Libertad (53 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—Mira, Walter, ahora el mundo es muy distinto. Y quizá, sólo quizá, él sabe mejor que tú lo que hay que hacer para salir adelante en un mundo así.

—Trabajar para un contratista del sector de la defensa, pillar una mierda cada noche con los republicanos de la fraternidad. ¿De verdad es ésa la única manera de salir adelante? ¿Es ésa la única opción?

—Tú no te haces cargo de lo asustados que están esos chicos. Viven sometidos a una gran presión. Por eso les gusta tanto irse de juerga… ¿Y qué?

El aire acondicionado de la vieja mansión no podía con la humedad insuflada desde el exterior. Los truenos empezaban a ser incesantes y omnidireccionales; las ramas del peral ornamental frente a la ventana se sacudían como si alguien trepara por él. A Walter le resbalaba el sudor por todas las zonas del cuerpo que no estaban en contacto directo con la ropa.

—Resulta interesante verte defender de pronto a los jóvenes —dijo—, teniendo en cuenta que por lo general eres tan…

—Estoy defendiendo a tu hijo —replicó ella—. Que, por si no te has dado cuenta, no es uno de esos descerebrados que van por la vida en chanclas. Es, con diferencia, más interesante que…

—¡Me cuesta creer que hayas estado mandándole dinero para ir de copas! ¿Sabes a qué es comparable eso exactamente? Es comparable a las ayudas estatales a las empresas. Todas esas empresas que presuntamente operan en el mercado libre pero viven de la teta del gobierno federal. «Tenemos que restringir la intervención del gobierno, no queremos normativas, no queremos impuestos, pero… ah, por cierto…»

—Aquí nadie vive de la teta de nadie, Walter —respondió Patty con saña.

—Hablaba en términos metafóricos.

—Pues te diré que has elegido una metáfora interesante.

—Pues la he elegido con sumo cuidado. Todas esas empresas que se las dan de adultas y partidarias del libre mercado cuando en realidad no son más que niños grandes devorando el presupuesto federal mientras los demás se mueren de hambre. Año tras año se recorta el presupuesto de la Agencia para la Protección de la Fauna, un cinco por ciento anual. Si vas a sus oficinas locales, ahora son oficinas fantasma. No queda personal, no queda dinero para la adquisición de tierras, no…

—Ay, la preciada fauna…

—A MÍ ME IMPORTA. ¿Es que no puedes entenderlo? ¿Es que no puedes respetarlo? Si no puedes respetar eso, ¿para qué vives conmigo? ¿Por qué no te vas y punto?

—Porque irse no es la solución. Dios mío, ¿te crees que no se me ha pasado por la cabeza? ¿Coger mis grandes aptitudes y experiencia laboral y mi gran cuerpo de mediana edad y salir al mercado abierto? Me parece maravilloso lo que haces por tu reinita, la verdad…

—Y una mierda.

—Bueno, vale, no tengo un interés personal, pero…

—¿Y a ti qué te interesa? No te interesa nada. Te quedas sentada de brazos cruzados sin hacer nada de nada de nada de nada, a diario, y no lo soporto. Si salieras en serio a buscar trabajo y te ganaras un sueldo de verdad, o si hicieras algo por otro ser humano, en lugar de quedarte aquí sentada en tu habitación, compadeciéndote, quizá te sentirías menos inútil, eso es lo que digo.

—Muy bien, cariño, pero nadie está dispuesto a pagarme ciento ochenta mil al año por salvar reinitas. Es un buen trabajo si lo consigues. Pero yo no voy a conseguirlo. ¿Quieres que prepare frappuccinos en un Starbucks? ¿Crees que pasando ocho horas al día en un Starbucks voy a sentirme útil?

—¡A lo mejor sí! ¡Si al menos lo intentaras! ¡Cosa que no has hecho nunca, en toda tu vida!

—¡Ah, por fin ha salido! ¡Por fin vamos a alguna parte!

—No debería haber permitido que te quedaras en casa. Ése fue el error. No entiendo por qué tus padres no te obligaron a buscar trabajo, pero…

—¡He trabajado! Maldita sea, Walter. —Trató de asestarle un puntapié y por poco no le alcanzó en la rodilla—. Me pasé todo un verano espantoso trabajando para mi padre. Y luego tú mismo me viste en la universidad, sabes que soy capaz de hacerlo. Allí trabajé dos años enteros. Seguí incluso cuando estaba embarazada de ocho meses.

