Libertad (57 page)

Read Libertad Online

Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

En su función de anfitriona de emergencia, Jessica condujo a Katz por una estrecha escalera de la parte de atrás y le enseñó los amplios dormitorios de la primera planta, convertidos en salón, comedor y sala de estar, la pequeña habitación donde Patty tenía un ordenador y un sofá cama, y luego, ya en la segunda planta, la habitación igualmente pequeña donde él dormiría.

—Oficialmente ésta es la habitación de mi hermano —explicó—, pero juraría que no ha pasado aquí ni diez noches desde que se mudaron.

En efecto, en el cuarto no se advertía el menor rastro de la presencia de Joey, sino únicamente más muestras del buen gusto en mobiliario de Walter y Patty.

—Por cierto, ¿cómo van las cosas con Joey?

Jessica se encogió de hombros. —No soy la persona más indicada para responder a eso.

—¿No os habláis?

Ella miró a Katz con aquellos ojos suyos, un poco protuberantes, muy abiertos en una expresión jocosa. —Hablamos a veces, de vez en cuando.

—Y entonces, ¿qué? ¿Cuál es la situación?

—Bueno, ahora es republicano, así que las conversaciones no suelen ser muy agradables.

—Ah.

—Te he puesto unas toallas. ¿Necesitas también una manopla?

—Nunca uso manopla, no.

Cuando al cabo de media hora bajó duchado y con una camiseta limpia, se encontró la cena esperándolo en la mesa del comedor. Jessica se sentó en el extremo opuesto con los brazos cruzados en una postura muy tensa —en conjunto era una chica muy tensa y crispada— y lo observó comer.

—Por cierto —dijo—, enhorabuena por todo lo que ha pasado. Se me hizo muy raro empezar a oírte de pronto por todas partes, y verte en las listas de reproducción de medio mundo.

—¿Y tú qué? ¿A ti qué te gusta escuchar?

—A mí me va más la música étnica, sobre todo la africana y la sudamericana. Pero tu disco me gustó. El lago lo reconocí, eso desde luego.

Cabía la posibilidad de que escondiera una insinuación detrás de eso, y también cabía la posibilidad de que no. ¿Podía ser que Patty le hubiera contado lo sucedido en el lago? ¿A ella y no a Walter?

—¿Y qué está pasando aquí? —preguntó—. Me ha dado la impresión de que tenías algún problema con Lalitha.

De nuevo los ojos muy abiertos con aquella expresión jocosa o irónica.

—¿Qué? —dijo él.

—Bah, no era nada. Es que últimamente mi familia acaba con mi paciencia.

—Tengo la sensación de que ella se ha convertido en un problema para tus padres.

—Mmm.

—A mí me parece una chica estupenda. Lista, enérgica, comprometida.

—Mmm.

—¿Hay algo que quieras contarme?

—¡No! Sólo pienso que es como si Lalitha le hubiera echado el ojo a mi padre. Y es como si eso estuviera destrozando a mi madre. Verlo delante de sus narices. Yo creo que, digamos… cuando una persona está casada, hay que dejarla en paz, ¿no? Si está casada, es coto vedado, ¿no?

Katz se aclaró la garganta, sin saber muy bien adonde iría a parar aquello.

—En teoría, sí —contestó él—. Pero con la edad la vida se complica.

—Pero eso no significa que tenga que caerme bien. No significa que tenga que aceptarla. No sé si te han contado que vive aquí mismo, en el piso de arriba. Está aquí a todas horas. Está aquí más tiempo que mi madre. Y eso no me parece del todo justo. Mi opinión es que tendría que marcharse de aquí y buscarse otro sitio para vivir. Pero dudo que eso sea lo que quiere mi padre.

—¿Y por qué no quiere?

Jessica esbozó una tensa sonrisa, muy descontenta.

