Libertad (2 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

A finales de los años ochenta, Carol era la única persona de otro nivel que quedaba en la manzana. Fumaba Parliament, se teñía de rubio, exhibía unas espeluznantes uñas como garras, daba a su hija alimentos excesivamente procesados, y los jueves por la noche llegaba a casa muy tarde («Es la noche libre de mamá», explicaba, como si todas las mamás tuvieran una), entraba con sigilo en casa de los Berglund, usando la llave que ellos le habían dado, y recogía a Connie, que dormía en el sofá donde Patty la había tapado con unas mantas. Patty había sido de una generosidad implacable al ofrecerse a cuidar de Connie mientras Carol iba a trabajar o hacía la compra o se dedicaba a sus asuntos de la noche del jueves, y Carol había acabado dependiendo de ella para un sinfín de horas de canguro gratuitas. Difícilmente habría escapado a la atención de Patty que Carol devolvía esta generosidad actuando como si la hija de la propia Patty, Jessica, no existiese, y mimando indebidamente a su hijo, Joey («¿Qué? ¿No va a darme otro besazo este galán irresistible?»), y arrimándose mucho a Walter en las fiestas del barrio, con sus blusas vaporosas y sus tacones de camarera de bar de copas, elogiando las proezas de Walter en las reformas de la casa y soltando estridentes carcajadas ante todo lo que él decía; pero durante muchos años lo peor que Patty decía de Carol era que las madres solteras tenían una vida difícil, y si Carol se comportaba a veces de forma extraña con ella era seguramente por una cuestión de orgullo.

En opinión de Seth Paulsen, que hablaba de Patty un poco demasiado a menudo para gusto de su mujer, los Berglund eran de esos progresistas hiperculpabilizados que necesitaban perdonar a todo el mundo para que se les perdonara a ellos su propia buena suerte; que carecían del valor necesario para asumir sus privilegios. Uno de los problemas de la teoría de Seth era que los Berglund no eran unos privilegiados en absoluto; su único bien conocido era la casa, que habían reformado con sus propias manos. Otro problema, como Merrie Paulsen señaló, era que el progresismo de Patty dejaba mucho que desear, por no hablar de su feminismo (se quedaba en casa con su calendario de cumpleaños, horneando sus condenadas galletas), y parecía del todo alérgica a la política. Si alguien le mencionaba unas elecciones o a un candidato, la veía esforzarse en vano por mantener su alegría natural de siempre, la veía alterarse y asentir más de la cuenta, demasiado sí, sí, sí. Merrie, que tenía diez años más que Patty y los aparentaba del primero al último, había sido miembro activo de Estudiantes por una Sociedad Democrática en Madison y ahora era activísima representante de la fiebre del Beaujolais
nouveau
. Cuando Seth, en una cena, mencionó a Patty por tercera o cuarta vez, Merrie enrojeció de un color tinto
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y declaró que en la supuesta buena vecindad de Patty Berglund no había la menor conciencia en sentido amplio, ni la menor solidaridad, ni el menor contenido político, ni la menor estructura fungible, ni el menor espíritu comunitario; todo eran chorradas retrógadas de ama de casa, y la verdad, en opinión de Merrie, si uno rascaba bajo la superficie de aparente amabilidad, podía encontrar en Patty, para su sorpresa, algo duro y egoísta y competitivo y reaganita. Saltaba a la vista que lo único que le importaba eran sus hijos y su casa, no sus vecinos, ni los pobres, ni su país, ni sus padres, ni siquiera su propio marido.

Y era innegable que Patty vivía pendiente de su hijo varón. Pese a que Jessica era el motivo de orgullo más obvio para sus padres —entusiasta de los libros, apasionada de la naturaleza, flautista de talento, leal en el campo de fútbol, canguro muy solicitada, no tan guapa como para que eso la deformara moralmente, admirada incluso por Merrie Paulsen—, Joey era el niño de quien Patty hablaba continuamente. Con su autodesprecio característico, risueña, como en confianza, vertía una carretada de detalles sin filtrar sobre las dificultades que tenían Walter y ella con Joey. Presentaba en forma de queja la mayoría de sus anécdotas, y sin embargo nadie dudaba que adoraba al chico. Era como una mujer lamentándose de su novio guapo pero gilipollas. Como si se enorgulleciera de que le pisoteara el corazón: como si lo principal, quizá lo único, que le interesara dar a conocer al mundo fuera su propia predisposición a aceptar ese pisoteo.

