Libertad (9 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Al final de la clase se rodeó de sus compañeras atletas y se cuidó de volverse a mirar a la persona del pelo. Supuso que fue sólo una extraña casualidad que una verdadera admiradora suya se hubiese sentado detrás de ella en Ciencias de la Tierra. En la universidad había cincuenta mil estudiantes, pero probablemente menos de quinientos (sin contar ex jugadoras y amigos o parientes de jugadoras actuales) que consideraban los acontecimientos deportivos femeninos una opción de entretenimiento viable. Si una era Eliza y quería sentarse justo detrás del banquillo de las Gophers (de modo que Patty, al abandonar la cancha, no pudiera evitar verlos a su pelo y a ella, que estaba allí inclinada sobre un cuaderno), bastaba con presentarse un cuarto de hora antes del partido. Y luego, después del pitido final y el ritual cruce de palmadas, era lo más fácil del mundo salirle al paso a Patty cerca de la puerta de los vestuarios y entregarle una hoja del cuaderno y decirle: ¿Has pedido más minutos como te dije?

Patty seguía sin saber el nombre de esa persona, pero la persona obviamente conocía el suyo, porque la palabra PATTY aparecía escrita en la hoja unas cien veces, en explosivas letras de cómic con contornos concéntricos a lápiz a fin de que pareciesen un eco de voces en el gimnasio, como si toda una muchedumbre enfervorizada corease su nombre, cosa que no podía distar más de la realidad, dado que el gimnasio por lo general se quedaba vacío en un noventa por ciento de su aforo y Patty cursaba primero y su media de minutos por partido no llegaba ni a diez; es decir, su nombre no estaba en boca de todos precisamente. Las vigorosas voces dibujadas a lápiz llenaban toda la hoja salvo por un pequeño esbozo de una jugadora driblando.

Patty adivinó que la jugadora debía de ser ella, porque llevaba su número y porque ¿quién, si no, podía aparecer dibujada en un papel con la palabra PATTY escrita de arriba abajo? Igual que todo lo que hacía Eliza (como Patty no tardaría en descubrir), el dibujo era mitad magistral y mitad torpe y pobre. La forma en que el cuerpo de la jugadora se agachaba y se ladeaba bruscamente en un repentino giro era extraordinaria, pero la cara y la cabeza parecían las de una mujer genérica en un folleto de primeros auxilios.

Al mirar la hoja, Patty percibió un anticipo de la sensación de caída que experimentaría al cabo de unos meses, después de comer brownies de hachís con Eliza. Algo extremadamente inapropiado y espeluznante a lo que, sin embargo, era difícil resistirse.

—Gracias por el dibujo —dijo.

—¿Por qué no te sacan más a jugar? —preguntó Eliza—. Te has pasado casi toda la segunda mitad en el banquillo.

—En cuanto hemos tenido una buena ventaja...

—¿Eres fenomenal y te dejan sentada en el banquillo? Eso no lo entiendo. —Los rizos de Eliza se agitaban como un sauce en medio de un vendaval; estaba ciertamente exaltada.

—Dawn y Cathy y Shawna han jugado sus buenos minutos —comentó Patty—. Han sabido mantener la ventaja muy bien.

—Pero ¡tú eres mucho mejor que ellas!

—Tengo que ir a ducharme. Gracias de nuevo por el dibujo.

—Tal vez no este año, pero el que viene a más tardar todo el mundo irá detrás de ti —dijo Eliza—. Vas a ser el centro de atención. Tienes que empezar a aprender a protegerte.

Aquello era tan ridículo que Patty tuvo que pararse y aclararle las cosas.

—El exceso de atención no es un problema que tengamos en el baloncesto femenino.

—¿Y qué me dices de los hombres? ¿Sabes protegerte de los hombres?

—¿Qué quieres decir?

—Que si tienes criterio a la hora de juzgar a los hombres.

—Hoy por hoy apenas tengo tiempo para nada aparte del deporte.

—Por lo que se ve, no te das cuenta de lo increíble que eres. Ni de lo peligroso que es eso.

—Me doy cuenta de que se me da bien el deporte.

—Es casi un milagro que nadie se haya aprovechado aún de ti.

—Bueno, no bebo, y eso ayuda mucho.

—¿Por qué no bebes? —saltó Eliza.

—Porque cuando entreno no puedo. Ni siquiera un sorbo.

—¿Entrenas todos los días del año?

—Bueno, es que además tuve una mala experiencia con la bebida en secundaria, así que...

—¿Qué pasó? ¿Te violaron?

Patty enrojeció y adoptó cinco expresiones distintas, todas a la vez.

—Uf —dijo.

—¿Sí? ¿De verdad te pasó eso?

—Me voy a la ducha.

—¿Lo ves? ¡Es exactamente lo que quiero decirte! —exclamó Eliza con gran agitación—. No me conoces de nada, apenas llevamos hablando dos minutos, y ya casi me has contado que has superado una violación. ¡Estás absolutamente desprotegida!

En ese momento Patty sentía tal bochorno y tal alarma que no detectó los fallos de esa lógica.

