Libertad (14 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—¿Es por algo que dije? ¿Te he ofendido de alguna manera?

Estaba dolido y enfadado, y ella no soportaba verlo así.

—No, no, nada de eso —dijo.

—Te habría llamado aún más, pero no quería seguir molestándote.

—Realmente estoy muy, muy ocupada —musitó ella bajo la nieve que caía.

—La persona que atiende el teléfono empezó a mostrarse muy irritada conmigo, porque siempre dejaba el mismo mensaje.

—Es que tiene la habitación justo al lado del teléfono, así que... es comprensible. Le dejan muchos mensajes.

—Para mí no es comprensible —respondió Walter casi al borde de las lágrimas—. ¿Quieres que te deje en paz? ¿Es eso?

Patty no soportaba las escenas como ésa, no las soportaba.

—De verdad que estoy muy ocupada —insistió—. Y de hecho esta noche tengo un partido importante, así que...

—No —dijo Walter—. Pasa algo. ¿Qué es? ¡Se te ve tan triste!

No quería mencionar la conversación con su madre, porque intentaba mentalizarse para el partido y era mejor no darles vueltas a esas cosas. Pero Walter exigió tan desesperadamente una explicación —la exigió de una manera que excedía sus propios sentimientos, la exigió casi por una cuestión de justicia— que ella se sintió obligada a contestar algo.

—Oye —dijo—, tienes que jurarme que no se lo contarás a Richard —aunque se dio cuenta, ya en el momento mismo de decirlo, de que nunca había entendido del todo esa prohibición—, pero es que Eliza tiene leucemia. Es espantoso.

Para su sorpresa, Walter se echó a reír.

—Eso es poco probable.

—Pues es verdad —afirmó ella—. Te parezca probable o no.

—Vale, ¿ Y sigue tomando heroína? Un detalle al que ella rara vez había prestado atención —que él era dos años mayor que ella— de pronto se dejó notar.

—Tiene leucemia —dijo Patty—. No sé nada de heroína.

—Incluso Richard tiene la sensatez de no meterse eso. Lo cual ya es mucho decir, créeme.

—Yo no sé nada al respecto.

Walter asintió y sonrió. —Entonces eres realmente una persona adorable.

—No sabría decirte —dijo Patty—. Pero ahora tengo que ir a comer y prepararme para el partido.

—Esta noche no podré ir a verte jugar —comentó Walter cuando ella se volvía para marcharse—. Tenía la intención, pero Harry Blackmun da una conferencia. Tengo que ir.

Ella se volvió hacia él, irritada. —No pasa nada.

—Es miembro del Tribunal Supremo. Redactó Roe contra Wade.

—Ya lo sé —saltó ella—. Mi madre prácticamente le ha puesto un altar donde quema incienso. No tienes que explicarme quién es Harry Blackmun.

—Bueno. Lo siento.

La nieve se arremolinaba entre ellos.

—Bueno, pues no te molestaré más —dijo Walter—. Siento lo de Eliza. Espero que se ponga bien.

La autobiógrafa sólo se culpa a sí misma —no a Eliza, no a Joyce, no a Walter— de lo que ocurrió a continuación. Como todo jugador, había pasado por muchas rachas sin apenas anotar y jugado no pocos partidos a un alto nivel, pero incluso en sus peores noches se había sentido al amparo de algo mayor —del equipo, la deportividad, la idea de que el deporte era importante— y había obtenido verdadero consuelo de los gritos de aliento de sus hermanas de equipo y su guasa para acabar con el gafe en el descanso, las variaciones sobre los temas «pedradas» y «manos de mantequilla», las frases hechas que ella misma había gritado mil veces antes. Siempre había querido tener la pelota, porque la pelota siempre la había salvado, la pelota era lo único que ella sabía con certeza que tenía en la vida, la pelota había sido su compañera leal en los interminables veranos de su infancia. Y como todas las actividades repetitivas que lleva a cabo la gente en la iglesia, tan anodinas o falsas a ojos de los no creyentes —el choque de palmas después de cada canasta, la piña después de cada tiro libre marcado, el choque de palmas cada vez que una jugadora abandonaba la pista, los inacabables gritos de «¡Bien hecho, Shawna!» y «¡Así se juega, Cathy, bien visto!» y «¡Zas, zas, yuju, yuju!»—, se habían convertido en algo tan natural en ella y tenían tanto sentido como apoyo necesario para alcanzar un alto rendimiento sin pensar, que no se le habría ocurrido avergonzarse de ello más que del hecho de sudar copiosamente por correr de un lado al otro de la cancha. El deporte femenino no era todo dulzura y luz, naturalmente.

