar de llevarse a Joey a casa arrastrándolo del pelo y obligándolo a comportarse, en lugar de darle a Patty un coscorrón y obligarla a comportarse, se refugió en su trabajo al servicio de Nature Conservancy, donde en poco tiempo había accedido al cargo de director ejecutivo de la delegación estatal, y dejó la casa vacía una tarde tras otra, dejó la mala hierba crecer en los arriates de flores y los setos sin podar y los cristales de las ventanas sin limpiar, dejó que la sucia nieve urbana engullese el cartel combado de GORE LIEBERMAN, clavado aún en el jardín delantero. Incluso los Paulsen perdieron interés por los Berglund ahora que Merrie se presentaba a las elecciones municipales. Patty pasó todo el verano siguiente en el lago Sin Nombre, y al poco de su regreso —un mes después de que Joey se marchara a la Universidad de Virginia en circunstancias económicas desconocidas en Ramsey Hill, y dos semanas después de la gran tragedia nacional— apareció el cartel SE VENDE frente a la casa victoriana en la que Walter y Patty habían volcado media vida. Walter había empezado a trabajar en Washington e iba y venía todas las semanas. Si bien el precio de la vivienda se recuperaría pronto hasta alcanzar cotas sin precedentes el mercado local se encontraba aún casi al nivel más bajo de su desplome posterior al 11-S. Patty superviso la venta de la casa, por un precio penoso, a una pareja de profesionales negros, muy serios, que tenían unos mellizos de tres años. En febrero, el matrimonio Berglund recorrió la calle puerta por puerta una última vez, despidiéndose con cortés formalidad: Walter se interesó por los hijos de todos y les deseó lo mejor a cada uno de ellos; Patty, aunque muy callada, volvía a tener un aspecto extrañamente juvenil, como el de la chica que empujaba el cochecito de bebé por la calle antes de que el vecindario fuese siquiera un vecindario.

Es asombroso que esos dos sigan juntos —le comentó Seth Paulsen a Merrie más tarde.

Merrie negó con la cabeza. —Creo que aún no han aprendido a vivir.

Se cometieron errores

Autobiografía de Patty Berglund

por Patty Berglund

(escrita a sugerencia de su psicoterapeuta)

Capítulo 1:
Complaciente

Si Patty no fuese atea, daría gracias al Señor por la existencia de actividades deportivas extraescolares, más que nada porque le salvaron la vida y le brindaron la oportunidad de realizarse como persona. Siente especial gratitud hacia Sandra Mosher del centro de enseñanza media de North Chappaqua, Elaine Carver y Jane Nagel del instituto Horace Greeley, Ernie y Rose Salvatore de los Campamentos de Baloncesto Femenino de Gettysburg, e Irene Treadwell de la Universidad de Minnesota. Gracias a estos excepcionales entrenadores, Patty aprendió disciplina, paciencia, a centrarse en un objetivo y a trabajar en equipo, así como los ideales de la deportividad, que contribuyeron a compensar su malsano espíritu competitivo y su escasa autoestima.

Patty se crió en el condado de Westchester, en Nueva York. Era la mayor de cuatro hijos, de los cuales los otros tres se acercaban más a las expectativas de sus padres. Era visiblemente Más Grande que los demás, y también Menos Singular, y también sensensiblemente Más Tonta. No tonta lo que se dice tonta, pero sí más tonta en términos relativos. Alcanzó el metro setenta y cuatro, casi la misma estatura que su hermano, aventajando en no pocos centímetros a las otras dos chicas, y a veces lamentaba no haber dado un estirón más y llegado al metro ochenta, ya que en cualquier caso siempre desentonaría en la familia. Ver la canasta mejor y ganar la posición más fácilmente y girar con mayor libertad en defensa tal vez habría mitigado un tanto la virulencia de su vena competitiva, y con ello habría disfrutado de una vida más feliz después de la universidad; era poco probable, desde luego, pero resultaba interesante planteárselo. Ya en el nivel universitario, era por lo general una de las jugadoras más bajas de la cancha, cosa que, curiosamente, le recordaba su posición en la familia y la ayudaba a mantener la adrenalina a niveles máximos.