—Sé protegerme —afirmó—. Me las arreglo bien.

—Ya claro. No lo dudo. Eliza se encogió de hombros. Es tu seguridad lo que está en juego, no la mía.

En el gimnasio resonó el contundente chasquido de los robustos interruptores al apagarse las hileras de luces.

—¿Practicas algún deporte? —preguntó Patty para compensar lo poco complaciente que se había mostrado.

Eliza bajó la vista para mirarse. Tenía la pelvis ancha y en forma de pala, y los pies, enfundados en unas Keds, pequeños y un poco zambos.

—¿Tengo yo pinta de eso?

—Y yo qué sé. ¿El bádminton?

—Detesto la educación física —dijo Eliza, y se rió—. Detesto todos los deportes.

Patty también se rió, sintiendo alivio por el cambio de tema, aunque ahora estaba un tanto confusa.

—Yo ni siquiera lanzaba «como una chica», ni corría «como una chica» —explicó Eliza—. Me negaba a correr y lanzar, y punto. Si me caía una pelota en las manos, sencillamente esperaba a que alguien viniera a quitármela. Cuando debía echarme a correr, como para llegar a la primera base, me quedaba allí plantada unos segundos y luego igual me ponía a caminar.

—Dios mío —dijo Patty.

—Sí, estuve a punto de quedarme sin el diploma por culpa de eso —añadió Eliza—. Si conseguí graduarme fue porque mis padres conocían a la psicóloga del colegio. Acabaron convalidándome la asignatura por ir en bicicleta a diario.

Patty movió la cabeza con un gesto de incertidumbre.

—Pero te encanta el baloncesto, ¿no?

—Sí, eso sí —admitió Eliza—. El baloncesto me fascina.

—Pues ya lo ves: está claro que no detestas el deporte. Según parece, lo que en realidad detestas es la educación física.

—Tienes razón. Ahí tienes razón.

—Bueno, pues eso.

—Sí, pues eso, ¿seremos amigas?

Patty soltó una carcajada.

—Si digo que sí, estaré demostrándote que no ando con cuidado al tratar con personas a las que apenas conozco.

—Eso suena que no.

—¿Y si esperamos a ver qué pasa?

—Bien. Eso sí es andarse con cuidado. Me gusta.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? —Patty reía de nuevo—. ¡Me ando con más cuidado de lo que crees!

A la autobiógrafa no le cabe duda de que, si Patty hubiese tenido más conciencia de sí misma y prestado mínimamente la debida atención al mundo que la rodeaba, no se le habría dado ni la mitad de bien el baloncesto universitario. El éxito en el deporte es un espacio accesible sólo a la mente casi vacía. Situarse en un punto de observación desde el que poder ver a Eliza tal como era (es decir, como una trastornada) habría sido perjudicial para su juego. Una no llega a ser una lanzadora de tiros libres con un ochenta y ocho por ciento de acierto si se detiene a reflexionar sobre nimiedades.

Resultó que a Eliza no le caían bien las otras amigas de Patty, y no intentó siquiera tratar con ellas. Las llamaba colectivamente «tus lesbianas» o «las lesbianas», pese a que la mitad de ellas eran hetero.

Patty pronto empezó a sentir que vivía en dos mundos mutuamente excluyentes. Por un lado, el Mundo Atleta Total, donde pasaba la mayor parte del tiempo y en el que habría preferido catear un parcial de psicología antes que escaquearse de ir a hacer la compra para una compañera de equipo con un esguince de tobillo o en cama con gripe; por otro, el oscuro y pequeño Mundo de Eliza, donde no tenía que esforzarse en ser tan buena. El único punto de contacto entre ambos mundos era el pabellón deportivo Williams, donde Patty, cuando superaba una defensa de transición para concluir la jugada con una bandeja fácil o una asistencia sin mirar, experimentaba un extra de orgullo y placer si Eliza estaba viéndola. Incluso ese punto de contacto era fugaz, porque cuanto más tiempo pasaba Eliza con Patty, menos parecía recordar lo mucho que le interesaba el baloncesto.

Patty siempre había tenido amigas en plural, nunca nada intenso. Se le alegraba el corazón cuando veía a Eliza esperarla ante el gimnasio después del entreno, sabía que tenía por delante una velada instructiva.

Eliza la llevaba a ver películas subtituladas y la hacía escuchar con mucha atención discos de Patti Smith («Me encanta que te llames igual que mi cantante preferida», decía, pasando por alto que los nombres no se escribían igual y que el nombre legal de Patty era Patrizia, que Joyce le había puesto para que fuera distinta y que a Patty le avergonzaba pronunciar en voz alta) y le prestaba libros de poemas de Denise Levertov y Frank O´Hara. Después de que el equipo de baloncesto terminara con un registro de ocho victorias y once derrotas y la eliminación del torneo en la primera ronda (pese a los catorce puntos y las numerosas asistencias de Patty), Eliza le enseñó también a disfrutar mucho, pero que mucho, el chablis Paul Masson.

