Stargate

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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

 

En 1928 se descubre en Egipto un anillo de metal que resulta ser una puerta a traves del universo. Sesenta años despues el gobierno de Estados Unidos investiga este objeto, y llama al Dr. Daniel Jackson, un arqueólogo que no cree que los egipcios pudieran construir la Gran Pirámide, para que los ayude a descifrar las inscripciones que la cubren. Finalmente la clave de la operación de la puerta es descubierta, y junto con el militar Jack O’Neal cruzan la misma para descubrir un planeta lleno de arena y una civilizacion primitiva, descendiente de egipcios, pero pronto se dan cuentas que son dominados por un ser inquietante… Ra.

Version novelizada de una de las peliculas de ciencia ficción mas impactante de todos los tiempos, Stargate. Esta novela fue escrita por los creadores originales de la pelicula el director Roland Emmerich y su productor Dean Devlin.

Dean Devlin y Roland Emmerich

Stargate

Puerta a las estrellas

ePUB v1.2

Huygens
08.07.12

Título original:
Stargate

Dean Devlin y Roland Emmerich, 1994

Traducción: Esther Gómez Parro

Diseño/retoque portada: Huygens

Editor original: Huygens (v1.0 a v1.2)

Original: Ariel_neomatrix

ePub base v2.0

A un millón de años en el cielo está Ra, dios sol. Sellada y enterrada para siempre su Puerta de las estrellas.

STÅRGÅTE

Dean Devlin & Roland Emmerich

Episodio I

Año 8000 A. de C.

Lo único que faltaba era el ojo de la bestia, pero cuando estuviera acabado ese ojo le vería, cobraría vida. Pintó la piel del animal de naranja y negro, y con un pedazo de piedra caliza garabateó sobre el muro las pezuñas y la cornamenta. Era una imagen tosca, pero sabía captar el pánico de la gacela, el terror de verse atrapada: la boca abierta para balar, el torso torcido en plena huida, las patas al galope buscando un camino por donde escapar.

El chico había camuflado su propia piel oscura con rayas y símbolos extraños, utilizando para ello la misma pintura que había empleado para inventar a la gacela. En la lobreguez de la cueva, hundió el hueco extremo de una larga caña en un cuenco de tinta y se acercó a la pared. Levantó la vista y en lo alto del muro vio otro ojo, el de un humano blanco, pintado como un icono. Y comenzó la caza pronunciando el nombre del animal al que iba a acechar: Khet.

Ante esta señal, el anciano que permanecía en la boca de la caverna se sentó sobre el suelo de guijarros e inició un monótono canto. Este hombre de lengua barba, vestido con pieles de animal, era el jefe del clan y el maestro del joven. Su canto era la lenta y rítmica salmodia cantada en el lenguaje de las gacelas, el canto que la tribu siempre murmuraba cuando estaba de caza. El muchacho llevó la caña hueca a la altura de la cuenca vacía del ojo del animal, ciñó sus labios al otro extremo de la misma y sopló la tinta para crear el ojo. Bajo el hechizo del canto del anciano, el chico sintió que el animal revivía lentamente. Muy pronto se verían el uno al otro, él y la gacela.

El cazador debía guardar la misma inmovilidad que los muros de piedra de la gruta en que estaba, pues de no hacerlo corría el peligro de echar a perder esa parte de la cacería que en ese mismo instante tenía lugar fuera, en el valle. En ningún momento notó el chico que se moviera, pero por su constante poder de concentración avanzó inconscientemente hacia su presa. Era la misma técnica que empleaban los cazadores en el campo. A los mejores se les llamaba
Los que caminan sin ser vistos
, y formaban un grupo de élite dentro de la tribu. Su símbolo era el blanco y solitario ojo que había pintado encima de la gacela. A estos cazadores selectos les sorprendía e intimidaba la increíble paciencia de este muchacho de diez años durante la cacería y su poder para controlar la mente de los animales. Pero esta capacidad no era sino una de las muchas cosas raras de este extraordinario chiquillo, una razón más para temerle.

Externamente, el chico parecía hallarse en estado catatónico, como dormido de pie. No había el menor indicio de la intensa lucha mental que estaba librando. El animal pintado estaba continuamente a punto de huir; percibía que el muchacho percibía todos los impulsos de la gacela, todos sus pensamientos, pero no manifestaba nada, permaneciendo absolutamente inmóvil. Los cazadores de la tribu pasaban toda su vida aprendiendo a ocultar el miedo y la excitación que les provocaba la proximidad de los animales. Pero cuando esta «magia» se apoderaba del chico de forma natural, tanto en la gruta como en el campo abierto, la gente decía que había nacido sin corazón. De hecho, rara vez el muchacho había manifestado emoción alguna; ni rabia, ni miedo, ni amor.

Cuando se deslizó hasta tener la gacela al alcance del brazo, advirtió que el canto del anciano se hacía más lento aún, convirtiéndose en un zumbido alucinatorio. Con absoluta firmeza, levantó sus delgados pero fuertes brazos por encima de la cabeza, sosteniendo en una mano un puntero y en la otra un pesado martillo de piedra. Entonces, sin ninguna señal de acuerdo aparente, el anciano y el chico gritaron al unísono el nombre del animal, ¡Khet! Veloz como el rayo, el muchacho puso el puntero en la pared y lo golpeó con el martillo, abriendo un profundo corte en el muro pintado. La hendidura recién hecha llegaba directamente al corazón de la gacela.

