Libertad (11 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—Dejar a Carter con otra e irme a tomar una droga dura contigo. Vaya, menudo plan.

—Dios mío, Patty, lo siento muchísimo. No es lo que crees. Dijo que organizaba una fiesta, pero luego consiguió la coca y cambió un poco el plan, y al final resultó que sólo me quería aquí porque la otra persona se negaba a venir si estaban ellos dos solos.

—Podías haberte marchado —señaló Patty.

—La fiesta ya había empezado, y si la pruebas, entenderás por qué no me he marchado. Te juro que ésa es la única razón por la que estoy aquí.

La noche no terminó, como debería haber sido, con un enfriamiento o la ruptura de la amistad entre Patty y Eliza, sino que Patty acabó comprometiéndose a renunciar a Carter y disculpándose con Eliza por no haberle hablado más de sus sentimientos hacia él, y Eliza a su vez se disculpó por no haberle prestado más atención y prometió atenerse más a sus propias reglas y dejar de consumir drogas duras. Ahora, para la autobiógrafa es evidente que la perspectiva de un trío y un montículo de polvo blanco en la mesilla de noche era exactamente la idea que Carter tenía de un estupendo regalo de cumpleaños para él.

Pero Eliza se sentía tan culpable y preocupada que mintió con gran convicción, y a la mañana siguiente, sin dejar a Patty siquiera una hora de vigilia para reflexionar y concluir que su supuesta mejor amiga había hecho algo retorcido con su supuesto novio, Eliza se presentó jadeante ante la puerta del apartamento universitario de Patty, vestida con lo que para ella era ropa de footing (una camiseta de Lena Lovich), un pantalón corto a la altura de las rodillas, calcetines negros, Keds) para anunciarle que acababa de dar tres vueltas a la pista de cuatrocientos metros y pedirle con insistencia que le enseñara unos ejercicios de calistenia. Exaltada, le propuso un plan para las dos —estudiar juntas cada tarde—; exaltada, proclamó su afecto por ella y su miedo a perderla. Y Patty, después de abrir los ojos dolorosamente ante la naturaleza de Carter, fue y los cerró ante la de Eliza.

La presión de Eliza en toda la cancha prosiguió hasta que Patty accedió a pasar el verano en Minneapolis con ella, momento en que Eliza volvió a dejarse ver menos y perdió interés por el ejercicio físico.

Patty pasó gran parte de ese tórrido verano sola en un cuchitril subarrendado de Dinkytown lleno de cucarachas, compadeciéndose y experimentando un bajo nivel de autoestima. No entendía por qué Eliza se había empecinado tanto en vivir con ella si la mayoría de las noches llegaba a las dos de la madrugada , o no volvía siquiera.

También es verdad que Eliza le sugería continuamente que probara drogas nuevas o fuera a conciertos o buscara a una persona nueva con la que acostarse, pero Patty sentía una aversión pasajera por el sexo y permanente por las drogas y el humo de tabaco. Además, su trabajo de verano en el Departamento de Educación Física apenas le daba para pagar el alquiler, y se negaba a emular a Eliza y mendigar a sus padres inyecciones de efectivo, por lo que se sentía cada vez más inútil y sola.

—¿Por qué somos amigas? —preguntó por fin una noche mientras Eliza se acicalaba con su peculiar estilo punk para otra de sus salidas.

—Porque eres genial y preciosa. Eres mi preferida en este mundo.

—Soy una atleta. Soy aburrida.

—¡No! Eres Patty Emerson, y vivimos juntas, y eso es una maravilla.

Éstas fueron literalmente sus palabras, la autobiógrafa las recuerda vívidamente.

—Pero es que no hacemos nada —objetó Patty.

—¿Qué quieres hacer?

—Estoy pensando en marcharme un tiempo a casa de mis padres.

—¿Cómo? ¿No lo dirás en serio? Pero ¡si ni siquiera te caen bien! Tienes que quedarte aquí conmigo.

—Pero si sales casi todas las noches...

—Pues empecemos a hacer más cosas juntas.

—Pero sabes perfectamente que yo no quiero hacer esa clase de cosas.

—Pues entonces vamos al cine. Vamos al cine ahora mismo. ¿Qué quieres ver? ¿Quieres ir a ver
Días del cielo?

Y así empezó una vez más la presión de Eliza en toda la cancha, que duró lo justo para que Patty pasara lo peor del verano y para asegurarse de que no huía. Fue durante esta tercera luna de miel de sesiones dobles y vino con soda y el desgaste de los surcos de los álbumes de Blondie cuando Patty empezó a oír hablar del músico Richard Katz.

—Dios mío —dijo Eliza—, creo que me he enamorado. Creo que quizá tenga que empezar a ser buena chica. Él es tan grande que es como si te aplastara una estrella de neutrones. Es como si te borrara una goma de borrar gigante.

La goma de borrar gigante acababa de licenciarse de Macalester College, trabajaba en demoliciones y había formado un grupo punk llamado los
Traumatics
, que iban a ser, Eliza estaba convencida, el no va más. Lo único que empañaba su idealización de Katz era los amigos que éste elegía.