Lo que hacía Eliza con el resto de su tiempo libre era un tanto impreciso. Parecía haber varios «hombres» (es decir, chicos) en su vida, y a veces mencionaba conciertos a los que había ido, pero cuando Patty manifestaba su curiosidad sobre esos conciertos, Eliza le contestaba que antes Patty debía escuchar todas las recopilaciones que Eliza le había grabado; y a Patty esas recopilaciones le estaban costando un poco. Le gustaba sinceramente Patti Smith, que parecía comprender cómo se había sentido ella en el cuarto de baño la mañana siguiente a la violación, pero la Velvet Underground, por ejemplo, le producía una sensación de soledad. Una vez le confesó a Eliza que los Eagles eran su grupo preferido, y Eliza dijo: «Eso no tiene nada de malo, los Eagles están muy bien», pero en el cuarto de Eliza en la residencia no se veía ni por asomo un disco de los Eagles.

Los padres de Eliza eran psicoterapeutas de altos vuelos en las Ciudades Gemelas y vivían en Wayzata, donde todo el mundo era rico, y ella tenía un hermano mayor que cursaba el penúltimo año en el Bard College, a quien definió como «peculiar». Cuando Pattty preguntó «¿Peculiar en qué sentido?», Eliza contestó: «En todos.» Ella, por su parte, había conseguido acabar la secundaria ensartando cursos en tres academias distintas de las Ciudades Gemelas y estaba matriculada en la universidad porque sus padres se negaban a financiarla si no estudiaba. Las dos eran estudiantes con una media de notable, pero de una manera distinta: Patty sacaba notable en todo, mientras que Eliza sacaba sobresalientes en literatura inglesa y aprobados por los pelos en todo lo demás. Sus únicos intereses conocidos, aparte del baloncesto, eran la poesía y el placer.

Eliza estaba empeñada en lograr que Patty probara hierba, pero ésta tenía una actitud sumamente protectora con sus pulmones, y así fue como ocurrió lo de los brownies. Habían ido en el Escarabajo de Eliza a la casa de Wayzata, repleta de esculturas africanas y despejada de padres, que ese fin de semana asistían a un congreso. La intención inicial era preparar una magnífica cena a lo Julia Child, pero bebieron demasiado vino para cumplir su propósito y terminaron comiendo galletas saladas y queso, haciendo los brownies e ingiriendo lo que debió de ser una cantidad descomunal de droga. Durante las dieciséis horas que pasó colocada, una parte de Patty pensó: «No lo haré nunca más.» Se sentía como si hubiera infringido el reglamento del equipo tan gravemente que ya nunca podría reparar el daño, un sentimiento sin duda desolador. También albergaba ciertos recelos respecto a Eliza: de pronto cayó en la cuenta de que lo suyo con ésta era una especie de atracción extraña y que por tanto era de capital importancia quedarse inmóvil y contenerse y no descubrir que era bisexual. Eliza le preguntaba una y otra vez cómo se encontraba, y ella contestaba una y otra vez «Muy bien, gracias», cosa que les resultaba desternillante en cada ocasión. Al escuchar entonces a la Velvet Underground, Patty lo comprendió mucho mejor; era un grupo muy obsceno, y su obscenidad se parecía a como se sentía ella, allí en Wayzata, rodeada de máscaras africanas, cosa que la reconfortaba.

Fue un alivio comprobar, cuando estaba ya menos colocada, que incluso muy colocada había logrado contenerse y Eliza no la había tocado, que nunca sucedería nada lésbico.

Patty sentía curiosidad por los padres de Eliza y quería quedarse en la casa para conocerlos, pero Eliza insistió en que era una pésima idea.

—Los dos consideran al otro el amor de su vida —dijo—. Lo hacen todo juntos. Tienen despachos idénticos en el mismo piso, y firman conjuntamente todos sus artículos y libros, y presentan ponencias juntos en los congresos, y nunca jamás hablan de su trabajo en casa, por eso del secreto profesional. Hasta tienen una bicicleta tándem.

—¿Y qué?

Pues que son raros y no te van a gustar, y entonces no te gustaré yo.

Mis padres tampoco son ninguna maravilla —dijo Patty—.

—Créeme, esto es distinto. Sé de qué hablo.

Mientras volvían a la ciudad en el Escarabajo, con el tibio sol primaveral de Minnesota a sus espaldas, se enzarzaron en algo semejante a su primera pelea.

—Este verano tienes que quedarte aquí —dijo Eliza—. No puedes irte.

—Eso es poco realista —contestó Patty—. Tengo que trabajar en el bufete de mi padre y pasar julio en Gettysburg.

—¿Por qué no puedes quedarte aquí e ir a tu campamento desde aquí? Podemos conseguir trabajo y tú puedes ir al gimnasio a diario.

—Tengo que volver a casa.

—Pero ¿por qué? Si aquello te horroriza.

—Si me quedo aquí, beberé vino cada noche. —No, nada de eso.

—Impondremos normas estrictas. Impondremos las normas que tú quieras.

—Volveré en otoño.

—¿Podremos vivir juntas entonces?

—No, ya le he prometido a Cathy que viviré en su apartamento.

—Dile que has cambiado de planes.

—Imposible.

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