Bajo los abrazos había enconadas rivalidades y juicios morales y aguda impaciencia, Shawna echándole a Patty en cara que le diera demasiados pases de salida a Cathy y no los suficientes a ella, Patty subiéndose por las paredes cuando la lerda de la pívot suplente, Abbie Smith, desperdiciaba una posesión jugando la pelota en un salto entre dos que después no podía controlar, Mary Jane Rorabacker alimentando una rencilla eterna contra Cathy por no invitarla a compartir habitación con ella, Patty y Shawna en el primer curso a pesar de haber sido las estrellas en St. Paul Central, cada titular sintiendo un alivio culpable cuando una prometedora nueva incorporación y posible rival tenía un mal rendimiento bajo presión, etcétera, etcétera, etcétera. Pero los deportes de competición se basaban en el truco de la fe, una forma de creencia, y en cuanto te la inculcaban plenamente, a finales de primaria o en secundaria como muy tarde, no tenías que plantearte nada importante cuando ibas al gimnasio y te ponías la camiseta, conocías la Respuesta a la Pregunta, la Respuesta era el Equipo, y los insignificantes asuntos personales quedaban de lado.

Es posible que Patty, en su agitación posterior al encuentro con Walter, se olvidara de comer lo suficiente. Notó que algo andaba mal desde el momento mismo en que llegó al pabellón Williams. Las jugadoras del equipo de la UCLA eran altas y corpulentas, con tres titulares de metro ochenta o más, y el plan de juego de la entrenadora Treadwell consistía en desgastarlas en las transiciones y dejar que las jugadoras de menor estatura, en especial Patty, se escabulleran y atacaran antes de que Las Bruins pudieran organizar su defensa. En defensa el plan era emplear mayor agresividad e intentar cargar de faltas lo antes posible a las dos principales taponadoras. No se esperaba que las Gophers ganaran, pero si lo lograban, podrían situarse entre los veinte mejores equipos en la clasificación nacional oficiosa, el puesto más alto que habrían tenido durante la etapa de Patty. Y por tanto era la noche menos indicada para que ella perdiera la fe.

Experimentaba una debilidad extraña. En los estiramientos tuvo el nivel habitual de movimiento, pero en cierto modo sentía los músculos agarrotados. Los gritos de ánimo de sus compañeras le pusieron los nervios de punta, y una opresión en el pecho, cierta timidez, la inhibió de contestarles también a pleno pulmón.

Logró apartar todo pensamiento sobre Eliza, pero en cambio acabó pensando sin querer que, si bien su propia carrera terminaría para siempre pasada una temporada y media, su hermana mediana podría seguir adelante y ser una actriz famosa durante toda su vida, y que, por consiguiente, vaya una dudosa inversión de tiempo y recursos había sido para ella el deporte, y que había pasado por alto alegremente las insinuaciones de su madre a tal efecto a lo largo de los años. Ninguno de estos pensamientos —puede decirse con certeza— es recomendable antes de un partido importante.

—Basta con que seas tú misma, sé extraordinaria —le aconsejó la entrenadora Treadwell—. ¿Quién es nuestra líder?

—Yo soy nuestra líder.

—Más alto.

—¡Yo soy nuestra líder!

—¡Más alto!

—¡Yo soy nuestra líder!

Quien haya practicado alguna vez un deporte de equipo sabrá que, después de decir esto, Patty se sintió de inmediato más fuerte y más centrada y más líder. Es curioso cómo surte efecto el truco: la transfusión de aplomo por medio de simples palabras. Se sintió a gusto durante el calentamiento y a gusto con el apretón de manos de las capitanas de las Bruins y al sentir sus miradas ponderativas.

Sabiendo que les habían advertido que ella era una amenaza como anotadora, además de dirigir el ataque de las Gophers; se vistió con su fama de jugadora de éxito como si se pusiera una armadura. Pero una vez que uno ha entrado en el partido y empieza sufrir una hemorragia de aplomo, ya no es posible una transfusión desde la línea de banda. Patty anotó una canasta en una transición rápida culminada con un gancho, y en esencia ahí terminó su noche. Ya en el segundo minuto, supo con un nudo en la garganta que iba a pinchar como nunca antes había pinchado. Su equivalente en las Bruins la aventajaba en cinco centímetros y quince kilos y la superaba de forma drástica en el salto, pero el problema no sólo era físico, o primordialmente físico. El problema era la sensación de derrota en su alma. En lugar de inflamarse competitivamente por la injusticia de la estatura media de las Bruins y perseguir implacablemente la pelota, como le había indicado la entrenadora, se sintió derrotada por la injusticia: se compadeció de sí misma. Las Bruins probaron con una presión en toda la cancha y descubrieron que les daba un resultado espectacular. Shawna capturaba el rebote y le pasaba la pelota a Patty, pero ésta se quedaba atrapada en el rincón y se rendía. Volvía a recibir la pelota y pisaba fuera del campo. Volvía a recibir la pelota y la ponía directamente en manos de una defensora, como si le hiciera un regalo. La entrenadora pidió tiempo muerto y le ordenó que se situara en una posición más avanzada en las transiciones; pero allí la esperaban las Bruins. Un pase largo salió de sus manos y fue derecho a la gradería. Mientras combatía el nudo en la garganta, mientras intentaba encolerizarse, cometió una falta por una carga antirreglamentaria. No tenía elasticidad para el tiro en suspensión.

Perdió la pelota dos veces bajo el aro, y la entrenadora la hizo salir para motivarla.

—¿Dónde está mi chica? ¿Dónde está mi líder?

