Una luz fascinante apareció en lo alto; un haz de luz perfecto, tan radiante como el sol que brillaba al norte del campamento. A medida que se extendía lentamente hacia ellos, los miembros de la tribu empezaron a huir de la luz, aterrorizados. El Anciano, con su imperiosa presencia, resistió valientemente, instando a todos los que encontraba a que corrieran hacia la montaña.
El primer impulso del muchacho fue obedecer al Anciano y marcharse con los demás, pero se fue girando poco a poco y empezó a caminar hacia la luz. Su curiosidad tenía más fuerza que su miedo. El Anciano le ordenó que se pusiera a salvo, pero el chico siguió avanzando, en medio del caos de la luz y viento, hasta traspasar los límites del campamento. Miró directamente a la cegadora luz blanca que irradiaba desde lo alto y, cuando tendió una mano hacia ella, sintío, quizá por primera vez en su vida, una emoción que no podía ocultar ni dominar. Era verdadera emoción, la emoción que acompaña al sentimiento de liberación; la emoción que es lógico sentir cuando se nos revela el propio destino.
El Cairo, 1928
En los destartalados suburbios de El Cairo, la llamada del muecín a la oración de la tarde, desde el minarete de la mezquita de
Jebba al-Sa’laam
, resonó en los últimos tejados de una ciudad que apenas había cambiado en los dos últimos siglos. Un recién limpiado Rolls Royce Imperial Touring Sedan de 1924, propiedad del Ministerio de Antigüedades egipcio, pasó a toda velocidad ante las últimas casas de las afueras en dirección al largo y duro desierto. Siguiendo la carretera del sur que conduce a Gizeh, el automóvil viraba bruscamente cada vez que adelantaba a una camioneta llena de obreros o de productos agrícolas.
El mensaje de Taylor, aun siendo estupendo, no podría haber llegado en peor momento. El profesor Langford se hallaba en mitad de una entrevista con el ministro egipcio del Interior. Su Excelencia seguía hablando sin parar del cambiante clima político y de lo mucho que arriesgaría él personalmente si ampliaba a Langford el permiso para continuar las excavaciones que le patrocinaba el gobierno británico. Langford, que era sueco, llevaba en el país el tiempo suficiente para leer entre líneas lo que intentaba decirle el ministro. Quería dinero en efectivo, lo bastante para que le compensara asumir «el grave riesgo personal». Langford, que se había hecho experto en las técnicas árabes de negociación, contraatacó de inmediato. Así pues, fingiendo estar más irritado de lo que realmente estaba, empezó a hablar a gritos de todo el dinero que había gastado y de los muchos puestos de trabajo que él y su equipo habían creado. Se puso de pie y aporreó el gigantesco escritorio ministerial de cedro, recordando a su regordete y bigotudo amigo todas las dificultades y promesas rotas que había tenido que soportar en el país más frustante del mundo. Fue en ese instante cuando se abrió la puerta y entregaron el mensaje a Langford. El despacho escrito a mano puso fin a la entrevista.
Langford,
¿Estás sentado? Tenemos algo. Probablemente una tumba. Demasiado pronto para confirmarlo.
Las excavaciones continúan.
Todo muy emocionante. Te sugiero que traigas tú aristocrático trasero EN SEGUIDA.
No vengas con ningún cabezahueca del ministerio.
Mantengamos esto en secreto el mayor tiempo posible.
Taylor
Doblando de nuevo la carta, Langford sintió que se le revolvían las tripas por el lenguaje tan poco diplomático empleado por su capataz. Sabía que la nota (una negligencia de Taylor el no sellarla) la habrían leído ya diez pares de ojos por lo menos antes de llegar a sus manos, y que el ministro, a quien tan amablemente sonreía ahora, estaría al tanto de su contenido en menos de diez minutos. Tenía que darse prisa. Tal como se propagaban los rumores en El Cairo, lo más probable era que, o se apresuraba, o antes de la noche ya habrían montado una tienda turística al pie mismo de las excavaciones. Excusándose para marcharse, bajó las escaleras volando y encontró al chófer que tenía asignado para llevarle a casa. En árabe macarrónico le explicó el nuevo itinerario y le dijo que le daría una buena propina por conducir deprisa. Al cabo de unos minutos ya habían pasado por el lujoso Sheppard’s Hotel, habían recogido a su sesuda hija de nueve años, Catherine, e iban dando bandazos por el congestionado centro de la ciudad en dirección a los jardines del zoológico, espantando a los peatones a su paso. Langford hundió los dedos en el apoyabrazos de terciopelo del coche y no volvió a respirar con normalidad hasta que se hallaron fuera de la ciudad, en la carretera del sur.
Catherine, un osado diablillo con trenzas, se asomó al compartimento del chófer por el cristal de separación para practicar su árabe con él, dando unos chillidos horrorosos ante cada posible colisión. Hacía casi tres meses que había llegado a El Cairo para estar con su padre cuando parecía inminente el descubrimiento de algo importante. Aprendiz prodigiosa, para entonces ya se había convertido en una especie de experta en jeroglíficos, visitando el Museo Egipcio casi a diario, fastidiando o encantando al personal con cientos de preguntas. Con el pelo recogido en una trenza y sus gruesas gafas, parecía destinada a ser una dignísima rata de biblioteca. Una vez que se hallaron en plena carretera, volvió a sentarse y abrió un enorme volumen titulado El Antiguo Egipto.
