Libertad (15 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—Despierta —ordenó.

Eliza apretó aún más los párpados.

Patty le sacudió una pierna.

—Despierta.

—Necesito un cigarrillo. La quimio me ha dejado grogui de verdad.

Patty, agarrándola por el hombro, la obligó a erguirse de un tirón.

—Oye —dijo Eliza con una sonrisa turbia—, qué alegría verte.

—No quiero seguir siendo tu amiga —dijo Patty—. No quiero volver a verte.

—¿Por qué no?

—Porque no.

Eliza cerró los ojos y cabeceó.

—Necesito tu ayuda —suplicó—. He estado drogándome por el dolor. Por el cáncer. Quería contártelo. Pero me daba vergüenza.

Se ladeó y volvió a acostarse.

—Tú no tienes cáncer —aseguró Patty—. Eso no es más que una mentira que te has inventado porque se te ha metido en la cabeza una idea absurda sobre mí.

—No; tengo leucemia. Tengo leucemia, de verdad.

—He venido a decírtelo en persona, por cortesía. Pero ahora ya me voy.

—No. Tienes que quedarte. Tengo un problema con la droga y tú tienes que ayudarme.

—No puedo ayudarte. Tendrás que acudir a tus padres.

Siguió un largo silencio.

—Dame un cigarrillo —pidió Eliza.

—Detesto tus cigarrillos.

—Creía que entendías de padres, de no ser la persona que ellos quieren.

—No entiendo nada de ti.

Siguió otro silencio. Por fin Eliza dijo:

—Ya sabes lo que pasará si te vas, ¿no? Me mataré.

—Vaya, ésa es una razón excelente para que me quede y seamos amigas —comentó Patty—. Parece un plan muy divertido para las dos.

—Sólo digo que seguramente eso es lo que haré. Tú eres la única cosa hermosa y real que tengo.

—Yo no soy una cosa —señaló Patty puntillosamente.

—¿Has visto alguna vez a alguien chutarse? Últimamente se me da bastante bien.

Patty cogió la jeringuilla y la droga y se las guardó en el bolsillo de la parka.

—¿Cuál es el número de teléfono de tus padres?

—No los llames.

— Voy a llamarlos. No es optativo.

—¿Te quedarás conmigo? ¿Vendrás a visitarme?

—Sí —mintió Patty—. Ahora dime su número.

—Siempre me preguntan por ti. Creen que eres una buena influencia en mi vida. ¿Te quedarás conmigo?

—Sí —volvió a mentir Patty—. ¿Me das el número?

Cuando llegaron los padres, pasada la medianoche, exhibían la expresión sombría de personas que ven interrumpido el disfrute de un largo período sin tener que afrontar precisamente esa clase de situaciones. A Patty la fascinó conocerlos por fin, pero obviamente el sentimiento no era mutuo. El padre tenía una barba poblada y los ojos oscuros hundidos; la madre era menuda y calzaba botas de piel con tacón, y juntos transmitían una fuerte vibración sexual que a Patty le recordó las películas francesas y los comentarios de Eliza, a saber, que se consideraban, el uno al otro, el amor de sus vidas. A Patty no le habría importado oír unas palabras de disculpa por dejar suelta a una hija trastornada cerca de terceras personas desprevenidas como ella, o unas palabras de agradecimiento por quitarles el peso de su hija durante esos últimos dos años, o unas palabras de reconocimiento hacia aquellos cuyo dinero había financiado la última crisis. Pero en cuanto la pequeña familia nuclear se reunió en la sala de estar, se desarrolló una peculiar obra dramática, de tipo diagnóstico, en la que Patty no parecía tener ningún papel.

—Bueno, qué drogas —dijo el padre.

—Mmm, caballo —contestó Eliza.

—Caballo, tabaco, alcohol. ¿Qué más? ¿Algo más?

—Un poco de coca alguna que otra vez. Ahora ya no mucha.

—¿Algo más?

—No, sólo eso.

—¿Y tu amiga?, ¿también consume?

—No, ella es una gran estrella del baloncesto —contestó Eliza—. Ya os lo conté. Es totalmente seria y maravillosa. Es fantástica.

—¿Ella sabía que consumías?

—No, le dije que tenía cáncer. No sabía nada.

—¿Y eso cuánto ha durado?

—Desde Navidad.

—Así que te creyó. Concebiste una mentira complicada que ella se creyó.

Eliza dejó escapar una risita.

—Sí, yo me lo creí —intervino Patty.

El padre ni siquiera la miró.

—¿Y esto qué es? —dijo, sosteniendo en alto el archivador azul.

—Es mi Libro de Patty —respondió Eliza.

—Parece una especie de álbum de recortes obsesivo —le dijo el padre a la madre.

—O sea que ella te ha dicho que te abandonaba —dijo la madre— y entonces tú le has dicho que ibas a matarte.

—Algo así —admitió Eliza.

—Esto es francamente obsesivo —comentó el padre mientras pasaba las hojas.

—¿De verdad tienes inclinaciones suicidas? —preguntó la madre—. ¿O era sólo una amenaza para retener a tu amiga?

