Libertad (4 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—Todo el asunto es tan retrógrado, tan Ronald Reagan... —señaló Merrie—. Creía que podía vivir en su pequeña burbuja, crear su pequeño mundo. Su propia casita de muñecas.

El anexo que fue surgiendo del lodazal del jardín trasero de Carol, un fin de semana tras otro a lo largo de los siguientes nueve meses, parecía un cobertizo para barcas gigantesco y funcional, con tres ventanas sin gracia intercaladas en el amplio revestimiento de vinilo.

Carol y Blake lo llamaban «gran salón», concepto hasta entonces desconocido en Ramsey Hill. Después de la controversia de las colillas, los Paulsen habían levantado una valla alta y plantado una hilera de piceas decorativas, ya bastante crecidas para tapar el espectáculo. Sólo los Berglund disfrutaban de un campo visual despejado, y al cabo de poco tiempo, los demás vecinos eludían toda conversación con Patty, cosa que nunca antes habían hecho, debido a la fijación de ella con lo que llamaba «el hangar». La saludaban desde la calle con un gesto y levantando la voz, pero se cuidaban mucho de aminorar el paso y verse atrapados. Entre las madres trabajadoras, la opinión generalizada era que Patty tenía demasiado tiempo libre. En su momento, había sido fantástica con los niños, enseñándoles deportes y manualidades, pero ahora casi todos los chicos de la calle eran adolescentes. Por mucho que intentara llenar sus propios días, siempre tenía a la vista u oía las obras en la casa contigua. Cada pocas horas, salía de la suya y deambulaba por su jardín trasero, lanzando miradas al gran salón como un animal al que han alborotado el nido, y a veces, al anochecer, se acercaba a llamar a la puerta de contrachapado provisional del gran salón.

—Hola, Blake, ¿cómo va?

—Va bien.

—A juzgar por lo que oigo, eso parece. Oye, por cierto, esa sierra circular hace mucho ruido y ya son las ocho y media de la noche.

¿Qué tal si das la jornada por concluida?

—Pues mal, la verdad.

—Ya, ¿y si te pido que pares ya, así sin más?

—No sé qué decirte. Pero ¿y qué te parece si me dejas acabar mi trabajo?

—Pues me parece francamente mal, porque el ruido nos resulta muy molesto, la verdad.

—Ya, bueno, pues ¿sabes qué te digo? Lo siento.

Patty dejó escapar una carcajada estridente e involuntaria, como un relincho.

—¡Ja, ja, ja! ¿Lo sientes?

—Sí, oye, lamento mucho todo este ruido. Pero, según Carol, cuando vosotros reformabais la casa hubo ruido durante cinco años.

—Ja, ja, ja. No recuerdo que se quejara nunca.

—Vosotros hacíais lo que teníais que hacer. Y yo ahora hago lo que tengo que hacer.

—Pero lo que tú haces es francamente feo. Perdona, pero es que es más bien espantoso. Horrible y espantoso, así de sencillo. De verdad. Es la realidad pura y dura. Aunque no es ésa la cuestión. La cuestión es la sierra.

—Esto es una propiedad privada y tienes que marcharte ya.

—Vale, pues no me quedará más remedio que llamar a la policía, supongo.

—Me parece bien, adelante.

A continuación se la veía deambular por el callejón trasero, temblando de frustración. En efecto, avisó a la policía repetidamente por el ruido, y unas cuantas veces incluso se presentaron unos agentes y cruzaron unas palabras con Blake, pero pronto se cansaron de sus llamadas y no volvieron hasta febrero, cuando alguien rajó los cuatro preciosos neumáticos para nieve nuevos de la F-250 de Blake, y éste y Carol enviaron a los agentes a la vecina de al lado que tantas veces se había quejado por teléfono. Como consecuencia de ello, Patty volvió a recorrer la calle de puerta en puerta, despotricando.