En el asiento trasero, conteniendo la emoción con toda la fuerza de su educación victoriana, el profesor C. P. Langford, miembro de la Sociedad Exploradora de Egipto y del Real Museo Británico, parecía la imagen perfecta del caballero arqueólogo, con polainas, pantalones caqui ajustados a la rodilla y chaqueta deportiva. En condiciones normales no se vestía así para el trabajo de campo y deseaba poder cambiarse antes de ver a Taylor y a los demás. Sólo se había puesto aquella ropa para impresionar a los funcionarios egipcios.
Langford y Taylor se conocieron en Luxor en 1920, mientras visitaban Egipto por primera vez. Langford procedía de una familia aristocrática de un barrio elegante de Londres, mientras que Taylor era un vulgar y caótico estudiante de la Universidad de Pensilvania que había abandonado la carrera para alistarse como voluntario y luchar en la primera guerra mundial. Después del armisticio, había enviado un telegrama a su casa pidiendo dinero y con él pasó algún tiempo recorriendo Grecia y Palestina antes de acabar en Egipto. En Luxor, Langford se hospedaba, naturalmente, en el lujoso Winter Palace. Taylor, obligado a ajustarse a un presupuesto más modesto, iba allí todas las tardes haciéndose pasar por huésped porque el hotel tenía retretes con taza y el International Herald Tribune. Ambos hombres pasaron varias tardes explorando Beban el Malook (el Valle de los Reyes), llevando Taylor la mayor parte de la conversación. Pero fue la visita al Templo de Ti, más al norte, lo que cimentó su asociación.
No lejos de las grandes pirámides, adyacente en la famosa Pirámide Escalonada, se halla el Templo de Ti, el único monumento a gran escala erigido en honor de un personaje no perteneciente a la realeza. Supervisor de las Pirámides, Escriba de la Corte, Astrónomo Oficial y Consejero Especial de varios faraones, Ti era también conocido como «Señor de los Secretos». Langford y Taylor pasaron una semana entera escudriñando la tumba y escrutando los relieves y frisos magníficamente conservados que adornan el lugar del enterramiento. Cuando Langford pasó disimuladamente una propina al guardián de la tumba, éste les permitió acceder a una colección poco conocida de fragmentos de papiros desenterrada por Mariette, el francés que había excavado la tumba cuarenta y cinco años antes. A partir de estos fragmentos, ya antiguos en el momento en que Ti se hizo cargo de ellos, ambos hombres desarrollaron la teoría de que había algo enterrado a mitad de camino entre la Pirámide Escalonada y una de las grandes pirámides de Gizeh, probablemente la de Keops. Los papiros aludían a una «epidemia», «pesete» o «demonio» que había sido robado y «transportado a otro lugar». Las claves eran escasas y las posibilidades de éxito bastante remotas. Si los buenos ciudadanos de Estocolmo (fascinados como estaban por el reciente hallazgo de la tumba de Tutankamón) hubieran sabido antes lo increíblemente arriesgada que era esta apuesta y las pocas posibilidades que tenía, jamás la habrían financiado.
Pero lo hicieron. Cuando Langford regresó a El Cairo en marzo, llevaba consigo la garantía de casi un millón de coronas suecas. Al cabo de tan sólo seis semanas de trabajo de campo descubrieron una pequeña cámara mortuoria. Langford, que supuestamente era la «mitad diplomática» del equipo, fue inmediatamente a la ciudad e invitó a todos los corresponsales de periódicos extranjeros y a varios dignatarios del gobierno a que presenciaran la apertura de la tumba. Incluso Howard Carter, el arqueólogo más famoso del mundo, hizo un hueco en su agenda y llegó desde Luxor, donde llevaba tres años catalogando el contenido de la pequeña tumba de Tutankamón. Así pues, una hermosa mañana del mes de mayo se abrió la entrada y los dos hombres penetraron a rastras. Sería muy interesante hoy día contar con una grabación de lo que hablaron en el interior. Cuando salieron, sonriendo forzadamente y muertos de vergüenza, llevaban consigo lo único de interés: un gato momificado que aún se conservaba en su tosco ataúd de madera. Fue un día grande para la prensa internacional. Aparecieron largos y mordaces artículos sobre el hallazgo del «Minino Tut». Fue una experiencia humillante y degradante para Langford, que se había imaginado a punto de alcanzar la fama eterna por sus contribuciones a la ciencia.
Avanzando ahora hacia el sur, con la franja verde del Nilo a un lado y el inmenso Sáhara al otro, Langford no pudo por menos de pensar de nuevo en la inmortalidad. Nunca se sabía lo que se podía encontrar. Pero en ese momento aparecieron ante su vista las Grandes Pirámides, las únicas maravillas que quedan en pie del mundo antiguo, y el caballero arqueólogo recuperó la perspectiva. El impresionante tamaño de estas estructuras ubicadas en la planicie de Gizeh, las pirámides de Mikerinos y Kefrén, y sobre todo la de Keops, hizo que Langford se riera de sí mismo. Qué insignificante parecía su proyecto ante aquellas obras eternas. Pero esto lo pensó antes de ver lo que encontró.
Antes de que las llantas dejaran de rodar, las botas de Langford ya pisaban la grava del terreno. Con Catherine revoloteando tras él, subió hasta el borde de una pequeña meseta de piedra y tierra sedimentaria que tenía muchos años de antigüedad. Pero la meseta se había transformado; había sido excavada por cientos de obreros árabes que el equipo había contratado durante los últimos meses y que sacaban un cubo de tierra cada vez que doblaban la espina dorsal. Ahora no era más que un pequeño valle de poca profundidad salpicado de herramientas y dividido en parcelas graciosamente demarcadas con estacas de topógrafo. Casi trescientos empleados egipcios estaban trabajando allí aquel día, casi todos lugareños vestidos con jaiques (túnicas largas de algodón blanco) y turbantes improvisados.