Libertad (56 page)

Read Libertad Online

Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—¿Por qué construyes una terraza? —preguntó.

—Por el aire libre y el ejercicio.

—¿Por qué necesitas ejercicio? Se te ve bastante en forma.

Katz se sintió muy, muy cansado. Ser incapaz de obligarse a jugar ni siquiera diez segundos al juego que Caitlyn deseaba jugar con él equivalía a comprender la atracción de la muerte. Morir sería la manera más limpia de cortar su vínculo con aquello que era una carga para él: la idea de Richard Katz que tenía formada la chica. A lo lejos, al sudoeste de donde ellos se hallaban, se alzaba el enorme edificio funcional de la era Eisenhower que estropeaba las vistas arquitectónicas del siglo XIX a casi todos los vecinos de Tribeca que vivían en un loft. En su día, el edificio había ofendido el sentido de la estética urbana de Katz, pero ahora le complacía porque ofendía el sentido de la estética urbana de los millonarios que se habían adueñado del barrio. Se cernía como la muerte sobre las excelentes vidas vividas allí abajo; había acabado siendo una especie de amigo para él.

—Echémosle un vistazo a ese pan de plátano —le propuso a la chica rolliza.

—También te he traído unos chicles de menta —dijo ella.

—¿Y si te firmo un autógrafo en el paquete y te lo quedas?

—¡Eso sería una pasada!

Katz sacó un rotulador de una caja de herramientas.

—¿Cómo te llamas?

—Sarah.

—Encantado de conocerte, Sarah. Voy a llevarme tu pan de plátano a casa y me lo comeré de postre esta noche.

Caitlyn, con algo semejante a la indignación moral, observó brevemente esa falta de respeto a su linda persona. Luego se acercó a Zachary, seguida por la otra chica. Y he aquí un concepto nuevo, pensó Katz: en lugar de intentar follarse a las chicas que detestaba, ¿por qué no hacerles un buen desaire? Para mantener la atención en Sarah y negársela a la magnética Caitlyn, sacó su lata de tabaco de mascar Skoal, que había comprado para conceder a sus pulmones un descanso de los cigarrillos, y se introdujo un grueso pellizco entre la encía y la mejilla.

—¿Puedo probarlo? —preguntó Sarah, envalentonada.

—Te dará náuseas.

—Pero… ¿y una hebra?

Katz negó con la cabeza y se guardó la lata en el bolsillo, tras lo cual Sarah le preguntó si podía disparar la pistola de clavos. Era como un anuncio andante de la educación parental último modelo que había recibido: ¡Tienes permiso para pedir cosas! ¡Que no seas guapa no significa que no lo tengas! ¡Tus ofrecimientos, si tienes el atrevimiento de plantearlos, serán bien acogidos por el mundo! A su manera, era igual de cargante que Caitlyn. Katz se preguntó si él a los dieciocho años era igual de cargante, o si, como ahora le parecía, su rabia contra el mundo —su percepción del mundo como un adversario hostil, merecedor de su rabia— había hecho de él una persona más interesante que aquellos jóvenes dechados de autoestima.

Permitió a Sarah disparar la pistola de clavos (la chica lanzó un alarido al sentir el retroceso y casi se le cayó de las manos) y acto seguido la despachó. El desaire a Caitlyn había sido tan eficaz que ésta ni siquiera se despidió, limitándose a seguir a Zachary escaleras abajo. Katz se acercó a la claraboya del dormitorio principal con la esperanza de echarle un ojo a la madre de Zachary, pero sólo vio la cama Dux, el lienzo de Eric Fischl, el televisor de pantalla plana.

