Libertad (18 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—Eso no tiene sentido si no vas a vivir allí.

—Bueno, lo más probable es que sí, eso te estoy diciendo. Sólo que todavía no lo tengo del todo claro.

—Vale.

—Me apetece mucho. Sólo que no lo tengo del todo claro. Así que si encuentras otro inquilino, quizá debas aceptarlo. Pero lo que es seguro es que pagaré junio.

Se produjo otro silencio antes de que Walter, con cierto desánimo, dijo que tenía que colgar.

Estimulada por haber logrado mantener esa difícil conversación, telefoneó a Richard y le aseguró que había hecho el corte de sedal necesario. En ese punto, Richard mencionó que la fecha de su marcha no estaba del todo decidida y que había un par de conciertos en Chicago que quería ver.

—Me da igual mientras esté en Nueva York el sábado —dijo Patty.

—Ya, las bodas de plata. ¿Donde se celebrarán?

—En Mohonk Mountain House, pero me basta con llegar a Westchester.

—Ya veré qué puedo hacer.

No es muy divertido hacer un viaje por carretera con un conductor que te considera, a ti y quizá a todas las mujeres, un incordio, pero Patty eso no lo supo hasta que lo probó. El problema empezó con la fecha de la marcha, que fue necesario adelantar por ella. Luego una avería mecánica en la furgoneta demoró a Herrera, y como eran los amigos de Herrera en Chicago con quienes Richard planeaba alojarse, y como Patty en todo caso no formaba parte de ese trato, el asunto prometía ser un tanto incómodo. A Patty tampoco se le daba bien calcular distancias, y por tanto, cuando Richard pasó a recogerla con tres horas de retraso y no salieron de Minneapolis hasta media tarde, ella no se hizo una idea de lo tarde que llegarían a Chicago y lo importante que era ir a buena marcha por la I-94. No fue culpa de ella que salieran tarde. No le pareció un exceso pedir, cerca de Eau Claire, un alto para ir al baño, y luego, una hora después, cerca de ninguna parte, otro para cenar. ¡Ése era su viaje por carretera y tenía la intención de disfrutarlo! Pero el asiento trasero iba cargado de equipo que Richard no se atrevía a perder de vista, y él satisfacía sus propias necesidades básicas con su tabaco de mascar (llevaba una enorme lata escupidera en el suelo), y aunque no criticó lo mucho que las muletas entorpecían y complicaban todos los movimientos de ella, tampoco le dijo que se relajara y se tomara su tiempo. Y mientras cruzaban todo Wisconsin, cada minuto del viaje, pese a su sequedad e irritación apenas reprimida ante las necesidades humanas y totalmente razonables de Patty, ella sintió la presión casi física del interés de él por follar, y eso tampoco contribuyó mucho a mejorar el ambiente en el coche. No es que ella no se sintiera muy atraída por él. Pero necesitaba un mínimo de tiempo y cierta distancia, e incluso teniendo en cuenta su juventud e inexperiencia, la autobiógrafa admite abochornada que su manera de ganar ese tiempo y espacio consistió en llevar la conversación, retorcidamente, hacia Walter.

Al principio, Richard no quería hablar de él, pero en cuanto Patty tiró del hilo se entero de muchas cosas acerca de los años universitarios de Walter. Acerca de los simposios que había organizado sobre la superpoblación, sobre la reforma del sistema electoral a los que apenas asistieron estudiantes. Acerca del innovador programa de música NewWave que había presentado durante cuatro años en la emisora de radio del campus. Acerca de su recogida de firmas para exigir ventanas mejor aisladas en las residencias de Macalester. Acerca de los editoriales que había escrito el periódico universitario en relación con, por ejemplo, las bandejas de comida que manipulaba en la cinta transportadora del comedor: cómo había calculado el número de familias de St. Paul a las que se podía alimentar con los desperdicios de una sola noche, y que él había recordado a sus compañeros que otros seres humanos debían vérselas con los pegotes de mantequilla de cacahuete que lo pringaban todo, y cómo había lidiado filosóficamente con el hábito de sus compañeros de poner el triple de leche en los cereales y luego dejar los tazones rebosantes de leche sobrante en sus bandejas: ¿acaso pensaban que la leche era un bien gratuito e inagotable, como el agua, sin consecuencias para el medio ambiente? Richard contó todo esto con el mismo tono protector que había empleado con Patty dos semanas antes, un tono de pesar peculiarmente tierno por Walter, como si hiciera una mueca por el dolor que éste se autoinfligía al darse cabezazos contra la cruda realidad.

