Libertad (50 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—Estas ideas son mías, no tuyas —afirmó Lalitha—. No me las has inculcado tú. Sólo te he pedido un consejo.

—Bien, pues creo que mi consejo es que no lo hagas.

—De acuerdo. Entonces tomaré otra copa. ¿O me aconsejas que no lo haga?

—Sí, te aconsejo que no lo hagas.

—Pídeme una igualmente, por favor.

Un abismo se abría ante Walter, allí a su alcance para precipitarse en él de inmediato. Le sorprendió la rapidez con que algo así podía abrirse ante él. La otra única vez —no, no, no, la única vez— que se había enamorado, tardó casi un año en actuar, y aun así fue Patty quien hizo la mayor parte del trabajo pesado. Ahora parecía que esas cosas podían gestionarse en cuestión de minutos. Unas cuantas palabras inconscientes más, otro trago de cerveza, y sólo Dios sabía…

—Yo únicamente quería decir —continuó— que puede que te haya empujado a implicarte más de la cuenta en esto de la superpoblación. A fanatizarte. Con mi propia ira estúpida, mis propios conflictos. Sólo pretendía decir eso.

Ella asintió. Pequeñas perlas de llanto se adherían a sus pestañas.

—Tú me inspiras un sentimiento paternal —balbuceó.

—Lo entiendo.

Pero «paternal» también era una equivocación: descartaba casi por completo la clase de amor que, por doloroso que fuera admitirlo, nunca se permitiría.

—Obviamente soy demasiado joven para ser tu padre —dijo—, o casi demasiado joven, dejando de lado que, en todo caso, tú ya tienes un padre. En realidad sólo me refería al hecho de que me hayas pedido un consejo paternal. Al hecho de que, como jefe tuyo y persona considerablemente mayor, siento cierta clase de… preocupación por ti. «Paternal» en ese sentido. Nada que ver con alguna clase de tabú, o algo así.

A Walter aquello le pareció a todas luces absurdo incluso mientras lo decía. Los putos tabús eran precisamente su problema. Lalitha, que parecía saberlo, levantó sus preciosos ojos y lo miró a la cara.

—No tienes que quererme, Walter. Puedo quererte sólo yo. ¿De acuerdo? No puedes impedirme que te quiera.

El abismo se ensanchó vertiginosamente.

—Pero ¡si yo te quiero! —exclamó él—. Es decir, en cierto sentido. En un sentido muy concreto. Sin duda te quiero. Mucho. Muchísimo, en realidad. ¿Vale? Sólo que no creo que eso nos lleve a ninguna parte. Es decir, si vamos a seguir trabajando juntos, no podemos hablar de esta manera bajo ningún concepto. Esto está ya muy, muy, muy, muy mal.

—Sí, ya lo sé. —Bajó los ojos—. Y tú estás casado.

—¡Sí, exacto! Exacto. Así son las cosas.

—Así son las cosas.

—Déjame pedir tu copa.

Una vez declarado el amor, una vez eludido el desastre, Walter fue a buscar a la camarera y pidió un tercer dry martini, largo de vermut. Su rubor, que durante toda su vida había sido algo que iba y venía continuamente, ahora le había venido y no se había ido. Con el rostro encendido, entró tambaleándose en el aseo de hombres e intentó orinar. Su necesidad era apremiante y al mismo tiempo le costaba satisfacerla. Permaneció ante el urinario, respirando hondo, y cuando por fin estaba a punto de conseguir que las cosas fluyeran, la puerta se abrió de par en par y entró alguien. Walter oyó al hombre lavarse las manos y secárselas mientras él seguía allí inmóvil, con las mejillas al rojo, esperando a que la vejiga venciese su timidez. Otra vez estaba a punto de lograrlo cuando se dio cuenta de que el hombre en el lavabo se demoraba adrede. Desistió de orinar, malgastó agua tirando innecesariamente de la cadena y se subió la cremallera.