—La sospechosa evidente, ¿eh? La madre de la casa de al lado con par de hijos adolescentes. Yo, la delincuente empedernida, ¿eh? ¡Yo, la demente! Ese hombre tiene el vehículo más grande y más feo de la calle, lleva en el parachoques pegatinas de lo más ofensivas para cualquiera que no sea un supremacista blanco, y sin embargo, Dios mío, ya ves tú qué misterio: ¿quién sino yo podría querer rajarle los neumáticos?

Merrie Paulsen estaba convencida de que la rajadora era, en efecto, Patty.

—No me cuadra —dijo Seth—. Es decir, salta a la vista que lo está pasando mal, pero no es una mentirosa.

—Cierto, aunque en realidad, que yo sepa, en ningún momento ha dicho que no haya sido ella. Esperemos que tenga un buen terapeuta. Desde luego, le vendría bien. Eso, y un empleo a jornada completa.

—Mi duda es: ¿dónde está Walter?

—Walter se mata a trabajar para ganarse el salario, y así ella puede quedarse todo el día entre sus cuatro paredes y ser un ama de casa desquiciada. Él es un buen padre para Jessica y una especie de principio de realidad para Joey. Diría que con eso ya tiene más que suficiente entre manos.

La cualidad más destacada de Walter, aparte de su amor por Patty, era su bondad natural. Era de esos buenos oyentes que parecen encontrar a los demás más interesantes y admirables que él. Tenía una piel ridículamente blanca, el mentón hundido, unos rizos de querubín en lo alto de la cabeza, y llevaba desde siempre las mismas gafas redondas de montura metálica. Había iniciado su carrera profesional en 3M como abogado en el departamento de asesoría jurídica, pero allí no prosperó y lo relegaron a prestaciones sociales y obras benéficas, un callejón sin salida donde la bondad natural era un valor. En Barrier Street siempre andaba repartiendo magníficas entradas gratuitas para el teatro Guthrie y la Orquesta de Cámara y contando a los vecinos anécdotas sobre sus encuentros con famosos del lugar como Garrison Keillor y Kirby Puckett y, en una ocasión, Prince. En fecha reciente, y para sorpresa de todos, se había marchado de 3M y había entrado a trabajar en la organización ecologista Nature Conservancy como gerente de desarrollo. Salvo los Paulsen, nadie había sospechado que acumulara tal reserva de insatisfacción, pero Walter sentía tanto entusiasmo por la naturaleza como por la cultura, y el único cambio exterior en su vida fue su limitada presencia en casa los fines de semana.

Puede que esta limitada presencia fuera una de las razones por las que no intervino, como habría cabido esperar, en la batalla entre Patty y Carol Monaghan. Su respuesta, si alguien le preguntaba a bocajarro, era una risa nerviosa. «En eso soy algo así como un espectador neutral», decía. Y como espectador neutral permaneció toda la primavera y el verano del segundo curso de instituto de Joey hasta el otoño siguiente, cuando Jessica se fue a una universidad del este y Joey se marchó de casa para instalarse con Carol, Blake y Connie.

Dicho traslado fue un pasmoso acto de sedición y una puñalada en el corazón para Patty: el principio del fin de su vida en Ramsey Hill. Joey había pasado julio y agosto en Montana, trabajando en el rancho montañés de uno de los principales donantes de Walter para Nature Conservancy, y había regresado con unos hombros anchos y masculinos y cinco centímetros más de estatura. Walter, que por lo general no alardeaba, había admitido ante los Paulsen, en un picnic de ese agosto, que el donante le había telefoneado para decirle que estaba «alucinado» por el valor y la resistencia de Joey a la hora de traer al mundo terneros y bañar ovejas en desinfectante. Sin embargo, en ese mismo picnic, Patty tenía ya la mirada perdida a causa de la pena. En junio, antes de irse Joey a Montana, lo había llevado al lago Sin Nombre para ayudarla a reformar la casa, y el único vecino que los visitó describió una tarde espantosa en la que fue testigo de cómo madre e e hijo se fustigaban una y otra vez, sacando sus respectivos trapos sucios, burlándose Joey de las rarezas de Patty y llamándola al final «estúpida» a la cara, ante lo que ella exclamó: «Ja, ja, ja! ¡Estúpida! ¡Dios santo, Joey! Tu madurez nunca deja de asombrarme. ¡Llamar a tu madre estúpida delante de otras personas! ¡Eso causa muy buena impresión, desde luego! ¡Vaya un hombretón duro e independiente estás hecho!»