La propensión de Katz a las mujeres por encima de treinta y cinco años era motivo de cierto bochorno. Se le antojaba una circunstancia triste y un tanto enfermiza en el sentido de que parecía remitir a su propia madre desquiciada y ausente, pero ya no había manera de alterar la estructura básica de su cerebro. Las niñitas eran una tentación permanente y una insatisfacción permanente casi de la misma manera que le producía insatisfacción la coca: siempre que la dejaba, la recordaba como algo fantástico e insuperable y la ansiaba, pero en cuanto volvía a tomarla, recordaba que no era tan fantástica en absoluto, era estéril y vacía: neuromecanicista, con sabor a muerte. Las tías jóvenes, sobre todo hoy día, eran hiperactivas a la hora de follar, pasando atropelladamente por cada una de las posturas conocidas por la especie, haciendo esto y aquello, sus chochos infantiles demasiado inodoros y bien afeitados para considerarse siquiera partes del cuerpo humano. Recordaba más detalles de sus pocas horas con Patty Berglund que de una década de niñitas. Aunque, claro, a Patty la conocía desde siempre y lo había atraído desde siempre; la larga anticipación sin duda había sido un factor. Pero había asimismo algo intrínsecamente más humano en ella que en las jovencitas. Más difícil, más fascinante, más digno de poseerse. Y ahora que su polla profética, su varita de zahorí, le señalaba otra vez en dirección a Patty, era incapaz de recordar por qué no había aprovechado más plenamente su oportunidad con ella. Una idea equivocada de la bondad, ahora incomprensible para él, le había impedido acudir a su hotel en Filadelfia y servirse otra ración de ella. Después de traicionar a Walter una vez, en la fría noche septentrional, debería haber seguido adelante y hacerlo otras cien veces y sacudírselo de encima. La prueba de lo mucho que lo había deseado estaba presente en las canciones compuestas para
Lago Sin Nombre
. Había transformado en arte su deseo insatisfecho. Pero ahora, una vez completado ese arte y cosechados sus dudosos frutos, no existía motivo alguno para seguir renunciando a lo que todavía deseaba. Y si de paso Walter se sentía, a su vez, con derecho a la tía india y dejaba de comportarse como un irritante moralista, tanto mejor para todos los interesados.

A última hora de la tarde del viernes cogió un tren de Newark a Washington. Aún no podía escuchar música, pero su reproductor MP3 no-Apple llevaba grabada una pista de ruido rosa —ruido blanco con cambios de frecuencia tendentes al extremo más grave de la escala, capaz de neutralizar todo sonido ambiental que el mundo pudiera arrojar sobre él—, y encajándose unos enormes auriculares almohadillados y colocándose en ángulo hacia la ventanilla y sosteniendo una novela de Bernhard cerca de la cara, consiguió una intimidad completa hasta que el tren paró en Filadelfia. Allí, una pareja blanca de poco más de veinte años, ambos vestidos con camisetas blancas y comiendo helado blanco de vasitos de papel encerado, se acomodó delante de él en los asientos recién desocupados. El blanco extremo de sus camisetas se le antojó el color del régimen de Bush. La tía enseguida reclinó el respaldo, invadiendo el espacio de Katz, y cuando terminó el helado, al cabo de unos minutos, tiró el vasito y la cucharilla hacia atrás por debajo del asiento, donde él tenía los pies.

Con un sonoro suspiro, Katz se quitó los auriculares, se puso en pie y le tiró el vasito a la falda.

—¡Dios mío! —exclamó ella con vehemente repugnancia.

—Eh, tío, ¿de qué vas? —dijo su compañero relucientemente blanco.

—Me has lanzado esto a los pies —contestó Katz.

—Pero no te lo ha tirado al regazo.

—Eso sí es toda una proeza —dijo Katz—: tu novia lanza un vasito sucio de helado a los pies de otra persona y tú te crees con derecho a ofenderte.

—Esto es un tren público —afirmó la chica—. Deberías coger un jet privado si no eres capaz de tratar con otra gente.

—Sí, ya lo tendré en cuenta la próxima vez.

La pareja se pasó el resto del viaje hasta Washington dejándose caer una y otra vez contra los respaldos, intentando reclinarlos más allá de su tope e invadir su espacio. Al parecer, no lo habían reconocido, pero si sabían quién era, seguro que pronto estarían blogueando lo gilipollas que era Richard Katz.