—Mis padres tienen muchos problemas. Su matrimonio tiene muchos problemas. No hace falta ser vidente para darse cuenta. O sea, mi madre está francamente deprimida. Desde hace años. Y es incapaz de salir de eso. Pero se quieren, me consta que se quieren, y la verdad es que me molesta ver lo que está pasando aquí. Si ella se marchara… me refiero a Lalitha… si ella se marchara sin más, para que mi madre tuviera otra oportunidad…

—¿Tu madre y tú estáis muy unidas?

—No. La verdad es que no.

Katz comió en silencio y esperó a oír más. Había tenido la suerte de encontrar a Jessica de un humor propicio para revelar cosas al primero que se le cruzara.

—O sea, ella lo intenta —explicó Jessica—. Pero tiene un don especial para decir lo que no debe. No respeta mi opinión. Por ejemplo… el hecho de que soy básicamente una persona adulta e inteligente, capaz de pensar por su cuenta, ¿entiendes? Yo tenía un novio en la universidad, un chico encantador, y lo trató fatal. Era como si le diera miedo que nos casáramos, así que no paró de burlarse de él. Fue mi primer novio de verdad, y yo sólo quería disponer de un tiempo para disfrutarlo, pero ella no aflojaba. Una vez, William y yo vinimos a pasar un fin de semana, para visitar museos y participar en una manifestación a favor del matrimonio homosexual. Nos quedamos a dormir aquí, y a ella no se le ocurrió otra cosa que preguntarle si le gustaba eso de que las chicas enseñaran los pechos en las fiestas de las fraternidades. Había leído un artículo absurdo en el periódico sobre unos chicos que les pedían a gritos a las chicas que enseñaran las tetas. Y yo, que no, mamá, que no estoy en Virginia. En mi universidad no hay fraternidades, esos son estupideces cavernícolas de los chicos del sur, no voy a Florida para las vacaciones de primavera, no somos como esa gente de tu artículo absurdo. Pero ella no aflojaba. Siguió preguntándole a William qué opinaba de los pechos de las otras chicas. Y siguió haciendo como si se sorprendiera cuando él le contestaba que no le interesaban. Ella sabía muy bien que era sincero, y que lo abochornaba tremendamente que la madre de su novia le hablara de tetas, pero ella hizo como si no le creyera. Se lo tomó todo a broma. Quería que yo me riera de William. Y sí, es verdad, a veces era un poco pesado. Pero de verdad, ¿no puede dejarme que lo descubra por mi cuenta?

—Eso es que se preocupa por ti. No quería que te casaras con un hombre que no te convenía.

—¡No iba a casarme con él! ¡Ahí está la cuestión!

A Katz se le fueron los ojos a los pechos de Jessica, prácticamente ocultos tras sus brazos cruzados. Los tenía pequeños como su madre, pero su cuerpo no era de formas tan bien proporcionadas. En ese momento sentía que su amor por Patty era aplicable por extensión a su hija, sin el deseo de follársela. Entendió lo que había querido decir Walter sobre ella: que era una joven que permitía a los mayores albergar esperanzas sobre el futuro. Desde luego, no tenía un pelo de tonta.

—La vida te sonreirá —comentó.

—Gracias.

—Tienes buena cabeza. Me alegro mucho de volver a verte.

—Lo sé, lo mismo digo —contestó ella—. Ni siquiera recuerdo la última vez que te vi. ¿Estaba aún en el instituto, quizá?

—Trabajabas en un comedor de beneficencia. Tu padre me llevó a verte allí.

—Ya, los años de esfuerzos para hacer curriculum. Llegué a tener unas diecisiete actividades extraescolares. Era como la madre Teresa con un chute de anfetaminas.

Katz se sirvió más pasta, que llevaba aceitunas y unas hojas verdes. Ah, sí, rúcula: había vuelto sano y salvo al seno de la burguesía. Le preguntó a Jessica qué haría si sus padres se separaran.

—Uf, no lo sé —contestó—. Espero que no ocurra. ¿Tú crees que lo harán? ¿Eso te ha dicho mi padre?

—Yo no lo descartaría.