Al concluir el verano, Blake casi había terminado las obras del gran salón y lo equipaba con elementos tan blakeanos como una Playstation, un futbolín, un barril de cerveza refrigerado, un televisor de pantalla grande, un hockey de mesa, una araña de cristal con los colores de los Vikings y sillones reclinables mecanizados. A los vecinos sólo les quedaba imaginar los sarcásticos comentarios de Patty durante las cenas acerca de estas instalaciones, y los de Joey calificándola de estúpida e injusta, y los de Walter que, colérico, le exigía a Joey que se disculpara ante Patty; pero no les fue necesario imaginar la noche en que Joey desertó a la casa de al lado, porque Carol Monaghan la describía gustosamente, en voz bien alta y con cierto regodeo, a cualquier vecino lo bastante desleal con los Berglund para escucharla.

—Joey estaba tranquilo, tranquilísimo —decía Carol—. Te lo juro, como si nunca hubiese roto un plato. Fui a su casa con Connie para darle mi apoyo y asegurar a todos que apruebo plenamente el arreglo, porque, conociendo a Walter, con lo considerado que es, seguro que le preocupaba que eso fuera para mí una obligación. Y Joey se comportó de un modo muy responsable, como siempre. Sólo quería que reinara la armonía y que todas las cartas quedaran boca arriba.

Explicó que Connie y él me habían planteado la situación, y yo le dije a Walter (porque sabía que eso para él era importante), le dije que la comida no sería un problema. Ahora Blake y yo somos una familia, y con mucho gusto alimentaremos una boca más, y Joey es una gran ayuda con los platos y la basura, y es ordenado, y además, le dije a Walter, antes Patty y él fueron muy generosos con Connie, dándole de comer y demás. Yo quería mostrar mi gratitud, por lo generosos que ellos fueron cuando mi vida estaba patas arriba, y siempre les he estado muy agradecida. Y Joey es tan responsable y tranquilo... Dice que, como Patty ni siquiera deja entrar a Connie en la casa, a él no le queda más remedio para estar con ella, y yo añado que apoyo plenamente la relación (que si todos los jóvenes del mundo fueran tan responsables como ellos dos, el mundo iría mucho mejor) y que es muy preferible que estén en mi casa, sin peligro, como dos chicos responsables, en lugar de andar viéndose a escondidas y metiéndose en líos. Le estoy tan agradecida a Joey que siempre será bienvenido en mi casa. Eso les dije. Y ya sé que no le caigo bien a Patty, siempre me ha mirado por encima del hombro y ha menospreciado a Connie.

Lo sé. Sé muy bien de qué es capaz Patty. Ya sabía yo que le daría un ataque. De pronto arruga la cara y sale con que: «¿Te crees que quiere a tu hija? ¿Te crees que está enamorado de ella?» Con esa vocecilla aguda. Como si fuera imposible que alguien como Joey se enamorara de Connie, porque yo no fui a la universidad o lo que sea, o no vivo en una casa tan grande o no soy de Nueva York o lo que sea y, a diferencia de ella, tengo un verdadero empleo a jornada completa de cuarenta horas semanales. Patty siente tan poco respeto por mí que casi cuesta creerlo. Pero pensé que con Walter podría hablar. La verdad es que es un encanto de hombre. Rojo como un tomate, creo que de vergüenza, va y dice: «Carol, será mejor que Connie y tú os vayáis para que hablemos con Joey en privado.» Y yo no pongo ningún reparo. No he ido allí para armar lío, no soy una lianta. Pero entonces Joey va y se niega. Dice que no está pidiendo permiso, que sencillamente los está informando de lo que se propone hacer y no hay nada que hablar. Y es entonces cuando Walter pierde los papeles.