—Está comportándose como un auténtico cabroncete —dijo una vez a las otras madres durante el largo invierno de las Guerras a la Hora de Acostarse, en la época en que Joey reafirmaba su derecho a irse a dormir a la misma hora que Patty y Walter.

—¿Tiene rabietas? ¿Llora? —preguntaron las otras madres.

—¿Estáis de broma? —contestó Patty—. Ojalá llorase. Una llorera sería algo normal, y tendría un principio y un fin.

—¿Qué hace, pues? —preguntaron las madres.

—Pone en duda los fundamentos de nuestra autoridad. Le ordenamos que apague la luz, pero su postura es que él no debería estar obligado a dormirse hasta que nosotros apaguemos la nuestra, porque es exactamente igual que nosotros. Y os lo juro por Dios, es como un reloj... cada quince minutos... os juro que se queda ahí tumbado mirando el despertador, y cada quince minutos grita: «¡Sigo despierto! ¡Sigo aquí despierto!» Con ese tonillo de desprecio, o de sarcasmo... mira que es raro. Yo le suplico a Walter que no pique, pero nada, llegamos otra vez a las doce menos cuarto, y ahí tienes a Walter, en la habitación de Joey a oscuras, discutiendo una vez más acerca de la diferencia entre los adultos y los niños, y de si una familia es una democracia o una dictadura blanda, hasta que al final soy yo quien se enrabieta, y entonces, tendida en la cama, empiezo a gimotear: «Basta ya, por favor, basta ya.»

Merrie Paulsen no le veía ninguna gracia a la anécdota de Patty. Más tarde, esa noche, mientras metía en el lavavajillas los platos de la reunión, le comentó a Seth que no la sorprendía que Joey no diferenciara claramente entre niños y adultos: por lo visto, su propia madre no tenía del todo claro qué era ella, si niña o adulta. ¿Había observado Seth que en las historias de Patty siempre era Walter quien imponía disciplina, como si Patty fuese sólo una espectadora irresponsable cuya única función era ser mona?

—Me pregunto si de verdad está enamorada de Walter —reflexionó Seth con optimismo en voz alta, descorchando una última botella—. Físicamente, quiero decir.

—El subtexto siempre es «mi hijo es extraordinario» —continuó Merrie—. Siempre se queja de su gran capacidad de atención.

—Bueno, para ser justos —señaló Seth—, eso debe verse en el contexto de la tozudez del niño. Su infinita paciencia a la hora de desafiar la autoridad de Walter.

—Cada palabra que Patty pronuncia sobre él es una manera velada de alardear.

—¿Y tú no alardeas nunca? —preguntó Seth con sorna.

—Quizá sí —respondió Merrie—, pero al menos soy mínimamente consciente de la impresión que causo en los demás al hablar. Y mi sentido de mi propia valía no se basa en lo extraordinarios que son nuestros hijos.

—Eres la madre perfecta —insistió Seth.

—No, ésa sería Patty —lo corrigió Merrie a la vez que aceptaba más vino—. Yo sólo soy muy buena madre.

Joey lo tenía demasiado fácil, se quejaba Patty. Con el pelo rubio como el oro, era guapo y parecía conocer de forma innata las respuestas a todo examen que pudieran ponerle en el colegio, como si llevara codificadas en el mismísimo ADN las secuencias de opciones A, B, C y D de las pruebas de opción múltiple. Se sentía anormalmente a gusto con vecinos que le quintuplicaban la edad. Cuando su colegio o su manada de lobatos de los boy scouts lo obligaban a vender dulces o números de rifa de puerta en puerta, admitía con toda sinceridad que aquello era un «timo». Perfeccionó una sonrisa de deferencia en extremo irritante ante juguetes o juegos que tenían otros niños pero Patty y Walter se negaban a comprarle. Para borrarle esa sonrisa, sus amigos insistían en compartir sus cosas, y así llegó a ser un crack de los videojuegos, pese a que sus padres no eran partidarios de los videojuegos, y desarrolló una familiaridad enciclopédica con la música urbana de la que sus padres protegían sus oídos preadolescentes con tanto afán. No tendría más de once o doce años cuando una noche, en la cena, sin querer o adrede, llamó «hijo» a su padre, o eso contó Patty.