—Más que nada una amenaza —contestó Eliza.

—¿Más que nada?

—Vale, la verdad es que no tengo intenciones suicidas...

—Y sin embargo comprenderás que ahora tenemos que tomárnoslo en serio —continuó la madre—. No nos queda más remedio.

—¿Saben?, creo que me voy a ir ya —dijo Patty—. Tengo clase por la mañana, y...

—¿Qué tipo de cáncer dijiste que tenías? —preguntó el padre—. ¿En qué parte del cuerpo?

—Dije que era leucemia.

—En la sangre, pues. Un cáncer ficticio en la sangre.

Patty dejó los utensilios de la droga en el cojín de una butaca.

—Dejo esto aquí —dijo—. De verdad tengo que irme.

Los padres la miraron, se miraron, y asintieron. Eliza se levantó del sofá.

—¿Cuándo te veré? ¿Te veré mañana?

—No —respondió Patty—. No lo creo.

—¡Espera! —Eliza se precipitó hacia ella y la cogió de la mano—. La he cagado, pero me pondré bien, y entonces podremos volver a vernos. ¿Vale?

—Sí, vale —mintió Patty mientras los padres intervenían para despegar a su hija de ella.

Fuera, el cielo se había despejado y la temperatura había descendido a casi dieciocho grados bajo cero. Patty inhaló una bocanada tras otra de aire limpio hasta lo más hondo de sus pulmones. ¡Era libre!, ¡libre!

Y, ay, cómo le hubiera gustado volver atrás y jugar otra vez el partido contra la UCLA. Incluso a la una de la madrugada, incluso con el estómago vacío, se sentía preparada para triunfar. Echó a correr por la calle de Eliza, impulsada por la pura euforia de su libertad, oyendo ahora las palabras de su entrenadora por primera vez, tres horas después de haber sido pronunciadas, oyéndola decir que no era más que un partido, que todo el mundo tenía un mal partido, que volvería a ser la de siempre al día siguiente. Se sintió preparada para consagrarse con mayor intensidad que nunca a mantenerse en forma y mejorar sus aptitudes, preparada para ir más al teatro con Walter, preparada para decirle a su madre: «¡Qué buena noticia lo de
Frankie y la boda
!. Preparada para ser una persona mejor en todos los sentidos.

En su euforia, corrió tan a ciegas que no vio la placa de hielo en la acera hasta que su pierna izquierda resbaló horriblemente hacia un costado, cruzándose por detrás de la derecha, y se quedó tendida en el suelo con la rodilla destrozada.

No hay gran cosa que decir sobre las seis semanas posteriores.

Se sometió a dos intervenciones quirúrgicas, la segunda como consecuencia de una infección causada por la primera, y se convirtió en un as de las muletas. Su madre viajó en avión para estar presente en la primera operación y trató al personal del hospital como si fueran paletos del Medio Oeste de dudosa inteligencia, lo que obligó a Patty a disculparse por ella y mostrarse especialmente amable siempre que su madre no estaba en la habitación. Cuando resultó que tal vez Joyce había desconfiado con razón de los médicos, Patty se sintió tan mortificada que ni siquiera la llamó para contarle sobre la segunda operación hasta el día antes. Le aseguró a Joyce que no hacía ninguna falta que volviera a viajar hasta allí: tenía un montón de amigas que cuidarían de ella.

Walter Berglund había aprendido con su propia madre a tratar con consideración a mujeres aquejadas de alguna dolencia, y aprovecho la prolongada incapacidad de Patty para reinsertarse en su vida. Al día siguiente de la primera intervención, se presentó con una araucaria de un metro veinte y comentó que quizá ella prefería una planta viva a unas flores cortadas que no durarían. Después de eso, se las arregló para ver a Patty casi a diario, salvo los fines de semana, cuando estaba en Hibbing ayudando a sus padres, y enseguida se granjeó el aprecio de sus amigas deportistas con su amabilidad. Las amigas más feúchas agradecían que las escuchara con mucha más atención que todos los chicos incapaces de ver más allá de su aspecto físico, y Cathy Schmidt, su amiga mas despierta, dictaminó que Walter tenía inteligencia suficiente para formar parte del Tribunal Supremo.

Constituía una novedad en el Mundo del Atleta Femenino tener cerca a un chico en cuya presencia todas se sentían a gusto y relajadas, un chico que podía estar presente en la sala de la residencia durante los descansos cuando estudiaban y ser uno más entre ellas. Y todas se daban cuenta de que estaba loco por Patty, y todas salvo Cathy Schmidt coincidían en que aquello era de lo más genial.

Cathy, como ya se ha comentado, era más perspicaz que las otras.

—En realidad no te gusta tanto, ¿verdad? —preguntó.

—Más o menos —contestó Patty—, pero menos que más.

—O sea que... no sois...

