Libertad (3 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Cosa que, naturalmente —como Patty contó a las otras madres—, a Joey le pareció indignante.

—No hay razón para indignarse —dijo Walter—. Tú te beneficiabas de una restricción artificial del comercio. No vi que te quejaras de las normas cuando te favorecían.

—Hice una inversión. Corrí un riesgo.

—Te aprovechabas de una laguna legal, y ellas han subsanado esa laguna. ¿Es que no lo viste venir?

—¿Y tú por qué no me avisaste?

—Sí te avisé.

—Sólo me avisaste de que podía perder dinero.

—Bueno, y ni siquiera has perdido dinero. Sencillamente no has ganado tanto como esperabas.

—Aun así, es dinero que debería haberme embolsado.

—Joey, ganar dinero no es un derecho. Estás vendiendo quincalla que en realidad esas niñas no necesitan y que posiblemente algunas de ellas ni siquiera puedan permitirse. Por eso el colegio de Connie impone un código indumentario: es lo más justo para todos.

—Ya, para todos menos para mí.

Por la manera en que Patty contó esta conversación, riéndose de la indignación inocente de Joey, Merrie Paulsen vio claro que Patty aún no tenía la menor sospecha de lo que hacía su hijo con Connie Monaghan. Para cerciorarse, Merrie sondeó un poco. ¿Sabía Patty qué sacaba Connie a cambio de sus esfuerzos? ¿Trabajaba a comisión?

—Ah, sí, le dijimos que debía darle la mitad de las ganancias —contestó Patty—. Pero lo habría hecho de todos modos. Siempre ha tenido una actitud muy protectora con ella, pese a que es menor.

—Es como un hermano para ella...

—No creas —bromeó Patty—; la trata mucho mejor. Pregúntale a Jessica cómo es ser hermana de Joey.

—Ja, sí, claro. Ja, ja —rió Merrie.

Hablando con Seth más tarde, ese mismo día, Merrie le dio el parte: Por asombroso que parezca, no tiene ni idea.

—Considero que recrearse en la ignorancia de otros padres es un error —respondió Seth—. Es tentar al destino, ¿no te parece?

—Lo siento, pero es una anécdota deliciosa: tiene mucha gracia. Ya te ocuparás tú de no regodearte y de mantener a raya el destino.

—Me da pena por ella.

—Pues lo siento, pero yo lo encuentro divertidísimo.

Hacia finales de ese invierno, en Grand Rapids, la madre de Walter sufrió una embolia pulmonar y se desplomó en el suelo de la boutique de ropa de mujer donde trabajaba. En Barrier Street conocían a la señora Berglund por sus visitas en Navidad, en los cumpleaños de los niños, o en su propio cumpleaños, cuando Patty la llevaba a una masajista del barrio y la colmaba de regaliz y nueces de macadamia y chocolate blanco, sus antojos preferidos. Merrie Paulsen la llamaba, sin la menor maldad, «Miss Bianca», por la ratona con gafas de los cuentos infantiles de Margery Sharp. Su rostro, en otro tiempo hermoso, tenía un aspecto apergaminado, y le temblaban la mandíbula y las manos, una de las cuales se le había quedado muy atrofiada a causa de una artritis infantil. Se había consumido, estragado físicamente, decía Walter con amargura, debido a toda una vida de duro trabajo al servicio del borracho de su padre, en el motel de carretera que tenían cerca de Hibbing, pero ella se empeñaba en conservar la independencia y un aire elegante en su viudez, y por tanto seguía yendo a la boutique al volante de su viejo Chevy Cavalier.

Ante la noticia de la embolia, Patty y Walter partieron sin pérdida de tiempo rumbo al norte, dejando a Joey bajo la supervisión de su desdeñosa hermana mayor. Fue poco después del subsiguiente festival de polvos adolescentes que Joey llevó a cabo en su habitación en manifiesto desafío a Jessica, y que sólo concluyó con la repentina muerte y entierro de la señora Berglund, cuando Patty se convirtió en una vecina muy distinta, una vecina mucho más sarcástica.

