Libertad

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

El retrato minucioso de una familia del Medio Oeste americano a lo largo de varias décadas adquiere en la prosa maestra de Jonathan Franzen un carácter universal. Ahondando en la vida íntima de unos personajes tan cercanos como identificables, la novela es una incisiva radiografía de nuestro tiempo que ha suscitado la admiración unánime de la crítica y los lectores de todos los países donde se ha publicado hasta la fecha.

Jonathan Franzen

Libertad

ePUB v1.3

patanete
09.01.12

Traducción del inglés de Isabel Ferrer

Por la ayuda prestada en este libro, el autor desea expresar su especial gratitud a Kathy Chetkovich y Elisabeth Robinson; a Joel Baker, Bonnie y Cam Blodgett, Scott Cheshire, Rolland Comstock, Nick Fowler, Sarah Graham, Charlie Herlovic, Tom Hjelm, Lisa Leonard, David Means, George Packer, Deanna Shemek, Brian Smith, Lorin Stein y David Wallace; a la Academia Americana en Berlín y al Cowell College de la Universidad de California, en Santa Cruz.

Título original: Freedom

Ilustración de la cubierta: Reinita cerúlea de Dave Maslowski

Paisaje de Getty Images

Diseño de la ilustración de la cubierta: Charlotte Strick

Copyright © Jonathan Franzen, 2010

Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2011

Para Susan Golomb y Jonathan Galassi

Id juntos, ilustres y felices ganadores, mientras lo sois. Cambiad vuestros regocijos con compañía. Yo, vieja tórtola, iré a suspenderme de alguna rama seca y allí lamentaré hasta el fin de mis días la pérdida de mi compañero, que nunca será hallado.

El cuento de invierno

Buenos vecinos

La noticia sobre Walter Berglund no apareció en la prensa local —Patty y él se habían trasladado a Washington dos años antes, y en Saint Paul ya no contaban para nadie—, pero la aristocracia urbana de Ramsey Hill no era tan leal a su ciudad como para privarse de leer el
New York Times
. Según un largo y nada halagüeño artículo de este periódico, Walter había arruinado su vida profesional allá en la capital de la nación. Sus antiguos vecinos tenían ciertas dificultades para conciliar los apelativos que utilizaba el
Times
para describirlo («arrogante», «prepotente», «éticamente dudoso») con el rubicundo, risueño y generoso empleado de 3M al que recordaban pedaleando bajo la nieve de febrero por Summit Avenue, camino de la oficina; resultaba extraño que Walter, más verde que los Verdes y él mismo de origen rural, tuviera ahora problemas por actuar en connivencia con la industria del carbón y abusar de la gente del campo. Aunque, la verdad sea dicha, con los Berglund siempre había habido algo que no terminaba de encajar.

Walter y Patty fueron los jóvenes pioneros de Ramsey Hill: los primeros graduados universitarios en comprar una vivienda en Barrier Street desde que tres décadas antes el antiguo corazón de Saint Paul se viera sumido en tiempos difíciles. Compraron su casa victoriana a precio de saldo y luego, durante diez años, se dejaron la piel reformándola. Ya, al principio, alguien muy decidido le prendió fuego al garaje y forzó un par de veces la cerradura del coche antes de que consiguieran reconstruirlo. Moteros de piel curtida invadían el solar del otro lado del callejón trasero para beber cerveza Schlitz y asar unas
knockwurst
y hacer rugir los motores a altas horas de la madrugada, hasta que Patty salía en chándal y les decía: «Eh, tíos, ¿sabéis qué os digo?» Patty no asustaba a nadie, pero había sido una destacada atleta en el instituto y la universidad y poseía la audacia típica de los atletas. Desde su primer día en el barrio llamó inevitablemente la atención. Alta, con coleta, absurdamente joven, empujando un cochecito de bebé entre coches desguazados y botellas de cerveza rotas y nieve salpicada de vómito, podría haber llevado toda su jornada en las bolsas de redecilla que colgaban del cochecito. Tras ella se adivinaban los preparativos con el engorro de un bebé para toda una mañana de recados con el engorro de un bebé; por delante, una tarde de radio pública, el popular recetario
Silver Palate Cookbook
, pañales de tela, masilla tapajuntas y pintura de látex; luego
Buenas noches, luna
, y luego una copa de zinfandel. Ella era ya en sentido pleno aquello que en el resto de la calle no había hecho más que empezar.