—¿Ha tenido novias? —preguntó Patty.

—Las elegía mal. Se colgaba de tías imposibles. Tías que tenían novio. Artistoides que se movían en otro tipo de círculos. Hubo una de segundo que lo llevó por la calle de la amargura durante todo su último curso. Walter le cedió su espacio radiofónico de viernes por la noche y se quedó con el del martes por la tarde. Cuando me enteré, ya era demasiado tarde para impedirlo. Le reescribía los trabajos, la llevaba a conciertos. Era lamentable ver cómo ella lo tenía en el bolsillo. Siempre se presentaba en nuestra habitación en el momento más inoportuno.

—Qué curioso —se extrañó Patty—. Me pregunto por qué las cosas eran así.

—Nunca hace caso de mis advertencias. Es muy obstinado. Y aunque a primera vista no de esa impresión, siempre va por las más guapas. Por las guapas y bien formadas. En ese sentido es ambicioso. Eso no le propició tiempos felices en la universidad.

—Y esa chica que se presentaba en vuestra habitación, ¿a ti te gustaba?

—No me gustaba lo que hacía con Walter.

—Ésa parece tu especialidad, ¿no?

—La tía tenía un gusto de mierda y un espacio el viernes por la noche. Llegó un momento en que sólo había una forma de hacerle llegar el mensaje a Walter. De aclararle con qué clase de tía trataba.

—Ah, así que le hiciste un favor. Ya entiendo.

—Todos somos moralistas.

—No, en serio, ya veo por qué no nos respetas. Si lo único que ves, año tras año, son chicas que quieren que traiciones a tu mejor amigo... Ya veo que es una situación algo rara.

—Yo a ti te respeto —dijo Richard.

—Ja, ja, ja.

—Tienes buena cabeza. No me importaría verte este verano, si te pasas por Nueva York.

—Eso no me parece muy viable.

—Sólo digo que estaría bien.

Patty dispuso de unas tres horas para alimentar esta fantasía —fijando la mirada en las luces de posición del tráfico que avanzaba velozmente en una fila interminable hacia la gran metrópoli, y preguntándose cómo se sentiría siendo la chica de Richard, preguntándose si una mujer que él respetase lograría cambiarlo, imaginando que nunca regresaría a Minnesota, intentando representarse el apartamento en que tal vez acabarían viviendo, saboreando la idea de soltarle a Richard a su desdeñosa hermana mediana, visualizando la consternación de su familia por lo moderna que había terminado siendo, e imaginándose a sí misma borrada cada noche— hasta que aterrizaron en la realidad del South Side de Chicago. Eran las dos de la madrugada, y Richard no encontraba el edificio de los amigos de Herrera. Apartaderos ferroviarios y un río oscuro y embrujado les obstruían el paso una y otra vez. Las calles estaban vacías salvo por taxis ilegales y algún que otro Aterrador Joven Negro de esos sobre los que uno leía. Habría ido bien tener un plano —comentó Patty. Por aquí las calles van numeradas. No debería ser muy difícil.

Los amigos de Herrera eran artistas. Su edificio, que Richard localizó por fin con la ayuda de un taxista, parecía deshabitado. Tenía un timbre suspendido de dos cables que, contra todo pronóstico, funcionaba. Alguien apartó una lona que cubría una ventana de la parte delantera y bajó para expresar sus quejas a Richard.