—Vive con un empollón, un tal Walter, un parásito —explicó, uno de esos
groupies
puretas. Una cosa rara, no lo acabo de entender. Al principio pensé que era el representante de Katz o algo así, pero es demasiado muermo para eso. Salgo de la habitación de Katz por la mañana y allí está Walter, a la mesa de la cocina, con una gran macedonia de frutas que ha preparado. Está leyendo el
New York Times
y lo primero que me pregunta es si últimamente he visto alguna buena «obra». Ya sabes, eh, una obra de teatro. Son la Extraña Pareja, tal cual. Tienes que conocer a Katz, para entender lo raro que es todo esto.

Pocas circunstancias han resultado más dolorosas para la autobiógrafa, a largo plazo, que el carácter entrañable de la amistad entre Walter y Richard. A simple vista, al menos, los dos eran una pareja más extraña aún que Patty y Eliza. Algún genio de la oficina de alojamiento de Macalester College había puesto en la misma habitación de la residencia de alumnos de primero a un chico de provincias de Minnesota conmovedoramente responsable y a un guitarrista ensimismado, propenso a la adicción, poco fiable y chico de la calle de Yonkers, Nueva York. Lo único que el empleado de la oficina podía saber con certeza que tenían en común era que los dos tenían becas. Walter era de color pálido, larguirucho y, aunque más alto que Patty, no se acercaba a la estatura de Richard, que medía un metro noventa, tenía los hombros anchos y la tez morena en igual medida que Walter la tenía blanca. Richard guardaba un gran parecido (que a lo largo de los años no sólo Patty notó y comentó, sino mucha otra gente) con el dictador libio Muammar el Gaddafi. El mismo pelo negro, las mismas mejillas curtidas y picadas de viruela, la misma sonrisa hierática de déspota satisfecho de sí mismo que pasa revista a la tropa y los lanzamisiles, y aparentaba unos quince años más que su amigo Walter tenía el aspecto del «ayudante técnico» oficioso
[*]
que a veces tienen los equipos deportivos en secundaria, un estudiante sin dotes atléticas que ayuda a los entrenadores y acude a los partidos con chaqueta y corbata y le dejan estar junto a la línea de banda con un sujetapapeles. Los deportistas suelen tolerar a esta clase de ayudantes técnicos porque invariablemente son unos atentos estudiosos del juego, y ése parecía un elemento del nexo entre Walter y Richard, porque Richard, por irritable y poco de fiar que fuera en casi todos los sentidos, se tomaba irremisiblemente en serio su música, y Walter poseía el bagaje de conocimientos necesario para ser admirador de una música como la de Richard. Más tarde, cuando Patty los conoció mejor, vio que en el fondo quizá no eran tan distintos: los dos se esforzaban, aunque de maneras muy distintas, por ser buenas personas.

Patty conoció a la goma de borrar la bochornosa mañana de un domingo de agosto, cuando regresó de correr y lo encontró sentado en el sofá de la sala de estar, que parecía más pequeña ante tal corpulencia, mientras Eliza se duchaba en el indescriptible cuarto de baño. Richard vestía una camiseta negra y leía un libro de bolsillo con una uve en la cubierta. Las primeras palabras que dirigió a Patty, pronunciadas sólo después de que ella se sirviera un vaso de té con hielo y se quedase allí de pie bañada en sudor, bebiendo, fueron:

—¿Y tú qué eres?

—¿Cómo dices?

—¿Qué haces aquí?

—Vivo aquí —contestó ella.

—Ya, eso ya lo veo.

Richard la miró de arriba abajo, parte a parte. Ella tuvo la sensación de que a cada nueva parte en que él posaba los ojos, quedaba clavada con una chincheta más a la pared que estaba detrás de ella, de modo que cuando él acabó de examinarla del todo, se había vuelto bidimensional y estaba pegada a la pared.

—¿Has visto el álbum de recortes? —preguntó él.

—Eh... ¿álbum de recortes?

—Voy a enseñártelo —dijo—. Te interesará.

Entró en la habitación de Eliza, volvió y le entregó a Patty un archivador de tres anillas, y volvió a sentarse con su novela como si se hubiera olvidado de la presencia de Patty. Era un archivador de los antiguos, con una tapa de tela azul claro, en la que aparecía escrita a tinta en mayúsculas la palabra PATTY. Contenía, hasta donde Patty pudo distinguir, todas las fotos de ella publicadas en las páginas deportivas del
Minnesota Daily
, todas las postales que ella le había enviado a Eliza, todas las tiras de fotos que se habían hecho las dos apretujándose en un fotomatón y todas las instantáneas con flash de las dos colocadas el fin de semana de los brownies. A Patty le resultó un poco raro y emotivo, pero sobre todo se sintió apenada por Eliza, y lamentó haber puesto en tela de juicio lo mucho que ésta la quería.

—Es una niña peculiar —comentó Richard desde el sofá.

—¿De dónde has sacado esto? ¿Siempre hurgas entre las cosas de la gente cuando te quedas a dormir en su casa?

El se echó a reír.


J'accuse!

—Vamos, contéstame.

—No te embales. Estaba justo detrás de la cama. A plena vista, como dice la policía.