El primer recuerdo que Patty guarda de la práctica de un deporte en equipo hallándose su madre entre el público es también uno de los últimos. Asistía a un campamento deportivo de día para personas corrientes en el mismo complejo donde sus dos hermanas participaban en un campamento artístico para personas extraordinarias, y un día su madre y sus hermanas se presentaron durante un partido de sóftbol, cuando se jugaban ya las últimas entradas. Patty, en posición de jardinera izquierda, veía con frustración a otras niñas menos aptas cometer errores en el cuadro y esperaba con impaciencia que alguien conectase un batazo profundo. Sigilosamente, fue acercándose más y más a la línea divisoria, y así fue como terminó el partido. Había corredoras en la primera y la segunda base. La bateadora golpeó una bola que salió botando hacia la paradora en corto, una chica con serios problemas de coordinación; Patty se le adelantó para interceptar la pelota y, acto seguido, echó a correr con la intención de eliminar a la primera corredora y luego iniciar la persecución de la segunda, una chica de lo más delicada que seguramente había llegado a primera base por un error del equipo contrario. Patty fue tras ella como una flecha, y la niña, chillando, se desvió hacia el campo exterior, abandonando el cuadro y, por tanto, quedando automáticamente descalificada; aun así, Patty, resuelta a eliminarla, siguió en pos de ella y la tocó mientras la niña se encogía y gritaba debido al dolor en apariencia insufrible de sentir el leve contacto de un guante.

Patty tuvo clara conciencia de que ése no era su momento más glorioso por lo que a deportividad se refería. Algo se había adueñado de ella porque estaba allí su familia, viéndola. Más tarde, en el coche, su madre, con voz aun más trémula que de costumbre, le preguntó si por fuerza tenía que ser tan... tan
agresiva
. Si era necesario ser... en fin, ser tan
agresiva
. «¿Qué mal le hacía compartir un poco la pelota con sus compañeras de equipo? Patty contestó que en la posición de jardinera izquierda no le llegaba NINGUNA bola. Y su madre dijo: «No me parece mal que hagas deporte, siempre y cuando aprendas a cooperar y a tener espíritu comunitario». Y Patty replicó: «¡Pues entonces mándame a un campamento DE VERDAD, donde yo no sea la única que juegue bien! ¡No puedo cooperar con gente incapaz de atrapar la bola!» Y su madre dijo: «No sé hasta qué punto conviene fomentar tanta agresividad y competitividad. Puede que yo no sea una gran entusiasta del deporte, pero no le veo la gracia a derrotar a una persona sólo por derrotarla. ¿No sería mucho más divertido trabajar todos juntos para construir algo en cooperación?»

La madre de Patty era una demócrata profesional. Aún ahora, en el momento de escribirse esto, es miembro de la Asamblea Legislativa del estado, la honorable Joyce Emerson, conocida por su defensa de los espacios abiertos, los niños pobres y las artes. Para Joyce, el paraíso es un espacio abierto adonde los niños pobres pueden ir a ejercitarse en las artes a costa del estado. Joyce nació en Brooklyn en 1934, con el nombre de Joyce Markowitz, pero por lo visto, ya desde los albores mismos de su conciencia le desagradaba ser judía. (La autobiógrafa se pregunta si una de las razones por las que a Joyce siempre le tiembla tanto la voz es el enorme esfuerzo, a lo largo de toda su vida, para disimular el acento de Brooklyn.) Joyce recibió una beca para estudiar Filosofía y Letras en los bosques de Maine, donde conoció al nada judío padre de Patty, con quien contrajo matrimonio en la iglesia Universalista Unitaria de Todas las Almas del Upper East Side de Manhattan. A juicio de la autobiógrafa, Joyce tuvo a su primogénita cuando aún no estaba preparada emocionalmente para la maternidad, si bien a este respecto quizá la propia autobiógrafa no debería andar tirando piedras. Cuando, en 1960, Jack Kennedy fue elegido candidato demócrata, Joyce dispuso de un pretexto noble y conmovedor para salir de una casa que, por lo visto, no podía evitar llenar de niños. Luego vinieron los derechos civiles, Vietnam y Bobby Kennedy: más buenas razones para ausentarse de una casa donde apenas había espacio para cuatro niños pequeños más una niñera de Barbados instalada en el sótano. Joyce acudió a su primera convención nacional en 1968, como delegada comprometida con la causa del difunto Bobby. Ejerció el cargo de tesorera del partido a nivel del condado y después el de presidenta, y realizó tareas organizativas al servicio de Teddy en 1972 y 1980. Cada verano, por las puertas abiertas de la casa entraban y salían voluntarios en tropel de sol a sol, cargados con cajas de material para la campaña. Patty podía entrenar el regate y el gancho durante seis horas seguidas sin que nadie le prestara la menor atención ni se preocupara por ella.