Pierde los papeles, así sin más. Se lleva tal disgusto que se le saltan las lágrimas... y yo eso lo entiendo, porque Joey es su lujo menor, y Walter no tiene ninguna culpa de que Patty sea tan poco razonable y tan mala con Connie, tanto que para Joey es ya insoportable seguir viviendo con ellos. Pero Walter va y suelta a grito pelado: «¡TIENES DIECISÉIS AÑOS Y NO IRÁS A NINGUNA PARTE HASTA QUE ACABES EL INSTITUTO!» Y Joey le sonríe, tal tal cual, como si nunca hubiese roto un plato, y dice que la ley no le prohibe marcharse, y además sólo se va a la casa de al lado. Así, de lo más razonable. Ojalá yo hubiera tenido un uno por ciento de su inteligencia y sangre fría a los dieciséis años. En serio, es un chico fenomenal. De alguna manera, me dio pena por Walter, porque, de pronto, a gritos, sale con que no le va a pagar la universidad y que Joey no podrá volver a Montana el verano que viene, y que lo que le pide es que vaya a cenar allí y duerma en su propia cama y forme parte de la familia. Y Joey salta: «Todavía formo parte de la familia», algo que, por cierto, nunca había negado. Pero Walter, hecho una furia, empieza a pasearse de un lado a otro de la cocina, y por un momento pienso que va a pegarle, y es que ha perdido los papeles por completo, no deja de chillar: «¡LARGO, LARGO, ESTOY HARTO DE ESTO, LARGO!» Y de pronto desaparece y lo oigo en el piso de arriba, en la habitación de Joey, abriendo los cajones de Joey o yo qué sé, y Patty sube corriendo y los dos se lían a gritos, y Connie y yo abrazamos a Joey, porque es la única persona sensata en la familia,y nos da mucha pena, y es entonces cuando veo claro que lo mejor para él es venirse a vivir con nosotros. Walter, furioso, vuelve a bajar, y oímos a Patty berrear como una posesa... ha perdido los papeles por completo... y Walter se pone a gritar otra vez:

«¡¿NO TE DAS CUENTA DE LO QUE LE ESTÁS HACIENDO A TU MADRE?!» Porque todo el problema es con Patty, ¿me explico? Siempre tiene que ser la víctima. Y Joey se queda allí de pie, negando con la cabeza, por lo evidente que es. ¿Por qué iba a querer vivir en un sitio así?

Aunque algunos vecinos sin duda se deleitaron al ver que Patty recogía ahora lo sembrado por la excepcionalidad de su hijo, el hecho era que Carol Monaghan nunca había despertado grandes simpatías en Barrier Street, Blake era aborrecido por la mayoría, Connie ponía los pelos de punta y nunca nadie había confiado realmente en Joey.

Cuando corrió la voz de su insurrección, las emociones dominantes entre la aristocracia urbana de Ramsey Hill fueron de lástima por Walter, inquietud por la salud mental de Patty, y una abrumadora sensación de alivio y gratitud por lo normales que eran sus propios hijos: lo dispuestos que estaban a aceptar la prodigalidad paterna, la inocencia con que exigían ayuda para hacer sus deberes o redactar sus solicitudes de ingreso a la universidad, la docilidad con que accedían a informar por teléfono de su paradero después de clase, la desinhibición con que los ponían al corriente de sus pequeños varapalos cotidianos, la tranquilizadora previsibilidad de sus incursiones en el sexo, la hierba y el alcohol. El dolor que emanaba de la casa de los Berglund era sui géneris. Walter —ajeno, o eso era de desear, al parloteo indiscreto de Carol acerca de esa noche en que «perdió los papeles»— reconoció abochornado ante varios vecinos que Patty y él habían sido «despedidos» como padres y hacían lo posible por no tomárselo de manera demasiado personal.

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