—Ah, Connie, sí —era ahora su cantinela—, tan buena chica, tan calladita e inofensiva, con una madre tan formal. Por cierto, me he enterado de que Carol tiene un novio nuevo, todo un macho, y ella le dobla la edad poco más o menos. ¿No sería una verdadera lástima que se mudaran ahora a otro sitio, con todo lo que ha hecho Carol para alegrarnos la vida? Y Connie... uf vaya si la echaría de menos también a ella. Ja, ja. Con lo calladita y buena y agradecida que es...

Patty tenía un aspecto lamentable: pálida, falta de sueño, desnutrida.

Había tardado muchísimo en empezar a aparentar su edad, pero ahora por fin Merrie Paulsen veía recompensada su espera.

—Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que lo ha descubierto —le dijo Merrie a Seth.

—Han raptado a su cachorro: no podría haber crimen más atroz —comentó Seth.

—Se lo han raptado, exacto —convino Merrie—. El pobre Joey, inocente e intachable, secuestrado por ese pequeño portento de inteligencia de la casa de al lado.

—Bueno, tiene un año y medio más.

—Eso según el calendario.

—Tú dirás lo que quieras —observó Seth—, pero Patty quería de verdad a la madre de Walter. Tiene que estar muy apenada.

—Sí, ya lo sé, ya lo sé. Seth, lo sé. Y ahora puedo sentir sincera lástima por ella.

Otros vecinos más cercanos a los Berglund que los Paulsen informaron de que Miss Bianca había dejado en herencia su pequeña ratonera, a orillas de un lago menor próximo a Grand Rapids, unicamente a Walter, excluyendo a sus dos hermanos. Según contaron, hubo ciertas discrepancias entre Walter y Patty en cuanto a qué hacer al respecto, ya que Walter quería vender la casa y repartir las ganancias entre él y sus hermanos, y Patty insistía en que debía respetar la última voluntad de su madre: premiarlo por ser el hijo bueno. El hermano menor era militar de carrera y vivía en el Mojave, en la base aérea, mientras que el mayor se había pasado toda su vida adulta perseverando en el proyecto de su padre, que consistía en entregarse inmoderadamente a la bebida y tener a su madre por completo abandonada salvo para explotarla económicamente. Walter y Patty siempre habían llevado a los niños a ver a la abuela durante una o dos semanas en verano, invitando a menudo a una o dos amigas de Jessica, que describían la finca como rústica y boscosa
y
sin mas bichos de la cuenta. Quizá por consideración a Patty, que parecía haberse entregado también inmoderadamente a la bebida —por la mañana, cuando salía al camino de acceso a recoger el
New York Times
con su faja azul y el
Star Tribune
con su faja verde, su tez era un gran manchurrón de color chardonnay—, Walter accedió finalmente a quedarse con la casa para pasar las vacaciones allí, y en junio, en cuanto acabaron las clases, Patty se llevó a Joey al norte para que la ayudara a vaciar los cajones y limpiar y pintar mientras Jessica permanecía en casa con Walter y hacía un curso complementario de poesía.

Ese verano, varios vecinos, entre los que no se contaban los Paulsen, llevaron a sus hijos de visita a la casa del lago. Encontraron a Patty mucho más animada. A su regreso, un padre invitó a Seth Paulsen, en privado, a imaginársela bronceada y descalza, con un bañador negro y unos vaqueros sin cinturón, un look muy del agrado de Seth. En público, todos comentaron lo atento y poco esquivo que estaba Joey, y lo bien que parecían pasárselo allí Patty y él. Habían obligado a todos los visitantes a jugar con ellos a un complicado juego de mesa que llamaban «Asociaciones». Patty se quedaba por las noches hasta tarde delante del mueble televisor de su suegra, entreteniendo a Joey con su intrincado conocimiento de las comedias de productoras independientes de los años sesenta y setenta. Joey, que descubrió que su lago no aparecía en los mapas locales —en realidad era una charca grande donde sólo había una casa más—, lo bautizó Sin Nombre, y Patty pronunciaba el nombre con ternura, con sentimentalismo, «nuestro lago Sin Nombre». Seth Paulsen se enteró de que Joey trabajaba largas jornadas allí, desatascando los canalones y raspando pintura y desbrozando, y se preguntó si acaso Patty le daría una sustanciosa paga por sus servicios, si eso formaría parte del trato. Pero nadie lo sabía.