—No veas lo mal que le
sentó
a Walter —les dijo a las otras madres.

—Así es como hablan ahora los adolescentes entre ellos —comentaron las madres—. Cosas del rap.

—Eso dijo Joey —respondió Patty—. Dijo que no era más que una palabra, y ni siquiera una palabrota. Y por supuesto Walter se permitió discrepar. Y yo, allí sentada, pienso: «Wal-ter, Wal-ter,
no
le sigas el juego,
no
sirve de nada discutir»; pero
no
, él tiene la necesidad de explicarle que si bien «chico», por ejemplo, no es una palabrota, no puede decírsele a un hombre mayor, y menos a un negro, pero, claro, el problema con Joey es que se niega a admitir que exista una diferencia entre niños y personas mayores, y al final Walter acaba diciéndole que se queda sin postre, y Joey responde que de todos modos tampoco lo quiere, que en realidad ni siquiera le gustan mucho
los
postres, y
yo, allí
sentada, pienso: «Wal-ter, Wal-ter, no le sigas el juego», pero Walter no puede evitarlo: necesita demostrarle a Joey que en realidad le encantan los postres. Pero Joey no acepta polemizar con Walter. Miente descaradamente, claro, pero afirma que sólo repite postre porque es la costumbre, no porque le guste de verdad, y el pobre Walter, que no soporta que le mientan, dice: «Vale, si no te gustan, a ver qué te parece quedarte un mes entero sin postre.» Y yo pienso, «Uy, Wal-ter, Wal-ter, esto no va a acabar bien», porque la respuesta de Joey es «Me quedaré un año entero sin postre, no volveré a comer postre en la vida, excepto por educación en otras casas», lo que, curiosamente, es una amenaza creíble: es tan tozudo que es muy capaz. Y yo salgo con que: «Eh, chicos, tiempo muerto, el postre es un grupo alimentario importante, no nos pasemos», cosa que mina al instante la autoridad de Walter, y como toda la discusión giraba en torno a su autoridad, me las he apañado para echar por tierra todos los avances que él había conseguido.

La otra persona que quería a Joey con locura era Connie, la niña Monaghan. Era una personita seria y callada con el desconcertante hábito de sostenerte la mirada sin parpadear, como si no tuviera nada en común contigo. Por las tardes, era parte integrante de la cocina de Patty, donde se afanaba en moldear masa de galletas en esferas geométricamente perfectas, poniendo tal empeño que la mantequilla se derretía y la masa adquiría un brillo oscuro. Patty formaba once bolas por cada una de Connie, y cuando salían del horno, Patty nunca dejaba de pedirle permiso a Connie para comerse la galleta «de verdad sobresaliente» (la más pequeña, la más plana, la más dura). Jessica, que era un año mayor que Connie, no parecía tener inconveniente en ceder la cocina a la hija de la vecina mientras ella leía libros o jugaba con sus terrarios. Connie no suponía la menor amenaza para una niña tan equilibrada como Jessica. Connie no tenía noción de totalidad: ella era todo profundidad, sin amplitud. Cuando coloreaba, se abstraía saturando una o dos áreas con un rotulador y dejaba el resto en blanco, ajena a las alentadoras e insistentes sugerencias de Patty para que probara otros colores.

La absoluta dedicación de Connie a Joey pronto fue evidente para todas las madres del barrio excepto, al parecer, para Patty, quizá por su propia dedicación a él. En Linwood Park, donde a veces Patty organizaba actividades deportivas para los niños, Connie se quedaba sentada sola en la hierba y confeccionaba collares con flores de trébol para nadie, dejando correr los minutos hasta que Joey bateaba o avanzaba con el balón de fútbol, despertando su interés momentáneamente. Era como una amiga imaginaria que daba la casualidad de que era visible. Joey, con su precoz dominio de sí mismo, rara vez consideraba necesario tratarla mal delante de sus amigos, y Connie, por su parte, cuando quedaba claro que los chicos se marchaban a hacer cosas de chicos, sabía que le convenía más retraerse y esfumarse sin reproches ni súplicas. Siempre le quedaba el día de mañana. Durante mucho tiempo, siempre le quedaba también Patty, de rodillas entre sus hortalizas o subida a una escalera con una camisa de lana salpicada de pintura, entregada a la sisífica labor del mantenimiento de la casa victoriana. Si Connie no podía estar cerca de Joey, podía al menos serle útil haciéndole compañía a su madre en su ausencia.