—Esta no es mi noche.

—Claro que lo es. Lo que necesitas está dentro de ti. Encuéntralo.

—De acuerdo.

—Grítame. Déjalo salir.

Patty negó con la cabeza.

—No quiero dejarlo salir.

La entrenadora, en cuclillas, clavó la vista en su rostro, y Patty, con un gran esfuerzo de voluntad, se obligó a mirarla a los ojos.

—¿Quién es nuestra líder?

—Yo.

—Levanta la voz.

—No puedo.

—¿Quieres que te deje en el banquillo? ¿Eso es lo que quieres?

—¡No!

—Entonces sal ahí. Te necesitamos. Sea cual sea el problema, ya hablaremos de ello más tarde. ¿Vale?

—Vale.

Esta nueva transfusión se perdió directamente en la hemorragia, sin circular ni una sola vez por el cuerpo de Patty. Siguió jugando por consideración a sus compañeras, pero volvió a su antiguo hábito de actuar desinteresadamente, de seguir las jugadas en lugar de dirigirlas, de pasar la pelota en lugar de lanzar, y luego a su hábito incluso más antiguo de quedarse en la periferia de la zona y probar con tiros de lejos, algunos de los cuales quizá hubieran entrado cualquier otra noche, pero no ésa. ¡Qué difícil es esconderse en una cancha de baloncesto! Patty se vio superada en defensa una y otra vez, y cada derrota hacía más probable la siguiente derrota. Lo que sentía pasó a resultarle mucho más familiar en etapas posteriores de la vida, cuando conoció la depresión grave, pero esa noche de febrero era para ella una novedad horrenda sentir el partido arremolinarse a su alrededor, totalmente fuera de su control, e intuir que todo lo que sucedía, cada vez que la pelota se acercaba y se alejaba, cada vez que plantaba pesadamente los pies en el suelo después de un salto, cada intento de cubrir a una Bruin plenamente concentrada y resuelta, cada cordial palmada en el hombro de una compañera durante el descanso, sólo significaba una cosa: que ella era mala, que no tenía futuro y sus esfuerzos eran inútiles.

Al final, la entrenadora la sentó definitivamente en el banquillo hacia la mitad de la segunda parte, cuando las Gophers perdían por veinticinco puntos. Se recompuso un poco en cuanto se vio libre de peligro en el banquillo. Recuperó la voz y exhortó a sus compañeras y chocó los cinco con ellas como una novata ansiosa, deleitándose en la humillación de verse reducida al papel de animadora en un partido en el que debería haber sido la protagonista, aceptando la vergüenza de verse consolada con excesiva delicadeza por sus compasivas compañeras. Sentía que merecía plenamente esa humillación y esa vergüenza, después de haberla pifiado tanto. Revolcarse en aquella mierda fue su mejor sensación del día.

Después, en el vestuario, soportó el sermón de la entrenadora sin escuchar y luego, sentada en un banco, se pasó media hora llorando. Sus amigas tuvieron la consideración de dejarla en paz.

Con su parka de plumón y su gorro de las Gophers, fue al auditorio Northrop, con la esperanza de que, por algún motivo, la conferencia de Blackmun aún no hubiera acabado, pero el edificio estaba cerrado y a oscuras. Pensó en regresar a la residencia y telefonear a Walter, pero se dio cuenta de que lo que le apetecía de verdad en ese momento era violar las reglas del entrenamiento y ponerse ciega de vino.

Recorrió las calles nevadas hasta el apartamento de Eliza, y allí fue consciente de que lo que realmente le apetecía era insultar a gritos a su amiga.

Eliza, por el portero automático, adujo que era tarde y estaba cansada.

—No; tienes que dejarme subir —respondió Patty—. No es optativo.

Eliza la dejó entrar y luego se tumbó en el sofá. Estaba en pijama y escuchaba una especie de jazz vibrante. El ambiente estaba cargado de letargo y humo rancio. Patty se quedó de pie junto al sofá, arrebujada en su parka, con la nieve fundiéndose en sus zapatillas, y se fijó en la lentitud con que respiraba Eliza y lo mucho que el impulso de hablar tardaba en hacerse efectivo: varios movimientos aleatorios de músculos faciales volviéndose progresivamente menos aleatorios y al final cobrando forma de pregunta susurrada.

—¿Cómo ha ido el partido?

Patty no contestó. Al cabo de un rato, fue evidente que Eliza se había olvidado de ella.

Como no parecía tener mucho sentido insultarla a gritos en ese preciso momento, Patty optó por registrar el apartamento. Los utensilios para la droga aparecieron de inmediato, allí mismo, en el suelo, al pie del sofá: Eliza se había limitado a taparlos con un cojín. En el fondo de un nido de revistas de poesía y música en el escritorio de Eliza estaba el archivador azul de tres anillas. Por lo que Patty vio, no había añadido nada desde el verano. Echó una ojeada a los papeles y facturas de Eliza, buscando algo de carácter médico, pero no encontró nada. El disco de jazz sonaba en modo repetición. Patty apagó el aparato y se sentó en la mesita de centro con el álbum de recortes y los utensilios ante ella.

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