—Andabas de aquí para allá con Treadwell, tomando café y viendo partidos grabados. Eso no es un trabajo, Patty. Es un favor de personas que te quieren. Primero trabajaste para tu padre, luego trabajaste para tus amigas en el Departamento de Educación Física.

—¿Y las dieciséis horas diarias en casa durante veinte años? ¿Sin remuneración? ¿Eso no cuenta? ¿Eso fue también sólo un «favor»? ¿Criar a tus hijos? ¿Trabajar en tu casa?

—Eso era lo que querías.

—¿Y tú no?

—Por ti. Yo lo quería por ti.

—Y una mierda, una mierda, una mierda. También lo querías por ti. Competías con Richard continuamente, y tú lo sabes. La única razón por la que no lo recuerdas ahora es que no te ha salido muy bien. Ya no vas ganando.

—Aquí no se trata de ganar.

—¡Mentira! Eres tan competitivo como yo, sólo que tú no lo admites. Por eso no me dejas en paz. Por eso tengo que encontrar ese preciado trabajo. Porque yo te hago quedar como un perdedor.

—No puedo seguir escuchando esto. Esto es una realidad alternativa.

—Bueno, como quieras, no escuches, pero sigo en tu equipo. Y, lo creas o no, sigo queriendo que ganes. Si ayudo a Joey es porque es de nuestro equipo, y a ti también te ayudaré. Mañana voy a salir, por ti, y voy a…

—Por mí no.

—¡SÍ, POR TI! ¿ES que no lo entiendes? Yo no hago nada por mí. No creo en nada. No tengo fe en nada. Lo único que tengo es el equipo. Y buscaré algún trabajo por ti. Y así podrás dejarme en paz de una vez, y permitirme mandar a Joey todo el dinero que gane. Ya no me verás tanto: no tendrás que estar tan disgustado.

—No estoy disgustado.

—Pues eso escapa a mi comprensión.

—Y no tienes que buscar trabajo si no quieres.

—¡Sí que quiero! Eso está bastante claro, ¿no? Tú lo has dejado bastante claro.

—No. No tienes que hacer nada. Basta con que seas otra vez mi Patty. Basta con que vuelvas a mí.

Entonces ella se echó a llorar torrencialmente, y él se tumbó a su lado. Las peleas se habían convertido en su portal de acceso al sexo, ya casi el único camino por el que llegaban. Mientras la lluvia azotaba y el cielo relampagueaba, él intentó infundirle autoestima y deseo, intentó transmitirle lo mucho que necesitaba que fuera ella la persona en quien él pudiera concentrar sus atenciones. Nunca acababa de surtir efecto, y sin embargo, cuando terminaban, seguían unos minutos en que permanecían tendidos y abrazados en la silenciosa majestuosidad de un largo matrimonio, se olvidaban de sí mismos en la tristeza compartida y el perdón por todo el daño que se habían causado mutuamente, y descansaban.

A la mañana siguiente Patty salió a buscar trabajo. Al cabo de apenas dos horas regresó y entró animosamente en el despacho de Walter, en el «invernadero» acristalado de la mansión, para anunciar que el República de la Salud del barrio la había contratado como recepcionista.

—No lo veo claro —dijo Walter.

—¿Cómo? ¿Por qué no? Es literalmente el único lugar de Georgetown que no me avergüenza ni me hace sentir mal. ¡Y tenían una vacante! Ha sido un golpe de suerte.

—Dado tu talento, un trabajo de recepcionista no me parece apropiado.

—¿Apropiado para quién?

—Para la gente que pueda verte.

—¿Y qué gente es ésa?

—No lo sé. Gente a la que yo podría pedir dinero, o respaldo legislativo, o ayuda legal.

—Dios mío. ¿Te oyes a ti mismo?, ¿Has oído lo que acabas de decir?

—Oye, procuro ser sincero contigo. No me castigues por ser sincero.