En cuanto a Connie, casi siempre que los Paulsen miraban por una ventana orientada hacia la casa de las Monaghan, la veían allí, esperando. Desde luego era una chica muy paciente: tenía el metabolismo de un pez en invierno. Por las noches trabajaba recogiendo mesas en W. A. Frost, pero por las tardes, entre semana, aguardaba en los escalones de la puerta de su casa mientras en la calle pasaban los vendedores de helados y jugaban los niños más pequeños, y los fines de semana se sentaba en una tumbona en la parte de atrás, lanzando esporádicas miradas a las ruidosas, violentas y arbitrarias labores de reforma en la casa y la tala de árboles en el jardín emprendidas por el nuevo novio de su madre, Blake, con sus compinches no sindicados del ramo de la construcción, pero sobre todo se limitaba a esperar.

—Y bien, Connie, ¿qué hay de interesante en tu vida últimamente? —le preguntó Seth desde el callejón que separaba los jardines traseros de ambas casas.

—¿Aparte de Blake, quieres decir?

—Sí, aparte de Blake.

Connie pensó un momento y negó con la cabeza.

—Nada —contestó.

—¿Te aburres?

—La verdad es que no.

—¿Vas al cine? ¿Lees?

Connie fijó en Seth aquella mirada suya de «tú y yo no tenemos nada en común».

—He visto
Batman
.

—¿Y qué sabes de Joey? Estábais muy unidos. Supongo que lo echas de menos.

—Volverá —dijo ella.

Una vez resuelto el viejo conflicto de las colillas —Seth y Merrie admitieron la posibilidad de haber exagerado el recuento de colillas caídas en la piscinita a lo largo del verano, e incluso la posibilidad de haberse excedido en su reacción—, habían descubierto en Carol Monaghan un pozo de información ilimitada sobre la política municipal del Partido Demócrata, en la que Merrie participaba cada vez más.

Carol contaba con toda naturalidad espeluznantes anécdotas sobre la inmunda maquinaria, sobre las cloacas subterráneas, sobre las contratas amañadas, sobre los cortafuegos permeables, sobre la contabilidad creativa, y veía complacida como Merrie se horrorizaba.

Ésta acabó valorando a Carol como paradigma encarnado de la corrupción municipal que ella se proponía combatir. La gran virtud de Carol era que en apariencia nunca cambiaba; seguía poniéndose de tiros largos los jueves por la noche para quien fuera, año tras año tras año, manteniendo viva la tradición patriarcal de la política urbana.

Y de pronto, un buen día, Carol cambió. Era algo que se respiraba en el ambiente desde hacía un tiempo. El alcalde, Norm Coleman, se había metamorfoseado en republicano, y un ex luchador profesional iba camino de la mansión del gobernador. En el caso de Carol, el catalizador fue su nuevo novio, Blake, un joven operario de excavadora con perilla al que había conocido en el registro municipal de permisos y licencias, y por quien cambió de imagen espectacularmente. Atrás quedaron los peinados complicados y los vestidos de chica de compañía, y aparecieron los pantalones ajustados, el pelo escalado y menos maquillaje. Una Carol que nadie había visto nunca, de hecho, una Carol feliz, saltaba exultante de la pickup F-250 de Blake, dejando que la palpitante música de rock progresivo se propagara por la calle, y cerraba la puerta de su lado con un brioso empujón. Al cabo de poco tiempo Blake empezó a quedarse a dormir en su casa, y se paseaba por allí con un jersey de los Vikings, las botas de trabajo desatadas y una lata de cerveza en la mano, y no mucho después ya estaba talando todos los árboles del jardín trasero con la motosierra y yendo a lo loco de aquí para allá con una excavadora alquilada. En el parachoques de su pickup llevaba una pegatina en que se leía SOY BLANCO Y VOTO.

