Libertad (54 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Debió de adormilarse en algún momento, porque cuando sonó el despertador, a las 3.40, se sintió arrancado cruelmente de la inconsciencia. Tenía por delante otras dieciocho horas de temor e ira en estado de vigilia. Lalitha llamó a su puerta a las cuatro en punto, fresca como una rosa con sus informales vaqueros y calzado de montaña. —¡Me encuentro fatal! —dijo—. ¿Y tú?

—También. Tú al menos no lo aparentas, yo sí.

Durante la noche, la lluvia había cesado, dando paso a una niebla densa con olor a sur que mojaba casi igual. Durante el desayuno, en una cafetería de camioneros al otro lado de la carretera, Walter le comentó a Lalitha el mensaje enviado por Dan Caperville del Times.

—¿Quieres volver a casa? —preguntó ella—. ¿Adelantamos la rueda de prensa a mañana?

—Le dije a Caperville que será el lunes.

—Puedes decirle que la has cambiado de día. Quítatela de encima, y así tendremos el fin de semana libre.

Pero Walter estaba tan tremendamente agotado que no se veía capaz de dar una rueda de prensa a la mañana siguiente. Allí sentado, sufrió en silencio mientras Lalitha, haciendo lo que él no se había atrevido a hacer la noche anterior, leía el artículo del Times en su BlackBerry. —Son sólo doce párrafos —dijo—. No es tan grave.

—Supongo que por eso no lo vio nadie más y tuve que enterarme por mi mujer.

—Así que anoche hablaste con ella.

Lalitha parecía dar a entender algo con ese comentario, pero él, cansado como estaba, fue incapaz de interpretarlo. —Me pregunto quién lo ha filtrado —dijo—. Y qué se ha filtrado.

—Puede que lo filtrara tu mujer.

—Ya. —Walter se echó a reír y advirtió la expresión de severidad en el rostro de Lalitha—. Ella no haría una cosa así. Aunque solo sea porque no le importa tanto como para eso.

—Mmm. Lalitha dio un bocado y echó una ojeada al comedor con la misma expresión de severidad y pesar. Esa mañana tenía desde luego sobrados motivos para estar molesta con Patty, y con Walter. Para sentirse rechazada y sola. Y ésos fueron los primeros instantes en que él percibió algo parecido a la frialdad en ella; y fueron espantosos. Lo que él nunca había entendido sobre los hombres en su situación, en todos los libros que había leído y las películas que había visto, ahora lo veía con mayor claridad: no se podía esperar un amor sin reservas si no se correspondía a él en algún momento. Al simple hecho de ser bueno no se le concedía el menor mérito.

—Lo único que quiero es celebrar nuestra reunión este fin de semana —dijo él—. Si dispongo de dos días para trabajar en la superpoblación, puedo enfrentarme a cualquier cosa el lunes.

Lalitha se acabó el desayuno sin hablarle. Walter también se obligó a comer parte del suyo y salieron a la oscura madrugada contaminada por las luces de la calle. En el coche de alquiler, Lalitha ajustó el asiento y los retrovisores, que él había cambiado de posición la noche anterior. Mientras ella cruzaba el brazo ante el cuerpo para abrocharse el cinturón, Walter, torpemente, la cogió por el cuello y la acercó a él. Se miraron intensamente a los ojos bajo la luz de la farola del arcén.

—Me es imposible aguantar cinco minutos sin tenerte a mi lado —dijo—. Ni cinco minutos. ¿Lo entiendes?

Tras una breve reflexión, ella asintió. Acto seguido, soltando el cinturón, apoyó las manos en los hombros de Walter, le dio un solemne beso y se echó atrás para calibrar su efecto. Walter tuvo la sensación de haber hecho cuanto estaba a su alcance y no poder ir más allá de eso por propia iniciativa. Se limitó a esperar mientras ella, con un infantil ceño de concentración, le quitó las gafas, las dejó en el salpicadero, le rodeó la cabeza con las manos y rozó con su pequeña nariz la de él. Por un momento, Walter se inquietó por lo mucho que se parecía su cara a la de Patty en esa proximidad extrema, pero sólo tuvo que cerrar los ojos y besarla, y pasó a ser Lalitha en estado puro: sus labios suaves, su boca dulce como un melocotón, su cabeza cálida y arrebatada bajo el pelo sedoso. Trató de vencer la resistencia causada por lo mal que le parecía besar a alguien tan joven. Sentía la juventud de ella como una especie de fragilidad en sus manos y experimentó alivio cuando Lalitha volvió a echarse atrás para mirarlo, con los ojos brillantes. Creyó que en ese momento tocaba decir algo a modo de reconocimiento, pero no podía dejar de mirarla, y por lo visto ella lo interpretó como una invitación a pasar como pudo por encima del cambio de marchas y sentarse, incómoda, a horcajadas sobre él en el asiento, para que pudiera rodearla del todo con sus brazos. La agresividad con que ella lo besó entonces, el voraz abandono, generó en Walter un júbilo tan extremo que el suelo desapareció debajo de él. Entró en caída libre, todo aquello en lo que creía se alejó en la oscuridad, y se echó a llorar.