—Pues entonces pasaré a ser una de tantos. La mitad de mis amigos vienen de hogares rotos. Pero yo no imaginaba que fuera a pasarnos a nosotros. Al menos hasta que apareció Lalitha.

—Ya sabes que esas cuestiones son cosa de dos. No debes culparla a ella más de la cuenta.

—No, si te aseguro que también culpo a mi padre. Ya lo creo que lo culpo. Lo noto en su voz, y la verdad es que sencillamente… me confunde. Sencillamente me parece mal. O sea, siempre he pensado que lo conocía bien. Pero se ve que no.

—¿Y qué me dices de tu madre?

—Ella tampoco está muy contenta con la situación, eso desde luego.

—No, pero ¿y si fuera ella la que se marchara? ¿Qué opinarías de eso?

La perplejidad de Jessica ante la pregunta disipó toda sospecha de que Patty se hubiera confiado a ella.

—No creo que haga nunca una cosa así —respondió—, a menos que mi padre la obligue.

—¿No es feliz?

—Bueno, Joey dice que no. Creo que a Joey le cuenta muchas cosas que a mí no me cuenta. O quizá Joey se lo inventa todo para fastidiarme. Es decir, ella desde luego se burla de mi padre, y continuamente, pero eso no significa nada. Se burla de todo el mundo; seguro que también de mí cuando no estoy delante. Nos encuentra muy graciosos a todos, y eso a mí desde luego me saca de quicio. Pero la verdad es que está muy entregada a la familia. No creo que conciba la posibilidad de cambiar algo.

Katz se preguntó si eso era verdad. La propia Patty le había dicho, cuatro años atrás, que no le interesaba dejar a Walter. Pero el profeta bajo el pantalón de Katz sostenía insistentemente lo contrario, y quizá Joey era más fiable que su hermana en cuanto a la felicidad de su madre.

—Tu madre es una mujer extraña, ¿no te parece?

—Me da pena —dijo Jessica—, eso cuando no estoy enfadada con ella. Es muy lista, y nunca ha hecho nada de provecho aparte de ser una buena madre. Lo único que sé con certeza es que nunca me quedaré en casa a jornada completa con mis hijos.

—Así que quieres tener hijos. A pesar de la crisis demográfica mundial.

Lo miró con los ojos muy abiertos y se sonrojó.

—Tal vez uno o dos. Si encuentro al hombre adecuado. Cosa que no parece muy probable en Nueva York.

—Nueva York es un lugar difícil.

—Vaya, gracias. Gracias por decírmelo. Nunca en la vida me he sentido tan empequeñecida e invisible y totalmente menospreciada como en los últimos ocho meses. Creía que Nueva York teóricamente era el sitio ideal para salir con tíos. Pero allí todos son perdedores o capullos, y si no, están casados. Es horrible. Es decir, sé que no soy una chica despampanante ni nada por el estilo, pero me considero digna al menos de cinco minutos de conversación cortés. Ya llevo allí ocho meses, y aún espero esos cinco minutos. A estas alturas ni siquiera quiero salir, tan desmoralizada estoy.

—El problema no eres tú. Eres guapa. Puede que seas demasiado buena chica para Nueva York. Aquello es una economía bastante descarnada.

—Pero ¿cómo es que hay tantas chicas como yo y ningún tío? ¿Acaso todos los que valen la pena han decidido marcharse a otro sitio?

Katz repasó la lista de los jóvenes conocidos suyos en el área metropolitana de Nueva York, incluidos sus antiguos compañeros de
Walnut Surprise
, y no se le ocurrió ninguno a quien confiarle a Jessica en una cita.

—Las chicas vienen todas para trabajar en el mundo editorial y el arte y las ONG —dijo él—. Los tíos vienen por el dinero y la música. Ahí tienes un sesgo de selección. Las chicas están bien y son interesantes, los hombres son todos gilipollas como yo. No deberías tomártelo como algo personal.