Aunque había tocado en Washington con relativa frecuencia a lo largo de los años, la horizontalidad y las molestas avenidas en diagonal de la ciudad nunca dejaban de horrorizarlo. Allí se sentía como una rata en un laberinto gubernamental. Por lo que él veía desde el asiento de atrás del taxi, el taxista bien podía estar llevándolo no a Georgetown, sino a la embajada israelí para someterlo a un interrogatorio intensivo. Los peatones de todos los barrios parecían haber tomado las mismas píldoras de la insipidez. Como si el estilo individual fuese una sustancia volátil que se evaporaba en la vacuidad de las aceras de Washington y las plazas infernalmente amplias. Toda la ciudad era un como un imperativo dirigido a Katz con su gastada cazadora de motero. Diciéndole: muérete.

Sin embargo, la mansión de Georgetown poseía cierto carácter. Walter y Patty no la habían elegido ellos mismos, pero aun así reflejaba el excelente gusto de aristocracia urbana que a esas alturas Richard ya esperaba de ellos. Tenía tejado de pizarra y múltiples mansardas y ventanales en la planta baja que daban a algo parecido a un auténtico jardincito. Encima del timbre, una placa de latón reconocía discretamente la presencia de la FUNDACIÓN MONTE CERÚLEO.

Abrió la puerta Jessica Berglund. Katz no la veía desde que iba al instituto, y sonrió con placer al hallarse frente a una mujer tan adulta y femenina. Sin embargo, ella parecía contrariada y un poco alterada, y apenas lo saludó.

—Hola, mmm, acompáñame a la cocina, ¿quieres? —dijo, y lanzó una ojeada por encima del hombro al largo pasillo con parqué.

De pie en el otro extremo estaba la chica india.

—Hola, Richard —saludó, levantando la mano con gesto nervioso.

—Dame un segundo —dijo Jessica.

Se alejó por el pasillo con andar altivo, y Katz la siguió con su bolsa de viaje, pasando frente a una habitación espaciosa llena de escritorios y archivadores y otra más pequeña con una mesa de reuniones. Aquello olía a semiconductores calientes y material de papelería nuevo. En la cocina había una gran mesa rústica francesa que Richard ya conocía de Saint Paul.

—Discúlpame un segundo —repitió Jessica mientras entraba detrás de Lalitha en una sala de aspecto más ejecutivo en la parte trasera—. Soy una persona joven —la oyó decir—. ¿Vale? Aquí la persona joven soy yo. ¿Lo entiendes?

Lalitha: —¡Sí! Claro. Por eso es maravilloso que hayas venido. Lo único que digo es que yo tampoco soy tan mayor, ¿sabes?

—¡Tienes veintisiete años!

—¿Y eso no es ser joven?

—¿A qué edad tuviste el primer móvil? ¿Cuándo empezaste a conectarte a internet?

—En la universidad. Pero, Jessica, escucha…

—Hay una gran diferencia entre la universidad y el instituto. Ahora la gente se comunica de una manera totalmente distinta. De una manera que las personas de mi edad aprendimos mucho antes que tú.

—Lo sé. En eso no discrepamos. La verdad es que no entiendo por qué estás tan enfadada conmigo.

—¿Que por qué estoy enfadada? Porque has llevado a mi padre a pensar que eres la gran experta en jóvenes, y sin embargo no eres la gran experta ni mucho menos, como acabas de demostrar clarísimamente.

—Jessica, conozco la diferencia entre un sms y un e-mail. Lo he dicho mal porque estoy cansada. Llevo casi toda la semana casi sin dormir. No es justo que montes semejante número por eso.

—¿Acaso tú mandas algún sms?

—No tengo necesidad. Usamos BlackBerrys, que hacen lo mismo, sólo que mejor.