Los Paulsen, que recientemente habían concluido también unas prolongadas reformas, eran reacios a quejarse del ruido y el caos, y Walter, el vecino del otro lado, era demasiado buena persona o estaba demasiado ocupado, pero cuando por fin Patty volvió a casa a finales de agosto, después de unos meses en el campo con Joey, casi perdió la razón ante tal horror, y se dedicó a ir de puerta en puerta por toda la calle, con la mirada enloquecida, para vilipendiar a Carol Monaghan.

—Disculpad —decía—, ¿qué ha pasado aquí? ¿Puede alguien explicarme qué ha pasado? ¿Ha declarado alguien la guerra a los árboles sin avisarme? ¿Quién es ese Paul Bunyan de la pickup? ¿De qué va esto? ¿No sigue de alquiler? ¿Está permitido exterminar los árboles siendo sólo inquilino? ¿Cómo es posible que derribe la pared trasera de una casa si ni siquiera es la dueña? ¿La ha comprado sin que nos enteremos? ¿Cómo se las ha arreglado? Ni siquiera es capaz de cambiar una bombilla sin llamar a mi marido.

«Perdona que te moleste a la hora de la cena, Walter, pero hay un interruptor que, cuando le doy, no hace nada. ¿Te importaría venir ahora mismo? Y ya que estás aquí, cielo, ¿puedes ayudarme con la declaración de la renta? Mañana termina el plazo y aún no se me ha secado el esmalte de uñas.» ¿Cómo ha podido esa misma persona conseguir una hipoteca? ¿Es que no tiene facturas pendientes de Victoria's Secret? ¿Cómo se le permite siquiera tener novio? ¿No hay cierto pez gordo en Minneapolis? ¿No debería alguien poner al corriente a ese pez gordo?

Sólo cuando Patty llegó a la puerta de los Paulsen, muy abajo en su lista de vecinos que visitar, obtuvo algunas respuestas. Merrie explicó que, en efecto, Carol Monaghan ya no era inquilina. La casa de Carol era una de los varios centenares que habían pasado a ser propiedad de la concejalía de la vivienda en los años de vacas flacas y ahora las vendían a precio de saldo.

—¿Cómo es que no me he enterado yo de eso? —preguntó Patty.

—No lo has preguntado —respondió Merrie. Y sin poder contenerse, añadió—: Nunca has mostrado especial interés por los asuntos municipales.

—¿Y dices que le ha salido barata?

—Muy barata. Resulta muy útil conocer a las personas indicadas.

—¿Y tú qué opinas de eso?

—Me da asco, tanto fiscal como filosóficamente —contestó Merrie—. Esa es una de las razones por las que colaboro con Jim Scheibel.

—A mí siempre me ha encantado este barrio, ¿sabes? —comentó Patty—. Siempre me ha gustado vivir aquí, incluso al principio. Y ahora, de pronto, lo veo todo sucio y feo.

—No te deprimas, implícate —dijo Merrie, y le dio unas octavillass.

No me gustaría estar en la piel de Walter ahora mismo —observó Seth en cuanto Patty se fue.

Me alegra oírte decir eso, de verdad —respondió Merrie. ¿Ha sido una impresión mía o has captado tú también cierto tonillo de descontento conyugal? Me refiero a lo de ayudar a Carol con la declaración de la renta. ¿Sabes algo de eso? Me ha parecido muy interesante. No tenía noticia. Y ahora Walter no ha sido capaz de proteger la hermosa vista que tenían de los árboles de Carol.

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