—Lo siento, tío —se disculpó él—. Hemos tenido un contratiempo ineludible. Sólo necesitamos un sitio para dormir un par de noches.

El artista vestía unos calzoncillos baratos y deformes.

—Hoy hemos empezado a tapar las juntas en esa habitación dijo —. Aún no se ha secado bien. Herrera dijo que vendrías el fin de semana, o algo así.

—¿No te llamó ayer?

—Sí que llamó. Y le dije que la habitación de invitados está hecha una mierda.

—Ningún problema. Te damos las gracias. Tenemos algunas cosas que entrar.

Patty, incapacitada para acarrear bultos, vigiló el coche mientras Richard lo vaciaba lentamente. En la habitación que les dieron flotaba un intenso olor que ella era demasiado joven para identificar como masilla, demasiado joven para que le resultara doméstico y reconfortante. La única luz procedía de una cegadora lámpara de pinza de aluminio prendida a una escalera de mano embadurnada de masilla.

—¡Dios mío! —exclamó Richard—. ¿A quién tienen aquí enmasillando? ¿A chimpancés?

Debajo de unos plásticos polvorientos y salpicados de masilla había un colchón de matrimonio desnudo y manchado de herrumbre.

—Me temo que esto no está al nivel Sheraton al que estás acostumbrada —comentó Richard.

—¿Hay sábanas? —preguntó Patty tímidamente.

El se fue a revolver al espacio principal y volvió con una manta de punto, una colcha india y un cojín de velvetón.

—Tú duerme aquí—dijo—. Tienen un sofá donde puedo dormir yo.

Ella le lanzó una mirada interrogativa.

—Es tarde —dijo él—. Necesitas dormir.

—¿Seguro? Aquí hay espacio de sobra. El sofá te va a quedar pequeño.

Estaba adormilada, pero lo deseaba e iba provista del material necesario, y el instinto la empujaba a hacer lo que tenía que hacerse ya, a registrarlo irrevocablemente en los anales, antes de tener tiempo para pensárselo demasiado y cambiar de idea. Y pasarían muchos años, casi media vida, hasta que comprendió y se sintió debidamente desconcertada por el motivo que tuvo Richard para actuar de pronto de un modo tan caballeroso. En su momento, en aquella habitación húmeda de masilla, su única conclusión fue que de algún modo se había equivocado con él, o que había enfriado su interés por ser un incordio e inútil para acarrear bultos.

—Allí hay lo que podría llamarse un lavabo —indicó él—. Puede que tengas más suerte que yo y encuentres el interruptor de la luz.

Patty le dirigió una mirada anhelante que él eludió resueltamente. El aguijonazo y la sorpresa ante aquello, la tensión del viaje en coche, el estrés de la llegada, la lobreguez de la habitación: apagó la luz, se tendió vestida y lloró durante largo rato, procurando que no la oyeran, hasta que su decepción se disolvió en el sueño.

A la mañana siguiente, despertada a las seis por un sol feroz, y totalmente irritada más tarde, después de horas y horas de espera hasta que alguien más se moviera en el apartamento, se convirtió realmente en un incordio. El día entero representó algo así como el nadir de la complacencia en su vida. Los amigos de Herrera eran físicamente desagradables, y la hicieron sentirse insignificante por no entender las referencias culturales guays. Le concedieron tres breves oportunidades para ver si se enteraba, y después de eso pasaron de ella brutalmente, tras lo cual, para su alivio, se marcharon del apartamento con Richard, que regresó solo con una caja de dónuts para el desayuno.

—Hoy voy a echarle unas horas a esa habitación —anunció—. Me pone enfermo ver el trabajo de mierda que están haciendo. ¿Te apetece lijar un poco?

—He pensado que podíamos ir al lago o algo así. Es que aquí hace tanto calor... ¿O a un museo, quizá?