—Te castigo por lo que hay detrás de eso, Walter, no por tu sinceridad. ¡Desde luego! «No me parece apropiado.» ¡Hay que ver!

—Estoy diciendo que eres demasiado lista para un empleo de bajo nivel en un gimnasio.

—No, estás diciendo que soy demasiado mayor. No tendrías inconveniente en que Jessica trabajara allí en verano.

—La verdad es que me decepcionaría si ésa fuera su única aspiración para el verano.

—Vaya por Dios. Está claro que llevo las de perder. «Cualquier trabajo es mejor que no tener trabajo, o… pero no, perdona, un momento, el trabajo que de verdad quieres y para el que estás preparada no es mejor que no tener trabajo.»

—Bueno, de acuerdo. Cógelo. Me da igual.

—¡Gracias por tu indiferencia!

—Sólo pienso que eso está muy por debajo de tus posibilidades.

—Bueno, puede que sea sólo temporal—señaló Patty—. Quizá me saque la licencia de agente inmobiliario, como hacen por aquí todas las esposas sin opción real de trabajar, y me dedique a vender minúsculas casas antiguas con el suelo torcido por dos millones de dólares. «En 1962, en este mismo cuarto de baño, Hubert Humphrey tuvo una gran evacuación de vientre y, en reconocimiento de esta histórica evacuación, la casa fue declarada Patrimonio Nacional, lo que explica que los propietarios exijan el plus de cien mil dólares. Además, detrás de la ventana de la cocina hay una azalea pequeña pero muy bonita.» Puedo empezar a vestir de rosa o de verde y a ponerme una gabardina Burberrys. Y me compraré un SUV Lexus con mi primera comisión importante. Será mucho más apropiado.

—He dicho que de acuerdo.

—¡Gracias, cariño! ¡Gracias por permitirme aceptar el trabajo que quiero!

Walter la observó salir airadamente y detenerse ante el escritorio de Lalitha

—Hola, Lalitha —dijo—, acabo de conseguir un empleo. Voy a trabajar en mi gimnasio.

—Qué bien. A ti te gusta ese gimnasio.

—Sí, pero Walter lo considera inapropiado. ¿Tú qué opinas?

—Yo opino que cualquier trabajo honrado da dignidad a un ser humano.

—Patty —dijo Walter, levantando la voz—. He dicho que de acuerdo.

—¿Lo ves? Ahora ha cambiado de opinión —le dijo ella a Lalitha—. Antes decía que era inapropiado.

—Sí, ya lo he oído.

—Claro, ja, ja, ja. Seguro que lo has oído. Pero es importante fingir lo contrario, ¿no?

—No dejes la puerta abierta si no quieres que te oigan —respondió Lalitha con frialdad.

—Todos tenemos que hacer un gran esfuerzo por fingir.

Ser recepcionista en el República de la Salud produjo en el ánimo de Patty todos los efectos que Walter esperaba de un trabajo. Todos y, por desgracia, alguno más. En apariencia, la depresión se le pasó de inmediato, pero eso sólo indicaba lo engañosa que era la palabra «depresión», porque Walter estaba convencido de que su infelicidad y su rabia y su desesperación de antes seguían presentes bajo aquella nueva manera de ser alegre y falsamente segura. Por las mañanas no salía de su habitación; hacía el turno de tarde en el gimnasio y no llegaba a casa hasta después de las diez. Empezó a leer revistas de belleza y salud y a maquillarse los ojos de manera ostensible. Los pantalones de chándal y los vaqueros anchos que venía poniéndose en Washington, el tipo de ropa holgada que los enfermos mentales llevaban a todas horas, dieron paso a vaqueros más ajustados que costaban una pasta.

—Estás estupenda —comentó Walter una noche, procurando mostrarse amable.

—Bueno, ahora que tengo ingresos —respondió ella—, necesito algo en que gastarlos, ¿no?

—También podrías hacer donaciones a la Fundación Monte Cerúleo.

—¡Ja, ja, ja!

—Estamos muy necesitados.

—Me lo estoy pasando bien, Walter. Sólo es una pequeña diversión.