Momentos después, el viejo se irguió y entró en la cueva para examinar la obra de su joven discípulo, y comprobó que la cacería en el campo tendría buen éxito. Contento y emocionado, contempló los ojos inigualables del muchacho, una mezcla de pardo y ambarino, levantó el bastón de mando hasta situarlo encima de su cabeza a modo de salutación y pronunció el nombre del joven:

—¡Ra!

Sentado al sol, en la boca de la cueva, vio al anciano bajar por el escarpado sendero y cruzar el terreno desértico hasta llegar al lugar donde la tribu había instalado el campamento. Después del mediodía habían encendido una hoguera y el muchacho se dedicó a contemplar cómo los penachos de humo se elevaban hasta fundirse con la brisa, donde se diluían y desaparecían. Pronto se oyeron a lo lejos los cuernos de los cazadores y vio a los niños del campamento salir corriendo para recibir a los héroes que regresaban. Cuando culminaron la última duna, observó que llevaban un par de gacelas atadas por los pies a dos largos palos que los hombres portaban a hombros.

Cuando el anciano vio lo que llevaban, levantó su bastón de mando y a voz en cuello recitó el saludo de alabanza. Los cazadores le devolvieron el gesto y toda la tribu volvió la mirada a la cueva abierta en la ladera de la montaña. Fundidos en un solo ser, todos saludaron al extraño muchacho cazador de ojos color pardoambarino. El chico les devolvió el saludo con indiferencia.

Esa noche, después de que toda la tribu se regalase a conciencia en el banquete, los cazadores empezaron a danzar alrededor de la hoguera central. Llevaban máscaras de madera con agujeros, espectrales cascos pintados a imitación de los animales de su mundo: el hipopótamo, el chacal, el toro, el halcón y la gacela. Como siempre, el muchacho se mantenía a distancia de los demás. Encontró una gran piedra lisa alejada de la hoguera y se sentó allí a observar el ritual desapasionadamente, fijándose en lo mucho que se asustaban los hombres cada vez que se les ponía delante una de aquellas máscaras animales. Cada vez que uno de los danzarines se salía del círculo en torno al fuego y agitaba la cabeza delante de los espectadores, todos (y no sólo los niños) daban un respingo y chillaban atemorizados.

En un momento dado, el bailarín con cabeza de chacal irrumpió en el anillo de espectadores, dispersándose éstos en todas direcciones y gritando. Fue bailando hasta la roca en la que se hallaba sentado el joven, con intención de meterlo de lleno en la celebración dándole un buen susto. El bailarín sacudía la cabeza y emitía una serie de sonidos guturales estremecedores, pero el muchacho no se inmutó. Mirando por la boca de la máscara, el hombre se encontró con los ojos del muchacho. Un instante después era el cazador adulto, no el niño, quien se asustaba. Retrocediendo y dando traspiés, regresó al círculo de danzarines junto al fuego. Aunque todos fueron testigos del incidente, a nadie le pareció extraño. Todos los miembros de la tribu trataron por turno de acercarse al muchacho, para que se uniera a la vida que le grupo compartía. Muchos volvieron aterrados al verle de cerca.

El joven no tenía hacia ellos mala voluntad. De vez en cuando sentía algo similar a la gratitud, aunque bien sabía que en más de una ocasión habían hablado de matarlo para tranquilizar a las madres. Simplemente les consideraba de una especie más primitiva y, aunque ignoraba adónde ir, sabía que estaba destinado a ser una de esas personas raras que la tribu encontraba de tanto en tanto, uno de esos individuos que viven al margen de cualquier grupo.

Y mientras continuaba el ardor y el ruido de la danza del fuego, se produjo un hecho misterioso que pasó inadvertido a toda la tribu. Esa noche había luna llena, una luna que se tornaba amarillenta y mortecina en el horizonte. Si hubiese sido una noche más tranquila, seguramente habría visto alguien aquella gran forma triangular deslizándose en el cielo, proyectando una sombra sobrenatural perfectamente perfilada sobre la mitad superior de la luna llena. Durante un instante permaneció así, eclipsando el brillo de la luna antes de sumirse en el negro cielo de la noche. Al percibir la alteración, el chico se volvió para mirar a sus espaldas, pero la sombra ya había desaparecido.

Horas después, mientras el campamento dormía, la misma sombra silenciosa volvió a pasar por delante de la luna. Algo merodeaba por el campamento, acechando, esperando. Tan sólo un grupo de chacales, siempre alerta para no ser cazados, lo notó. Aullaron y salieron corriendo. El chico abrió los ojos y los clavó en su fetiche, un cráneo de ave que se bamboleaba atado como una veleta en la cúspide de su tienda (una piel de animal amarrada a unas cuantas estacas que le daba sombra en las tardes largas y calurosas). Una brisa misteriosa recorrió el campamento y desapareció repentidamente. El joven se incorporó lleno de curiosidad. Al poco volvió a sentir otra ráfaga de viento, sólo que esta vez no se desvaneció, sino que se convirtió en un viento incesante cuya velocidad y fuerza aumentaban lentamente. A los pocos segundos ya era un ventarrón que despertaba a todos los miembros de la tribu. Soplando cada vez con más violencia, derribaba unas tiendas y alzaba otras. Entonces se levantó el Anciano, recorrió el campamento y se puso a gritar por encima del ruido de la tormenta, ordenando que se retiraran todos a la caverna de la montaña.

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