El padre de Patty, Ray Emerson, era abogado y cómico aficionado, con un repertorio que incluía chistes de pedos y parodias crueles de los vecinos, los amigos y los profesores de sus hijos. Un tormento que infligía a Patty con especial deleite era imitar a la niñera de Barbados, Eulalie, cuando ésta no los oía pero rondaba cerca, diciendo: «Bazta ya de diverzión, bazta ya de juegoz», etcétera, en voz cada vez más alta, hasta que Patty, abochornada, se levantaba de la mesa y salía corriendo entre los alaridos de entusiasmo de sus hermanos. También les proporcionaba interminables ratos de entretenimiento ridiculizar a Sandy Mosher, entrenadora y mentora de Patty, a quien Ray se complacía en llamar Saaaandra. Siempre andaba preguntándole a Patty si Saaaandra había recibido últimamente la visita de algún caballero o quizá, ji ji ji, ja ja ja, ¿de alguna
caballera
? Sus hermanos prorrumpían a coro: ¡Saaaandra, Saaaandra! Otros graciosos métodos para mortificar a Patty consistían en esconder al perro de la familia,
Elmo
, y fingir que había sido sacrificado mientras Patty estaba en el entrenamiento de baloncesto de última hora de la tarde. O tomarle el pelo por ciertos lapsus de cultura general cometidos años antes, preguntándole cómo les iba la vida a los canguros en
Austria
, y si había visto la última novela de la famosa escritora contemporánea Louisa May Alcott, y si todavía pensaba que los hongos pertenecían al reino animal. «El otro día vi a uno de esos hongos de Patty perseguir un camión —decía su padre—. Mirad, miradme: así persigue un camión el hongo de Patty.»

Casi todas las noches, su padre volvía a marcharse de casa después de la cena para reunirse con personas sin recursos a quienes defendía por poco dinero o gratis. Tenía un bufete delante de los juzgados de White Plains. Entre los clientes a quienes no cobraba se incluían puertorriqueños, haitianos, travestis y discapacitados físicos o mentales. Algunos se veían envueltos en tan penosos trances que ni siquiera se burlaba de ellos a sus espaldas. Así y todo, en la medida de lo posible, procuraba verles el lado gracioso a dichos trances. En décimo curso, para un trabajo en la escuela, Patty asistió a dos juicios en los que intervenía su padre. Uno era contra un parado de Yonkers que había bebido más de la cuenta el Día Nacional de Puerto Rico y salido a buscar al hermano de su mujer con la intención de rajarlo; pero, como no lo había encontrado, había rajado a un desconocido en un bar. La desventura y necedad del reo no sólo movieron a la risa a su padre, sino también al juez y al fiscal. Los tres se pasaron el rato cruzando guiños subrepticios. Como si el sufrimiento y los navajazos y la cárcel fueran sólo un pasatiempo de las clases bajas concebido para animarles a ellos el día, por lo demás aburrido.

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