—¡No es lo mismo! Dios mío. ¡A eso me refiero precisamente! Si no tuviste móvil en el instituto, no entiendes que tu móvil es muy, muy distinto de tu correo electrónico. Es una manera totalmente distinta de estar en contacto con la gente. Tengo amigos que apenas consultan ya su correo. Y si mi padre y tú vais a dirigir la campaña a los universitarios, es vital que entendáis eso.

—Pues vale. Enfádate conmigo. Adelante, enfádate. Pero todavía tengo que trabajar esta noche, y ahora déjame en paz.

Jessica volvió a la cocina, negando con la cabeza, con la mandíbula tensa.

—Perdona —dijo—. Seguramente te apetecerá ducharte y cenar algo. Arriba hay un comedor que resulta agradable usar de vez en cuando. Tengo un… mmm… —Miró alrededor, muy alterada—. He preparado para cenar una ensalada enorme y un poco de pasta que voy a recalentar. También tengo un buen pan, la proverbial barra de pan que, por lo que se ve, mi madre es incapaz de comprar cuando vamos a tener la casa llena de gente un fin de semana.

—Por mí no te preocupes —respondió Katz—. Aún llevo medio bocadillo en la bolsa.

—No; subiré y me sentaré contigo. Es sólo que aquí las cosas están un tanto desorganizadas. Esta casa es… es… es… —Contrajo los dedos y sacudió los puños—. ¡Aag! ¡Esta casa!

—Tranquila. Me alegro de verte.

—No sé ni cómo viven cuando no estoy aquí. Eso es lo que no entiendo. Cómo funciona esto siquiera a niveles tan básicos como sacar la basura. —Jessica cerró la puerta de la cocina y bajó la voz—. Y a saber qué come ella. Por lo visto, según cuenta mi madre, subsiste a base de Cheerios, leche y sandwiches de queso. Y plátanos. Pero ¿dónde está esa comida? En la nevera ni siquiera hay leche.

Katz movió las manos en un gesto impreciso, dando a entender que él no tenía la culpa.

—Y da la casualidad —prosiguió Jessica— de que conozco bastante bien la cocina regional india. Porque en la universidad tenía muchos amigos indios. Y hace tiempo, cuando vine aquí por primera vez, le pregunté si me podía enseñar algo de cocina regional, por ejemplo de Bengala, donde nació. Respeto mucho las tradiciones de la gente, y pensaba que podíamos preparar una comilona juntas, ella y yo, y sentarnos a la mesa como una familia. Como ella es india y a mí me interesa la gastronomía, me pareció una buena idea. Pero ella se rió de mí y me dijo que no sabía ni freír un huevo. Según parece, sus padres son ingenieros y no han preparado una comida de verdad en su vida. Y en eso quedó el plan.

Katz le sonreía, complacido de ver la homogeneidad con que se combinaban y fundían, en su persona unitaria y compacta, los caracteres de sus padres. Hablaba como Patty y se indignaba como Walter, y a la vez era plenamente ella misma. Era rubia y llevaba el cabello recogido en un severo peinado que parecía estirarle las cejas hasta enarcárselas, lo que contribuía a darle aquella expresión de horrorizada sorpresa e ironía. No lo atraía en absoluto, y por eso mismo sentía aún más simpatía por ella.

—¿Y dónde están todos? —preguntó.

—Mi madre está en el gimnasio, «trabajando». Y mi padre… la verdad es que no lo sé. Una reunión en Virginia o algo así. Me ha pedido que te diga que ya os veréis por la mañana; tenía la intención de volver esta noche, pero le ha surgido algo.

—¿A qué hora llega tu madre a casa?

—Tarde, seguro. Aunque ahora no lo parezca, cuando yo era pequeña, resultaba una madre más que aceptable, ¿me entiendes? O sea, que cocinaba, ¿sabes? Con ella, la gente se sentía bienvenida. Ponía flores en un jarrón junto a la cama. Por lo visto, todo eso es cosa del pasado.

Other books

Halversham by RS Anthony
Montana Hearts by Darlene Panzera
The Barefoot Princess by Christina Dodd
The Wolf Prince by Karen Kelley