Pero la verdad era que no parecía divertirse. Parecía decidida a hacerle daño, o a fastidiarlo, o a demostrar algo. El propio Walter empezó a ir al República de la Salud, utilizando un montón de pases gratuitos que ella le había dado, y lo inquietaba la intensidad de la cordialidad que Patty prodigaba a los socios cuyos carnets pasaba por el escáner. Llevaba camisetas del República de manga muy corta con provocativos eslóganes (EMPUJA, SUDA, LEVANTA) que ponían de relieve sus bíceps bellamente tonificados. Los ojos le brillaban como a un consumidor de speed, y su risa, que siempre había fascinado a Walter, sonaba falsa y siniestra cuando él oía el eco a sus espaldas en el vestíbulo del gimnasio. Ahora la concedía a todo el mundo, la concedía indiscriminadamente, despojada de sentido, a todo socio que entrase por la puerta de Wisconsin Avenue. Y de pronto, un día, en casa, vio un folleto sobre el aumento de pecho en el escritorio de Patty.

—Dios mío —dijo, examinándolo—. Esto es indecente.

—En realidad es un folleto médico.

—Es un folleto sobre la enfermedad mental, Patty. Parece una guía para aprender a estar aún peor de la cabeza.

—Pues perdona, pero he pensado que quizá no estaría mal, para lo poco que me queda de relativa juventud, tener un poco de pecho de verdad. Ver cómo sería.

—Ya tienes pecho. Me encanta tu pecho.

—Bueno, muy amable, querido, pero el caso es que la decisión no te corresponde a ti, porque no es tu cuerpo, es el mío. ¿No es eso lo que siempre has dicho? El feminista de la familia eres tú.

—¿Por qué haces esto? No entiendo qué estás haciéndote a ti misma.

—Pues si no te gusta, quizá deberías irte y punto. ¿Te lo has planteado? Resolvería todo el problema… digamos que al instante.

—Pues eso no va a ocurrir, así que…

—¡YA SÉ QUE NO VA A OCURRIR!

—Eh, eh, eh…

—Así que bien puedo emplear mi dinero en agrandarme un poco las tetas, para ayudarme a ir pasando los años y tener un motivo para ahorrar, sólo digo eso. No estoy pensando en unas tetas grotescamente grandes. Puede que incluso descubras que te gustan. ¿Te has parado a pensarlo?

A Walter le asustaba la toxicidad a largo plazo que estaban generando con sus peleas. Sentía que anegaba su matrimonio como los residuos de carbón inundaban los estanques en los valles de los Apalaches. Donde existían importantes depósitos de carbón, como en el condado de Wyoming, las compañías mineras construían plantas de procesamiento al lado mismo de las minas y empleaban el agua del torrente más cercano para lavar el carbón. El agua contaminada se recogía en grandes estanques de residuos tóxicos, y a Walter había llegado a preocuparle tanto la posibilidad de encontrar residuos embalsados en medio del Parque de la Reinita que había encargado a Lalitha la tarea de enseñarle a no preocuparse tanto al respecto. No había sido una tarea fácil, ya que resultaba imposible soslayar el hecho de que cuando se extraía carbón también se desenterraban perniciosas sustancias químicas como el arsénico y el cadmio que habían permanecido a buen recaudo bajo tierra durante millones de años. Cabía la posibilidad de verter el veneno otra vez en minas subterráneas abandonadas, pero tendía a filtrarse hacia la capa freática y acababa en el agua destinada al consumo. Realmente, se parecía mucho al pozo de mierda que se revolvía cuando un matrimonio se peleaba: una vez dichas ciertas cosas, ¿cómo podían olvidarse? Lalitha consiguió llevar a cabo investigaciones suficientes para asegurarle a Walter que, si los residuos se aislaban con cuidado y se guardaban debidamente, al final se desecaban y era posible cubrirlos con roca triturada y mantillo y hacer como si no existieran. Esa idea se había convertido en el evangelio del estanque de residuos, y era lo que Walter tenía la firme determinación de difundir en Virginia Occidental. Creía en él igual que creía en los bastiones ecológicos y la recuperación científica de la tierra, porque tenía que creer en él, a causa de Patty. Pero ahora, mientras yacía e intentaba conciliar el sueño en el hostil colchón del Days Inn, entre las ásperas sábanas del Days Inn, se preguntaba si todo aquello era verdad…

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