—Oh, ¿qué te pasa? —preguntó ella.

—Conmigo tienes que ir despacio.

—Despacio, despacio, sí —repitió, besándole las lágrimas, enjugándoselas con sus pulgares aterciopelados—. ¿Estás triste, Walter?

—No, cariño, todo lo contrario.

—Entonces, déjame quererte.

—Vale. Vale.

—¿De verdad?

—Sí —contestó él, sollozando—. Pero quizá deberíamos ponernos en marcha.

—Enseguida.

Ella acercó la lengua a sus labios, y él los separó para dejarla entrar. Percibió en la boca de Lalitha más deseo por él que en todo el cuerpo de Patty. Sus hombros bajo el chubasquero de nailon, cuando Walter cerró las manos en torno a ellos, parecían puro hueso y grasa infantil, sin nada de músculo, todo ávida maleabilidad. Lalitha irguió la espalda y se apretó contra él, presionándole el pecho con las caderas; y él no estaba a punto. Estaba más cerca pero no del todo todavía. Su reticencia de la noche anterior no había sido sólo cuestión de tabús o principios, sus lágrimas no eran todas de júbilo.

Al percibirlo, Lalitha se echó atrás y examinó su rostro. En respuesta a lo que fuera que advirtió en él, volvió a su asiento y lo observó desde más lejos. Walter, ahora que la había apartado, la deseó con intensidad otra vez, pero recordaba vagamente, de las historias que había oído y leído sobre hombres en su situación, que eso era lo horrible de ellos: lo que se conocía como tener a una chica en vilo. Permaneció inmóvil un momento bajo la luz inmutable de tono violáceo, escuchando el paso de los camiones por la interestatal.

—Lo siento —dijo—, todavía estoy intentando averiguar cómo vivir.

—Tranquilo. Date un poco de tiempo.

Walter asintió, tomando buena nota de la palabra «poco».

—Pero ¿puedo hacerte una pregunta? —dijo Lalitha.

—Puedes hacerme un millón de preguntas.

—Bueno, de momento basta con una. ¿Crees que podrías llegar a quererme?

Él sonrió.

—Sí, sobre eso no me cabe la menor duda.

—Con eso tengo suficiente. —Y arrancó.

En algún punto por encima de la niebla, el cielo se volvía azul. Lalitha salió de Beckley por carreteras secundarias a velocidades francamente ilegales, y Walter se contentó con mirar por la ventanilla y abstenerse de pensar qué le ocurría a él, limitándose a vivir la caída libre. El hecho de que los bosques caducifolios de los Apalaches se hallaran entre los ecosistemas templados más biodiversos del mundo, hábitat de muy distintas especies de árboles y orquídeas e invertebrados de agua dulce cuya abundancia envidiaban los altiplanos y las costas arenosas, no era algo que se viera a simple vista desde las carreteras por las que circulaban. Allí la tierra se había traicionado a sí misma, siendo su topografía nudosa y su sinfín de recursos extraíbles pobre incentivo para el igualitarismo de los pequeños hacendados de Jefferson, fomentando en lugar de eso la concentración de los derechos sobre la superficie y el mineral en manos de ricos absentistas, y relegando a los márgenes a la población autóctona pobre y a los jornaleros llegados de fuera: a la tala de árboles, al trabajo en las minas, a llevar míseras existencias primero pre y luego posindustriales en parcelas de tierra sobrante que, movidos por el mismo instinto de apareo que ahora se adueñaba de Walter y Lalitha, habían superpoblado a fuerza de generaciones poco espaciadas y familias demasiado numerosas. Virginia Occidental era la república bananera de la nación, su Congo, su Guyana, su Honduras. Las carreteras eran razonablemente pintorescas en verano, pero ahora, con los árboles todavía deshojados, todo quedaba a la vista: los prados salpicados de rocas y medio pelados, las endebles enramadas de jóvenes bosques secundarios, las laderas perforadas y los torrentes dañados por la minería, los establos decrépitos y las casas sin pintar, las caravanas medio hundidas en residuos de plástico y metal, los caminos de tierra en estado lastimoso que no conducían a ninguna parte.

Adentrándose en el territorio, el paisaje no era tan desalentador. La lejanía proporcionaba el alivio de la ausencia de gente, y la ausencia de gente implicaba más de todo lo otro. Lalitha dio un volantazo para esquivar un urogallo que salía a darles la bienvenida, un embajador aviar de las buenas intenciones invitándolos a valorar la forestación más robusta y las cumbres menos deterioradas y los torrentes más cristalinos del condado de Wyoming. Incluso el cielo se despejaba para ellos.

—Te deseo —dijo Walter.

Ella negó con la cabeza.

—No digas nada más, ¿vale? Aún tenemos trabajo pendiente. Ocupémonos de nuestras obligaciones y después ya veremos.

Él estuvo tentado de obligarla a parar en uno de los pequeños merenderos rústicos a orillas del Black Jewel Creek (cuyo principal afluente era el Nine Mile), pero habría sido una irresponsabilidad, pensó, volver a tocarla sin tener la certeza de que estaba a punto. El aplazamiento era soportable si la gratificación se daba por segura. Y allí la belleza del paisaje, la dulce humedad repleta de esporas del aire de principios de primavera, se lo aseguraba.