En los primeros años, cuando aún era posible tener un Volvo 240 sin sentirse incómodo, la misión colectiva en Ramsey Hill consistía en reaprender ciertas aptitudes para la vida que los padres de uno habían querido desaprender precisamente huyendo a las zonas residenciales de las afueras; por ejemplo, cómo despertar el interés de la policía del barrio en cumplir realmente con su cometido, cómo proteger una bicicleta de un ladrón en extremo motivado, cuándo molestarse en echar a un borracho del mobiliario de tu jardín, cómo alentar a los gatos callejeros a cagar en el cajón de arena de los hijos de otro, cómo decidir si un colegio público era tan lamentable que ni siquiera valía la pena intentar mejorarlo. Existían asimismo asuntos más contemporáneos, entre ellos los pañales de tela: ¿merecían la pena? ¿Y era verdad que aún repartían leche en botellas de cristal a domicilio? ¿Eran los boy scouts políticamente correctos? ¿Era de veras necesario el bulgur? ¿Dónde se reciclaban las pilas? ¿Cómo había que reaccionar cuando una persona pobre de color te acusaba de destruir su barrio? ¿Era verdad que el esmalte de las antiguas vajillas Fiesta contenía una cantidad peligrosa de plomo? ¿Cuán sofisticado tenía que ser un filtro de agua para la cocina? ¿Por qué no funcionaba a veces la superdirecta de tu 240 cuando apretabas el botón que decía superdirecta? ¿Qué era mejor con los mendigos: darles comida o no darles nada? ¿Era posible criar a niños inusitadamente seguros de sí mismos, felices e inteligentes, si se trabajaba a jornada completa? ¿Podía molerse el café en grano la noche antes de consumirlo, o debía hacerse la misma mañana? ¿Existía alguien en la historia de Saint Paul que hubiera tenido una experiencia positiva con un techador? ¿Y alguien conocía un buen mecánico de Volvo? ¿A tu 240 también se le trababa el cable del freno de mano? Y ese interruptor del salpicadero con un rótulo enigmático, ese que producía un chasquido tan satisfactoriamente sueco pero no parecía conectado a nada, ¿qué demonios era?

Para cualquier consulta, Patty Berglund era un recurso, una alegre portadora de polen sociocultural, una abeja afable. En Ramsey Hill era una de las pocas madres que no trabajaban, y se la conocía por su aversión a hablar bien de sí misma o mal de los demás. Decía que temía acabar «decapitada» algún día por una de las ventanas de guillotina cuyas cadenas había cambiado ella misma. Sus hijos «probablemente» iban a morirse de triquinosis porque les había dado cerdo poco hecho. Se preguntaba si el hecho de que ya «nunca» leyera libros estaba relacionado con su «adicción» a los efluvios del aguarrás. Confesaba que tenía «prohibido» echar abono a las flores de Walter después de lo sucedido «la otra vez». Entre algunas personas esa forma de autodescrédito no sentaba bien, personas que percibían cierta condescendencia en ello, como si Patty, al exagerar sus pequeños defectos, pretendiera ostensiblemente no herir los sentimientos de amas de casa menos expertas. Pero la mayoría de la gente consideraba sincera su modestia, o como mínimo graciosa, y en todo caso no era fácil resistirse a una mujer por quien tus propios hijos sentían tanto aprecio, y que recordaba no sólo los cumpleaños de ellos sino también el tuyo, y entonces se presentaba ante tu puerta trasera con una bandeja de galletas o una tarjeta de felicitación o lirios en un jarrón de un todo a cien que, te decía, no tenías que molestarte en devolverle.