El ruido del agua en la ducha dejó de oírse.

—Déjalo donde estaba —pidió Patty—. Por favor.

—Creía que te interesaría —dijo Richard, sin moverse del sofá.

—Por favor, déjalo donde lo has encontrado.

—Empiezo a sospechar que no tienes tu propio álbum de fotos correspondiente.

—Ahora mismo, por favor.

—Una niña muy peculiar —dijo Richard, cogiendo de sus manos el carpesano—. Por eso te he preguntado cuál es tu historia.

La artificiosidad del comportamiento de Eliza con los hombres, el continuo fluir de risitas, la efusividad y las sacudidas de pelo eran algo que una amiga suya podía llegar a aborrecer. Su deseperación por complacer a Richard se mezcló en la imaginación de Patty con la rareza del álbum de recortes y la extrema necesidad que ponía de manifiesto, y, por primera vez, la llevó a avergonzarse un poco de ser amiga de Eliza. Lo cual era extraño, ya que a Richard no parecía avergonzarle acostarse con ella y, en cualquier caso, ¿por qué habría de importarle a Patty lo que él pensara de su amistad?

Era casi su último día en el pozo de cucarachas cuando volvió a ver a Richard. Estaba otra vez en el sofá, sentado con los brazos cruzados y golpeteando sonoramente con la bota derecha y haciendo una mueca mientras Eliza, de pie frente a él, tocaba la guitarra de la única manera que Patty la había oído tocar: sin convicción.

—No pierdas el compás —indicó—. Marca el ritmo con el pie.

Pero Eliza, que transpiraba por la concentración, dejó de tocar en cuanto advirtió la presencia de Patty.

—No puedo tocar delante de ella.

—Claro que puedes —dijo Richard.

—La verdad es que no puede —confirmó Patty—. La pongo nerviosa.

—Vaya. ¿Y eso a qué se debe?

—No tengo ni idea —contestó Patty.

—Me apoya demasiado —explicó Eliza—. Siento sus ganas de que lo haga bien.

—Muy mal hecho —le dijo Richard a Patty—. Tienes que desear que fracase.

—Vale —accedió Patty—. Quiero que fracases. ¿Puedes hacerlo? Parece que eso se te da bastante bien.

Eliza la miró sorprendida. Y la propia Patty se sorprendió de sí misma.

—Perdona, me voy a mi habitación —dijo.

—Antes vamos a ver cómo fracasa —dijo Richard.

Pero Eliza ya se descolgaba la guitarra y la desenchufaba.

—Tienes que ensayar con un metrónomo —le aconsejó Richard—. ¿Tienes uno?

—Esto ha sido una idea pésima —dijo Eliza.

—¿Y por qué no tocas tú algo? —le preguntó Patty a Richard.

—En otro momento —respondió él.

Pero Patty recordaba la vergüenza que había sentido cuando él sacó el álbum de recortes.

—Una canción —insistió—. Un acorde, toca un acorde. Eliza dice que eres increíble.

Richard negó con la cabeza.

—Ven a algún concierto.

—Patty no va a conciertos —dijo Eliza—. No le gusta el humo.

—Hago deporte—aclaró Patty.

—Si, ya, eso hemos visto —dijo Richard, dirigiéndole una mirada elocuente—. Una estrella del baloncesto. ¿Qué eres? ¿Alero? ¿Escolta? No tengo ni idea de lo que se considera alto en una tía.

—A mí no se me considera alta.

—Y sin embargo eres bastante alta. Ajá..

—Estábamos a punto de salir —intervino Eliza, poniéndose en pie.

—Por tu aspecto tú también podrías haber jugado al baloncesto —le dijo Patty a Richard.

—Es una buena manera de romperse un dedo.

—Eso no es verdad —objetó ella—. No pasa casi nunca.

Aquél no fue un comentario interesante ni algo que hiciera avanzar la trama. Patty percibió de inmediato que, en realidad, a Richard le importaba un carajo que ella jugara al baloncesto.

—Es posible que vaya a uno de tus conciertos —dijo—. ¿Cuándo es el próximo?

—No puedes ir, hay mucho humo para ti —le recordó Eliza con tono desagradable.

—No es problema —dijo Patty.

—¿Ah, sí? Eso es nuevo.

—Trae tapones para los oídos —le recomendó Richard.

En su habitación, después de oír que se marchaban, Patty se echó a llorar por razones que en su desconsuelo fue incapaz de entender. Cuando volvió a ver a Eliza, treinta y seis horas más tarde, se disculpó por haberse comportado como una auténtica hija de puta, pero para entonces, Eliza estaba de un humor excelente y le había dicho que no se preocupara por eso. Se estaba planteando vender la guitarra y gustosamente llevaría a Patty a escuchar a Richard.

Su siguiente actuación fue una noche entre semana de septiembre, en un local mal ventilado que se llamaba Longhorn, donde los
Traumatics
fueron teloneros de los
Buzzcoks
. La primera persona que Patty vio cuando Eliza y ella llegaron fue Carter. Tenía cogida del cuello a una rubia grotescamente guapa con un minivestido de lentejuelas.

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