—Tío, quizá te convenga consultarle a un médico sobre esas dificultades urinarias —comentó sádicamente el hombre frente al lavabo, arrastrando las palabras. Blanco, de treinta y tantos años, con una vida dura grabada en el rostro, concordaba a la perfección con el perfil que Walter se había formado del conductor que no creía en los intermitentes. Se quedó junto al hombro de Walter mientras éste se lavaba apresuradamente las manos y se las secaba.

—Te gusta la carne negra, ¿eh?

—¿Cómo?

—Digo que he visto lo que hacías con esa negrita.

—Es asiática —lo corrigió Walter, rodeándolo—. Si me permite…

—Con las palabras te la camelas, pero con unas copas vas que vuelas, ¿a que sí tío?

Su voz destilaba tal odio que Walter, temiendo violencia, huyó por la puerta sin replicar. No había dado un puñetazo ni encajado uno en treinta y cinco años, y sospechaba que un puñetazo sentaría mucho peor a los cuarenta y siete que a los doce. Cuando se sentó en el reservado ante una ensalada de lechuga iceberg, todo el cuerpo le vibraba de violencia contenida y la cabeza le daba vueltas por la sensación de injusticia.

—¿Qué tal la cerveza? —preguntó Lalitha.

—Es interesante —contestó Walter, y se bebió el resto de un trago. Tenía la impresión de que la cabeza podía desprendérsele del cuello y elevarse hacia el techo como un globo de fiesta.

—Perdona si he dicho algo indebido.

—No te preocupes —dijo él—. Estoy… —«enamorado de ti. Estoy perdidamente enamorado de ti»—. Estoy en una posición difícil, cariño. Es decir, «cariño» no. «Cariño» no. Lalitha. Cariño. Estoy en una posición difícil.

—Tal vez deberías tomarte otra cerveza —sugirió ella con una sonrisa pícara.

—Verás, lo que pasa es que también quiero a mi mujer.

—Sí, claro —dijo ella. Pero ni siquiera intentaba ayudarlo a salir del atolladero. Arqueó la espalda como un gato y se estiró hacia delante por encima de la mesa, exhibiendo las diez pálidas uñas de sus manos jóvenes y hermosas a ambos lados del plato de ensalada de Walter e invitándolo a tocárselas—. ¡Estoy muy borracha! —exclamó, sonriéndole traviesa.

Walter recorrió con la mirada el comedor de plástico para ver si su torturador de los lavabos estaba presenciando aquello. En apariencia el individuo no se hallaba a la vista, ni los observaba nadie de manera indebida. Al mirar a Lalitha, que acariciaba la superficie de plástico de la mesa con la mejilla como si fuera la más suave de las almohadas, recordó textualmente la profecía de Richard. La chica de rodillas, la cabeza oscilante, sonriendo desde abajo. Ay, la mísera lucidez de la visión del mundo de Richard Katz. Un súbito resquemor traspasó el subidón de Walter y lo serenó. Aprovecharse de esa chica era la forma de actuar propia de Richard, no la suya.

—Siéntate bien —dijo con severidad

—Enseguida —musitó ella, moviendo sinuosamente los dedos extendidos.

—No, siéntate bien ya. Somos la fachada pública de la fundación, y no debemos olvidarlo.

—Creo que quizá tengas que llevarme a casa, Walter.

—Antes tienes que comer algo.

—Mmm —dijo ella, sonriendo con los ojos cerrados.

El se levantó, se acercó a la camarera y pidió que les envolvieran los segundos para llevárselos. Lalitha seguía desplomada en la mesa, con el tercer dry martini a medias junto al codo, cuando él regresó al reservado. De un tirón, la obligó a levantarse y, sujetándola firmemente por el brazo, la sacó a la calle y la instaló en el asiento del acompañante. Al entrar de nuevo por la comida, se encontró en el vestíbulo acristalado con su torturador de los lavabos.