—Me conformo con salir una sola vez con un chico agradable.

Katz empezaba a lamentar haberle dicho que era guapa. Había sonado un poco a invitación, ojalá ella no lo hubiese interpretado de ese modo. Pero, por desgracia, parecía que sí.

—¿De verdad eres un gilipollas? —preguntó ella—. ¿O lo has dicho por decir?

El tonillo de coqueteo provocador era alarmante y convenía atajarlo de raíz.

—He venido a hacerle un favor a tu padre —contestó.

—Eso no parece propio de un gilipollas —dijo ella en tono socarrón.

—Lo es, créeme. —Le dirigió la mirada más severa que era capaz de dirigir a una persona, y vio que la asustaba un poco.

—No lo entiendo —respondió ella.

—En el frente indio no soy tu aliado. Soy tu enemigo.

—¿Cómo? ¿Por qué? ¿Y a ti qué más te da?

—Ya te lo he dicho. Soy un gilipollas.

—Vaya por Dios. Vale, pues. —Fijó la mirada en la mesa con las cejas muy enarcadas, confusa y asustada y cabreada todo a la vez.

—Por cierto, la pasta está excelente. Gracias por prepararla.

—Claro. Come un poco de ensalada también. —Jessica se levantó de la mesa—. Me parece que voy a subir a leer un rato. Si necesitas algo más, ya dirás.

Katz asintió, y ella abandonó el comedor. Se sintió mal por la chica, pero lo que lo llevaba a Washington era un asunto sucio, y no tenía sentido edulcorarlo. Cuando acabó de cenar, examinó atentamente la enorme colección de libros de Walter y la colección aún más enorme de cedes y elepés, y luego se retiró a la habitación de Joey en el piso de arriba. Quería ser la persona que entrase en una habitación donde estaba Patty, no la persona que esperaba en una habitación a que entrase ella. Ser la persona en espera era colocarse en una posición demasiado vulnerable; no era nada katziano. Aunque normalmente evitaba los tapones para los oídos, por la auténtica sinfonía en que convertían sus acúfenos, se insertó unos a fin de no quedarse tendido en la cama, aguardando a oír pasos y voces como un cobarde.

A la mañana siguiente se quedó en la habitación casi hasta las nueve antes de bajar por la escalera de atrás en busca del desayuno. La cocina estaba vacía, pero alguien, cabía suponer que Jessica, había preparado café y troceado fruta y sacado unos bollos. Caía una llovizna primaveral en el pequeño jardín trasero, en los narcisos y junquillos, y en las vertientes de los tejados de las casas cercanas. Al oír voces procedentes de la parte delantera de la casa, Katz recorrió el pasillo con un café y un bollo y encontró a Walter, Jessica y Lalitha, todos con la piel bien restregada e hidratada y el pelo lavado, esperándolo en la sala de reuniones.

—¡Bueno, aquí estás! —exclamó Walter—. Podemos empezar.

—No sabía que nos reuníamos tan temprano.

—Son las nueve —dijo Walter—. Para nosotros hoy es un día laborable.

Lalitha y él ocupaban asientos contiguos cerca de la parte central de la amplia mesa. Jessica estaba más alejada, cerca de la cabecera opuesta, con los brazos cruzados, irradiando tensamente una actitud escéptica y defensiva. Katz se sentó frente a los demás.

—¿Has dormido bien? —preguntó Walter.

—Bastante bien. ¿Dónde está Patty?

Walter se encogió de hombros.

—No vendrá a la reunión, si es eso lo que quieres saber.

—Nos proponemos conseguir algo concreto —añadió Lalitha—, no pasarnos el día entero riéndonos de lo imposible que es conseguirlo. ¡Uf!

Other books

Haunted by Hazel Hunter
Letting You Know by Nora Flite
Ravenous by Eden Summers
The Radiant Dragon by Elaine Cunningham
At the Spanish Duke's Command by Fiona Hood-Stewart
The Days of the Rainbow by Antonio Skarmeta