—¿Cómo llevamos los deberes? —preguntaba Patty desde la escalera—. ¿Necesitas ayuda?

—Ya me ayudará mi madre cuando llegue.

—Estará cansada, será tarde. Podrías sorprenderla y tenerlo ya todo hecho. ¿Quieres?

—No, esperaré.

Cuando exactamente Connie y Joey empezaron a follar, nadie lo sabía. Seth Paulsen, sin pruebas, sólo por escandalizar a la gente, se complacía en opinar que fue cuando Joey tenía once años y Connie doce. Las especulaciones de Seth se centraban en la intimidad propiciada por un fuerte que Walter le había ayudado a construir a Joey en lo alto de un viejo manzano silvestre del descampado. Ya a finales de octavo, el nombre de Joey empezaba a salir en las respuestas de los niños del vecindario cuando sus padres, con forzada naturalidad, los interrogaban sobre el comportamiento sexual de sus compañeros de colegio, y más tarde Jessica probablemente se había dado cuenta de algo, en los últimos días de ese verano; de pronto, sin decir por qué, comenzó a tratar con chocante desdén a Connie y a su hermano. Pero nadie los vio andar juntos por ahí hasta el siguiente invierno, cuando se embarcaron en un
negocio
.

Según Patty, la lección que Joey había aprendido de sus continuas discusiones con Walter era que los niños se veían obligados a obedecer a sus padres porque eran los padres quienes tenían el dinero. Eso se convirtió en un ejemplo más de la excepcionalidad de Jocy: mientras que las otras madres se lamentaban de lo autorizados que se sentían sus hijos a exigir dinero, Patty presentaba cómicas caricaturas de lo mucho que mortificaba a Joey tener que suplicarle financiación a Walter. Los vecinos que contrataban los servicios de Joey sabían que paleaba nieve y rastrillaba hojas con asombrosa diligencia, pero en el fondo, según Patty, detestaba la escasa paga y consideraba que retirar la nieve del camino de acceso de un adulto lo ponía en una relación poco deseable con dicho adulto. Los ridículos métodos para ganar dinero propuestos en las publicaciones de los boy scouts —vender suscripciones para la revista de puerta en puerta, aprender trucos de magia y ofrecer funciones de magia cobrando la entrada, adquirir instrumental de taxidermia y disecar la lucioperca por la que el vecino había ganado un premio de pesca— apestaban todos por igual a servilismo («Soy un taxidermista al servicio de la clase dominante») o, peor aún, a beneficencia. Y por tanto, inevitablemente, en su afán por liberarse de Walter, se vio atraído hacia la actividad empresarial. Alguien, tal vez incluso la propia Carol Monaghan, pagaba las mensualidades de Connie en una pequeña escuela católica, Saint Catherine's, donde las niñas vestían de uniforme y tenían prohibida toda clase de joyas salvo una sortija («sencilla, únicamente de metal»), un reloj de pulsera («sencillo, sin piedras preciosas») y un par de pendientes («sencillos, únicamente de metal, de un centímetro y medio de largo como máximo»). Dio la casualidad de que una de las niñas de noveno más admiradas del colegio de Joey, el Central High, había ido de viaje a Nueva York con su familia y había traído de allí un reloj barato, muy apreciado a la hora del almuerzo, en cuya correa amarilla de aspecto masticable un vendedor ambulante de Canal Street había termoestampado, a petición de la niña, unas pequeñas letras de plástico de color rosa caramelo que componían el título de una canción de Pearl Jam, DON'T CALL ME DAUGHTER, «No me llames hija». Como el propio Joey contaría después en sus solicitudes de plaza a las universidades, tomó de inmediato la iniciativa de investigar quién era el proveedor mayorista de aquel reloj y cuánto costaba una termoestampadora. Invirtió cuatrocientos dólares de sus propios ahorros en el equipo, hizo una correa de plástico de muestra para Connie («READY FOR THE PUSH», rezaba: «Lista para el empujón») con la idea de que la exhibiera en Saint Catherine's, y luego, empleando a Connie como mensajera, vendió relojes personalizados nada menos que a una cuarta parte de sus compañeras de escuela, a treinta dólares la pieza, hasta que las monjas se percataron y rectificaron el código indumentario a fin de prohibir las correas de reloj con texto estampado.

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