—Vaya un puto aficionado a la carne negra —dijo el individuo—. Vaya un puto espectáculo. ¿Qué cojones haces tú aquí?

Walter intentó rodearlo, pero el hombre le cortó el paso.

—Te he hecho una pregunta.

—No me interesa —contestó Walter. Intentó apartarlo, pero se vio lanzado de un empujón contra el cristal laminado, lo que hizo temblar la estructura del vestíbulo. En ese momento, antes de que las cosas fueran a mayores, se abrió la puerta interior y la fogueada jefa de camareras preguntó qué pasaba.

—Este individuo está molestándome —respondió Walter con la respiración entrecortada.

—Vaya con el puto pervertido.

—Tendrán que tratar el asunto fuera del establecimiento —ordenó la camarera jefa.

—¡Y una mierda! Yo no me voy a ninguna parte. El que se va es este pervertido —dijo el hombre.

—Pues vuelva a su mesa y siéntese y a mí no me hable en ese tono.

—Este tío me revuelve tanto el estómago que no puedo ni comer.

Dejando que los dos resolvieran las cosas entre ellos, Walter entró y se vio en el punto de mira de una joven rubia y fornida, a todas luces la acompañante de su torturador, que lo observaba con odio asesino desde una mesa cercana a la puerta. Mientras Walter esperaba la comida, se preguntó por qué precisamente esa noche, entre todas las noches, Lalitha y él habían suscitado semejante odio. Habían sido blanco de alguna que otra mirada, sobre todo en los pueblos más pequeños, pero nunca nada a ese nivel. De hecho, se había llevado una grata sorpresa al ver en Charleston tantas parejas mixtas de negros y blancos, y descubrir la escasa prioridad que en general merecía el racismo entre los muchos males de ese estado. La mayor parte de Virginia Occidental era demasiado blanca para que la raza fuera un problema capital. Inevitablemente llegó a la conclusión de que lo que había atraído la atención de la joven pareja era la culpabilidad, la inmunda culpabilidad, que él irradiaba desde su reservado. No odiaban a Lalitha, lo odiaban a él. Y se lo tenía bien merecido. Cuando por fin llegó la comida, le temblaban tanto las manos que apenas pudo firmar el resguardo de la tarjeta de crédito.

Ya en el Days Inn, llevó a Lalitha en brazos bajo la lluvia y la dejó delante de su puerta. No dudaba de que podría haber ido por su propio pie, pero quiso concederle el deseo de ser llevada a su habitación. Y de hecho a Walter le fue útil tenerla en brazos como a una niña: le recordó sus responsabilidades. Cuando ella se sentó en la cama y cayó de lado, él la tapó con la colcha como en otro tiempo tapaba a Jessica y Joey.

—Me voy a cenar a mi habitación —dijo, alisándole el pelo con ternura desde la frente—. Te dejo aquí tu comida.

—No, no te vayas —rogó ella—. Quédate a ver la televisión. Cuando esté serena, podemos cenar juntos.

También le concedió ese capricho y, localizando la PBS en la televisión por cable, vio el final de NewsHour: una discusión sobre el historial de guerra de John Kerry cuya intrascendencia lo puso tan nervioso que apenas pudo seguirla. Ya le era casi imposible soportar los noticiarios de cualquier tipo. Todo se movía demasiado deprisa, demasiado deprisa. Sintió una punzada de compasión por la campaña de Kerry, que en ese momento disponía de menos de siete meses para dar la vuelta a los ánimos del país y sacar a la luz tres años de manipulación y mentiras de alta tecnología.