Él la observó muy serio. —Quieres ir a un museo.

—Lo que sea con tal de salir y disfrutar de Chicago.

—Eso ya lo haremos esta noche. Hoy toca
Magazine
. ¿Conoces a
Magazine
?

—No conozco nada. ¿Es que no es evidente?

—Estás de mal humor. Quieres coger la carretera otra vez.

—No quiero nada.

—Si arreglamos la habitación, esta noche dormirás mejor.

—Me da igual. La cuestión es que no me apetece lijar.

El espacio de cocina era una pocilga nauseabunda jamás limpiada, que olía a enfermedad mental. Sentada en el sofá donde había dormido Richard, Patty intentó leer uno de los libros que se había llevado con la esperanza de impresionarlo, una novela de Hemingway en la que le fue imposible concentrarse a causa del calor y el olor y el cansancio y el nudo en la garganta y los álbumes de
Magazine
que ponía Richard. Cuando el calor se hizo insoportable, entró en la habitación donde él estaba enyesando y le dijo que se iba a dar una vuelta.

Él iba sin camisa, con el vello del pecho aplastado y lacio a causa del sudor que le corría por el mismo.

—No es el barrio ideal para eso —dijo.

—Pues podrías acompañarme.

—Dame una hora más.

—No, déjalo —dijo ella—. Iré sola. ¿Tenemos llave de la casa?

—¿De verdad quieres irte sola con muletas?

—Sí, a no ser que quieras acompañarme.

—Cosa que, como te he dicho, haré dentro de una hora.

—Pues no me apetece esperar una hora.

—En ese caso —dijo Richard—, la llave está en la mesa de la cocina.

—¿Por qué me tratas tan mal?

Richard cerró los ojos y pareció contar en silencio hasta diez. Era obvio lo mucho que le desagradaban las mujeres y todo lo que decían.

—¿Por qué no te das una ducha de agua fría —propuso— y esperas a que termine?

—¿Sabes?, ayer, durante un rato, me dio la impresión de que yo te gustaba.

—Y me gustas. Lo que pasa es que ahora mismo estoy tra bajando.

—Estupendo —dijo ella—. Trabaja.

Bajo el sol de la tarde hacía aún más calor en las calles que en el apartamento. Patty, con su andar oscilante, avanzó a buen paso, procurando no llorar de manera demasiado visible, procurando aparentar que sabía adonde iba. El río, cuando llegó, le pareció más benévolo que durante la noche y, más que maligno y engullidor, simplemente se veía lleno de hierbajos y contaminado. Al otro lado había calles mexicanas engalanadas para alguna celebración mexicana inminente o reciente, o quizá estaban siempre engalanadas.

Encontró una taquería con aire acondicionado donde la miraron descaradamente pero no la acosaron y pudo quedarse allí sentada y beber una Coca-Cola y recrearse en su sufrimiento adolescente. Su cuerpo deseaba intensamente a Richard, pero el resto de ella comprendía que había cometido un gran error al viajar con él: que todo lo que había esperado de él y de Chicago había sido una enorme fantasía suya. Frases que le sonaban de las clases de español en el instituto, «lo siento» y «hace mucho calor» y «¿qué quiere la señora?», afloraban una y otra vez a la superficie en el bullicio que la rodeaba. Se armó de valor y pidió tres tacos. Los devoró y contempló el paso de incontables autobuses por las ventanas, cada uno dejando una estela de mugre iridiscente. El tiempo pasó de una manera extraña, que la autobiógrafa, con su ahora muy abundante experiencia en tardes asesinadas, es capaz de identificar como «deprimente» (interminable y vertiginosamente rápida a la vez; rebosante segundo a segundo, vacía de contenido hora a hora), hasta que, al final de la jornada laboral, llegaron grupos de jóvenes obreros y empezaron a prestarle demasiada atención, hablando de sus «muletas», y tuvo que marcharse.

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