—¡No! No somos nada. Probablemente no tenía que haberle contado que me violaron. Se puso rarísimo cuando se lo conté. De lo más... tierno... y protector... y disgustado. Y ahora es como si esperara una autorización por escrito, o a que yo dé el primer paso. Cosa que, con las muletas por medio, tampoco parece muy probable. Pero es como si me siguiera a todas partes un perro buenísimo y bien adiestrado.

—Eso no es ninguna maravilla —comentó Cathy.

—No. No lo es. Pero tampoco puedo deshacerme de él, porque es superbueno conmigo, y la verdad es que me encanta hablar con él.

—Entonces, ¿más o menos te gusta?

—Exacto. Tal vez un poco más que menos, incluso. Pero...

—Pero sin exagerar.

—Exacto.

A Walter todo le interesaba. Leía de pe a pa el periódico y la revista
Time
, y en abril, cuando Patty había recuperado una semimovilidad, empezó a invitarla a conferencias y a ver películas de arte y ensayo y documentales a los que de lo contrario jamás se le habría ocurrido ir.

Ya fuera por el amor de él o por el vacío en su agenda creado por la lesión, ésa era la primera vez que una persona miraba más allá de su fachada de deportista y veía dentro las luces encendidas. Si bien se sentía inferior a Walter en casi todas las categorías del conocimiento humano excepto el deporte, le agradecía que le esclareciera que ciertamente ella tenía opiniones y que sus opiniones podían diferir de las de él. (Eso representaba un tonificante contraste respecto a Eliza, a quien, si le hubieras preguntado quién era el presidente de Estados Unidos, se habría echado a reír y habría declarado no tener la menor idea y puesto otro disco en su equipo de música.) En Walter bullían toda clase de ideas tan serias como peculiares detestaba al Papa y la Iglesia católica, pero veía con buenos ojos la revolución islámica en Irán, con la esperanza que llevase a un mayor ahorro energético en Estados Unidos; le gustaban las nuevas medidas para el control demográfico en China, y consideraba que Estados Unidos debía adoptar algunas similares; le preocupaba menos el accidente nuclear de Three Mile Island que el bajo coste de la gasolina y la necesidad de una red de ferrocarriles de alta velocidad que dejara obsoleto el automóvil particular; etcétera, etcétera—, y Patty encontró su papel en aprobar obstinadamente todo aquello que él desaprobaba. Disfrutaba sobre todo discrepando de él en cuanto a la Subyugación de la Mujer.

Una tarde, casi al final del semestre, ante un café en la Asociación de Estudiantes, ambos sostuvieron una conversación memorable sobre el profesor de arte primitivo de Patty, cuyas clases le describió a Walter con tono de aprobación, mediante sutiles insinuaciones acerca de lo que consideraba carencias en su personalidad.

—¡Uf! —exclamó Walter—. Tiene toda la pinta de ser uno de profesores de mediana edad que no pueden dejar de hablar de sexo.

—Bueno, pero habla de estatuillas de fertilidad —aclaró Patty—. El no tiene la culpa si la única escultura que tenemos de hace cincuenta mil años está relacionada con el sexo. Además tiene barba blanca, y ése es motivo suficiente para que me dé pena. Piénsalo. Está ahí arriba, con ganas de decir todas esas obscenidades sobre las «jovencitas de hoy día», ya sabes, y nuestros muslos esqueléticos», y demás, y sabe que nos violenta, y sabe que tiene esa barba y que es de mediana edad, y que nosotras, ya me entiendes, somos más jóvenes. Pero igualmente no puede evitar decir esas cosas. Debe de ser terrible: humillarse a uno mismo sin poder evitarlo.

—Pero ¡si es de lo más ofensivo!

—Y además —prosiguió Patty—, me parece que le van de verdad los muslos voluminosos. Creo que eso es de verdad lo suyo: le va el rollo de la Edad de Piedra. Ya sabes, las gordas. Y eso es entrañable y como enternecedor, que le vaya tanto el arte antiguo.

—Pero ¿eso no te ofende como feminista?

—La verdad es que yo no me considero feminista.

—¡Es increíble! —dijo Walter, enrojeciendo, ¿No estás a favor de la igualdad de derechos de la mujer?

—Bueno, no estoy muy metida en política.

—Pero la razón por la que estás aquí en Minnesota es que tienes una beca deportiva, cosa que habría sido imposible hace sólo cinco años. Estás aquí gracias a la legislación federal feminista. Estás aquí gracias al Título Noveno.

—Pero el Título Noveno tiene que ver con la justicia básica —dijo Patty—. Si la mitad de los estudiantes son mujeres, deberían recibir la mitad del dinero destinado al deporte.

—¡Eso es el feminismo!

—No; es justicia básica. Porque, por ejemplo, Ann Meyers... ¿Sabes quién es? Fue una gran estrella en la UCLA y acaban de ficharla en la NBA, lo que me parece ridículo. Mide algo así como un metro sesenta y cinco, y es una chica. Nunca jugará. Los hombres tienen más dotes atléticas que las mujeres y siempre las tendrán. Por eso el baloncesto masculino tiene cien veces más público que el femenino: desde un punto de vista atlético, los hombres pueden hacer muchas más cosas. Es una tontería negarlo.

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