Él mismo se había visto sometido a una presión extrema para conseguir que se firmaran los contratos con Nardone y Blasco antes de que caducara el pacto inicial con Vin Haven, el 30 de junio, para no verse forzados a una renegociación. En sus prisas por resolver el asunto de Coyle Mathis y cumplir el plazo, no le quedó más remedio que acceder al acuerdo del blindaje corporal con LBI, pese a lo exorbitante y repulsivo que era. Y ahora, antes de que pudiera contemplarse otra alternativa, las compañías mineras iban a destruir sin pérdida de tiempo el valle de Nine Mile y adentrarse en las montañas con sus grúas de cable, cosa que podían hacer con entera libertad porque uno de los pocos éxitos claros de Walter, en Virginia Occidental, había sido agilizar los permisos para la explotación a cielo abierto y convencer al Departamento del Medio Ambiente de los Apalaches de que excluyera los yacimientos de Nine Miles de su pleito dilatorio. Se cerró el acuerdo, y ahora Walter tenía que olvidarse de Virginia Occidental y empezar a trabajar de firme en su campaña contra la superpoblación: tenía que poner en marcha el programa de jóvenes en prácticas antes de que los estudiantes universitarios más progresistas de la nación hicieran sus planes de verano y optaran por trabajar en la campaña de Kerry.

En las dos semanas y media transcurridas desde su encuentro con Richard en Manhattan, la población mundial había aumentado en siete millones de personas. Un aumento neto de siete millones de seres humanos —el equivalente a la población de Nueva York— destinados a deforestar montes y contaminar arroyos y cubrir prados de asfalto y tirar basura plástica al océano Pacífico y quemar gasolina y carbón y exterminar otras especies y obedecer al puto Papa y producir familias de doce miembros. Desde el punto de vista de Walter, no existía en el mundo mayor fuerza del mal que la Iglesia católica, ni causa más perentoria para la desesperanza respecto al futuro de la humanidad y del asombroso planeta que se le había concedido, aunque cabía reconocer que en esos tiempos la seguían muy de cerca los fundamentalismos siameses de Bush y Bin Laden. Walter no podía ver una iglesia ni el letrero «LOS HOMBRES DE VERDAD AMAN A JESÚS» ni un símbolo de un pez en un coche sin notar una opresión de ira en el pecho.

En un lugar como Virginia Occidental, eso significaba que montaba en cólera casi cada vez que se atrevía a salir a la luz del día, lo que sin duda contribuía a su violencia vial. Y el problema no era sólo la religión, ni sólo ese tamaño gigante de todo al que sus compatriotas estadounidenses parecían sentirse con derecho en exclusiva, ni tampoco los Walmarts y los cubos de jarabe de maíz y los
monster trucks
; era la sensación de que nadie más en el país dedicaba siquiera cinco segundos a pensar en lo que implicaba traer a la limitada superficie de este mundo otros trece millones de grandes primates mensualmente. La serenidad sin sombras de la indiferencia de sus paisanos lo enloquecía de ira.

Patty había sugerido recientemente, como antídoto a la violencia vial, que se distrajese con la radio mientras conducía, pero para Walter el mensaje de todas y cada una de las emisoras era que nadie más en Estados Unidos pensaba en la degradación del planeta. Todas las emisoras de Dios y las emisoras de country y las emisoras de Limbaugh jaleaban esa degradación activamente, claro está; las emisoras de rock clásico y de noticas armaban continuamente revuelo por cualquier intrascendencia; y la Radio Pública Nacional era, para Walter, incluso peor.
Mountain Stage
y
A Prairie Home Companion
: ¡se perdían literalmente en la música de violines mientras ardía el planeta! Y los peores eran
Morning Edition
y
All Things Considered
. El departamento de informativos de la Radio Nacional Pública, en otro tiempo bastante progresista, se había convertido en un portavoz más de la ideología centroderechista del libre mercado, presentando incluso la más ligera ralentización del crecimiento económico de la nación como «mala noticia» y desperdiciando adrede valiosos minutos de tiempo de emisión cada mañana y cada noche —minutos que podrían haberse dedicado a fomentar la alarma sobre la superpoblación y las extinciones en masa— en reseñas presuntuosamente serias de novelas literarias y grupos musicales extravagantes como
Walnut Surprise
.

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