Se sabía que Patty se había criado en la Costa Este, en un barrio residencial de las afueras de Nueva York, y había recibido una de las primeras becas completas concedidas a una mujer para jugar al baloncesto en la Universidad de Minnesota, donde, en su segundo curso, según una placa colgada en la pared del despacho de Walter en casa, había sido elegida jugadora del segundo equipo de la selección nacional. Algo curioso en Patty, habida cuenta de su marcada inclinación por la vida familiar, era que en apariencia no mantenía ningún contacto con sus raíces. Pasaba largas temporadas sin moverse de Saint Paul, y se sospechaba que nunca la había visitado nadie del este, ni siquiera sus padres. Si alguien le preguntaba a bocajarro por ellos, contestaba que los dos hacían muchas cosas buenas para mucha gente: su padre tenía un bufete en White Plains, su madre se dedicaba a la política, sí, era miembro de la Asamblea Legislativa del estado de Nueva York. Luego asentía con convicción y añadía: «En fin, sí, eso hacen», como si el tema ya no diera más de sí.

Lograr que Patty admitiera que el comportamiento de alguien estaba «mal» podía considerarse un juego. Cuando le contaron que Seth y Merrie Paulsen celebraban una fiesta de Halloween a lo grande para sus gemelos y habían invitado a todos los niños de la manzana excepto a Connie Monaghan, Patty se limitó a decir que eso era muy «raro». Cuando después se cruzó con los Paulsen en la calle, éstos le explicaron que se habían pasado todo el santo verano intentando disuadir a Carol, la madre de Connie Monaghan, de tirar colillas desde la ventana de su dormitorio a la piscinita de los gemelos. «Eso es francamente raro —admitió Patty con un cabeceo—, pero pensad que Connie no tiene la culpa.» Sin embargo, los Paulsen no se conformaron con ese «raro». Ellos aspiraban a «sociópata», aspiraban a «pasiva-agresiva», aspiraban a «mala». Necesitaban que Patty eligiera uno de esos epítetos y se lo aplicara a Carol Monaghan como hacían ellos, pero Patty fue incapaz de ir más allá de «raro», y los Paulsen, por su parte, se negaron a incluir a Connie en su lista de invitados. Patty se enfadó tanto por esta injusticia que la tarde de la fiesta llevó a sus propios hijos, junto con Connie y una amiga del colegio, a visitar una granja de calabazas y a dar un paseo en un carro de heno, pero lo peor que llegó a decir en voz alta sobre los Paulsen fue que su mezquindad con una niña de siete años era muy rara.

Carol Monaghan era la única otra madre de Barrier Street que llevaba allí tanto tiempo como Patty. Había llegado a Ramsey Hill como resultado de lo que podría llamarse un programa de intercambio de enchufes, ya que había sido secretaria de un alto cargo del condado de Hennepin que la trasladó de distrito después de dejarla embarazada. Mantener a la madre de tu hijo ilegítimo en la nómina de tu departamento: a finales de los años setenta, esas cosas ya no se consideraban en consonancia con el buen gobierno en la mayoría de jurisdicciones de las Ciudades Gemelas, el área metropolitana de Minneapolis-Saint Paul. Carol se convirtió en una funcionarla medio ausente, una de esas que se toman un descanso tras otro, adscrita al registro municipal de permisos y licencias, mientras que, a cambio, una persona tan bien relacionada como ella en Saint Paul fue contratada al otro lado del río. La casa de alquiler de Barrier Street, contigua a la de los Berglund, formaba parte del trato, cabía suponer; de lo contrario, no era fácil entender por qué Carol había accedido a vivir en lo que por entonces era aún en esencia un barrio degradado. En verano, una vez por semana, un chico de mirada vacía, con un mono del Departamento de Parques y Jardines, llegaba al anochecer en un todoterreno sin distintivos y le cortaba el césped, y en invierno ese mismo chico aparecía como de la nada para quitar la nieve de su acera.

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