Pasaban ya de las seis cuando llegaron al desvío de Forster Hollow. Walter había previsto encontrar un denso tráfico de camiones pesados y maquinaria de excavación en el camino de Nine Mile, pero no había un solo vehículo a la vista. Sí vieron profundas huellas de neumáticos y orugas en el barro. Allí donde el bosque invadía el camino, las ramas recién partidas yacían en el suelo, o pendían precariamente de los árboles más cercanos.

—Según parece alguien ha llegado aquí muy temprano —comentó Walter.

Con sus repentinos acelerones y bruscos virajes para evitar las ramas caídas más grandes, Lalitha hacía colear el coche en el barro y lo acercaba peligrosamente al borde del camino.

—Me pregunto si llegaron ayer —añadió Walter—. O si hubo un malentendido y trajeron la maquinaria ayer para empezar temprano.

—Legalmente, tenían derecho desde el mediodía.

—Pero no es eso lo que nos dijeron. Nos dijeron a las seis de hoy.

—Sí, pero son compañías mineras, Walter.

Llegaron a uno de los tramos más estrechos del camino y se encontraron con que habían talado los árboles cercanos y aplanado el terreno con bulldozers, arrojando los troncos al barranco. Lalitha dio gas y, entre sacudidas y vibraciones, atravesó un trecho de barro y piedra y tocones nivelado precipitadamente.

—¡Menos mal que es un coche de alquiler! —dijo mientras aceleraba con brío ya en el camino más despejado.

Al cabo de tres kilómetros, en los límites de las tierras ahora propiedad de la fundación, obstruían el paso un par de automóviles aparcados delante de una verja de tela metálica que en ese momento montaban unos trabajadores con chalecos naranja. Walter vio a Jocelyn Zorn y a algunas de sus chicas departiendo con un capataz que llevaba casco y sostenía una tablilla portapapeles. En otro mundo, no muy distinto, tal vez Walter habría sido amigo de Jocelyn Zorn. Se parecía a la Eva del famoso retablo de Van Eyck; era pálida, de ojos apagados y aspecto un tanto macrocéfalo por lo alto que tenía el nacimiento del pelo. Pero poseía una serenidad notable e inquietante, una imperturbabilidad en la que se adivinaba ironía, y era la clase de hoja de ensalada amarga que en general gustaba a Walter. Se acercó por el camino para recibirlos cuando ambos se apeaban en el barro.

—Buenos días, Walter —saludó—. ¿Puedes explicarme qué pasa aquí?

—Parece que hay obras —dijo con doblez.

—El arroyo trae mucha tierra. Ya está turbio a medio camino del Black Jewel. No veo que se haga un gran esfuerzo por mitigar la erosión. Más bien no veo ninguno.

—Ya hablaremos de eso con ellos.

—Le he pedido al Departamento de Protección del Medio Ambiente que venga y eche un vistazo. Me imagino que llegarán aquí en junio o algo así. ¿También los habéis comprado a ellos?

Bajo las salpicaduras marrones en el parachoques del coche situado más atrás, Walter leyó el mensaje A NARDONE NO HAY QUIEN LA PERDONE.

—Recapitulemos un poco, Jocelyn —dijo—. ¿Podemos dar un paso atrás y ver el cuadro completo?

—No —respondió ella—. Eso no me interesa. A mí lo que me interesa es esa tierra en el arroyo. También me interesa lo que está pasando detrás de la alambrada.

—Lo que pasa es que nos proponemos preservar veinticinco mil hectáreas de bosque, sin una sola carretera, para toda la eternidad. Estamos asegurando un hábitat no fragmentado, para nada menos que dos mil parejas reproductoras de reinitas cerúleas.

Zorn fijó sus apagados ojos en la tierra embarrada.

—Ya. La especie de tu interés. Es muy bonita.

—¿Por qué no vamos a otro sitio? —propuso Lalitha desenfadadamente—. Y nos sentamos a hablar del tema en su conjunto. Nosotros estamos de vuestro lado, debes saberlo.

—No —dijo Zorn—. Voy a quedarme aquí un rato. Le he pedido a un amigo mío del Gazette que venga a echar un vistazo.

—¿También has hablado con el New York Times? —se le ocurrió preguntar a Walter.

—Sí. Parecían muy interesados, a decir verdad. Hoy día «explotación a cielo abierto» son palabras mágicas. Eso es lo que estáis haciendo allá arriba, ¿no?

—El lunes damos una rueda de prensa —contestó él—. Presentaré el plan completo. Cuando oigas los detalles, creo que te entusiasmarás. Podemos pagarte el billete de avión si quieres venir. Me encantaría tenerte allí. Tú y yo incluso podríamos mantener un breve diálogo en público, si quieres expresar tus preocupaciones.

—¿En Washington?

—Sí.

—Me lo imaginaba.

—Allí tenemos la sede.

—Ya. Allí está la sede de todo.

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