Stargate (8 page)

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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

—Muy bien —Daniel estaba dispuesto a conservar el ímpetu—. Y ahora, ¿quiere hacer alguien el favor de decirme por qué los militares tienen a una astrofísica trabajando con un arqueólogo en un silo de misiles nucleares para analizar unas tablas egipcias que tienen cinco mil años de antigüedad?

—Mi informe dice diez mil.

En la puerta había un militar impecablemente uniformado. Era el coronel Jack O’Neil. Recién afeitado y luciendo el corte de pelo de un recluta, acababa de experimentar una absoluta y radical transformación. La expresión de sus ojos ya no era la de un hombre manipulado por sus fantasmas, sino una expresión de dominio y seguridad en sí mismo.

Al ver el águila de plata en el uniforme de O’Neil, Kawalsky se cuadró de inmediato.

—¡A sus órdenes, mi coronel!

—Descanse.

O’Neil abrió su carpeta negra, sacó un documento y se lo entregó a Kawalsky para que lo examinara. No había nada anormal en aquel hombre y sin embargo resultaba amedrentador. Su presencia suscitó sentimientos encontrados en los científicos reunidos. A la vez que parecía tranquilo como un muerto, daba la impresión de ser retorcido y dispuesto a pegar a alguien en cualquier momento. Incluso antes de que Kawalsky le devolviera el documento, el ambiente de la sala se había vuelto tan lúgubre como encontrar una serpiente de cascabel mientras se anda buscando un huevo de Pascua.

—Catherine Langford, soy O’Neil, el coronel Jack O’Neil. Estoy a las órdenes del general West. Desde ahora estoy al mando de la misión.

Catherine, sin saber qué hacer, miró a Kawalsky, que levantó la vista del documento y asintió.

Daniel no había oído nada después de las palabras «diez mil» y cuando Catherine y los demás empezaron a acribillar a preguntas al recién llegado, interrumpió a todos.

—Un momento. ¿Diez mil años? Lo siento, pero eso es imposible. La civilización egipcia no apareció hasta…

—Las pruebas sónicas —Meyers comprendió que era su oportunidad de decir a Daniel algo que no sabía— y las del carbono-14 son concluyentes. —El doctor señaló las mesas que contenían lo «hallazgos casuales» de la Expedición Langford, una colección de fragmentos de herramientas y restos de cerámica—. Se ha comprobado que estos objetos procedentes de estratos superpuestos y adyacentes datan de la misma época. Además —y entonces se puso realmente insoportable—, es evidente que pertenecen del Epipaleolítico a al Neolítico; probablemente emparentados con el Natufiense palestino, lo que indica que como mínimo tienen la misma antigüedad.

Daniel, deseando sacarles toda la información posible, ensayó un nuevo enfoque.

—Son lápidas. Tiene que haber una tumba debajo.

—Es mucho más interesante que un montón de huesos, querido. —La doctora Shore quiso entrar en detalles, pero la interrumpió O’Neil, que se puso entre ellos.

—Perdóneme, doctora, pero esa información es secreta.

Vamos coronel —farfulló la astrofísica—, este hombre forma parte del equipo. —O’Neil la miró fijamente, como una trilladora mira un campo de trigo. Cuando vio que la frivolidad no la llevaba a ninguna parte, acudió a su jefa—. Catherine, ¿qué demonios está pasando aquí?

Catherine hizo un ademán para decir a todos que se tranquilizaran. Después de muchos años metida en aquel proyecto, había aplacado tantas tormentas y soportado tantos reveses que sabía muy bien cómo salvar el presente obstáculo. Además, había desarrollado la habilidad de adaptarse a lo que quería. No obstante, O’Neil y el hecho de que el general West lo enviara allí sin previo aviso le daban mala espina.

Supuso que tendría algo que ver con el hecho de haber incorporado a Daniel

—La orden es efectiva de inmediato —dijo O’Neil—. No se pasará información al personal no militar sin mi autorización escrita.

Daniel, que era personal no militar (en el caso de que alguna vez haya existido un ser así), preguntó al coronel si estaba de broma.

—He venido desde Los Ángeles. ¿Quiere decirme qué quiere que haga aquí?

O’Neil, cortante como una navaja de afeitar, satisfizo su curiosidad.

—Usted es traductor, así que traduzca. —Luego, dirigiéndose a Kawalsky, añadió—: Teniente, quiero que toda la información que no esté directamente relacionada con estas tablas se saque de esta sala de trabajo y se lleve inmediatamente a mi despacho. Hasta entonces es usted la única persona autorizada a permanecer aquí.

Dicho lo cual, dio media vuelta y salió.

Kawalsky, no muy seguro de lo que debía hacer, salió gritando tras él.

—¿Su despacho, señor?

Desde el pasillo, O’Neil giró la cabeza y dijo:

—También necesito un despacho.

—¡Sí, señor!

—¿Quién es ese fantasma sin sábana? —gritó Shore para que el coronel la oyese.

Catherine ya se había puesto en acción y salió como un rayo persiguiendo a O’Neil. Kawalsky y el resto del equipo de científicos se miraban atónitos. El teniente esperaba que cooperaran cumpliendo las órdenes, porque no estaba de humor para obligarles por la fuerza.

Daniel quería seguir creyendo que había algo que no entendía.

—No es posible que se tomen en serio eso de limitarme la información —dijo a Kawalsky—. Quiero decir que si voy a descifrar lo que dice esta piedra, también necesitaré información. Y si no es así, dígame lo que pinto aquí.

A Kawalsky no le gustaba la situación más que a Daniel. ¿Qué podía añadir? Todos habían oído las órdenes. Por dentro estaba que mordía. West le había quitado el mando de la operación después de casi tres años, precisamente cuando empezaban a sacar conclusiones. Y para más inri le sustituía aquel raro personaje, O’Neil, que, según decían los informes, había salido de su retiro para encargarse de la misión.

—Sus habitaciones están por allí, al otro lado del corredor. Si necesita algo, no dude en pedirlo.

—¿Es que no ha oído lo que acabo de decirle? —Daniel estaba a punto de estallar. Bastante liada estaba ya su vida para que encima le echasen aquella basura—. ¿Cómo voy a descifrar esto sin ningún tipo de información?

Kawalsky detestaba que le gritaran. Era de los que trataban a los demás según le trataran a él, y no era el momento indicado para zaherirle.

—Cumplo órdenes —dijo con voz monótona y señaló la puerta, dando a entender a todos con la expresión de su cara que hablaba completamente en serio.

Daniel no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Siempre cumple usted las órdenes? ¿Siempre?

—Sí.

—Coronel, sólo un minuto, por favor. —Catherine alcanzó a O’Neil en el pasillo—. Creo que me debe una explicación. El general West me aseguró personalmente que tendría absoluta autonomía.

—Cambio de planes —dijo el coronel con un encogimiento de hombros.

—Eso parece —dijo la mujer sin exaltarse—, pero podría darme usted un motivo.

O’Neil le dio más bien un subterfugio.

—Creo que los de arriba piensan que las cosas se han salido un poco de madre aquí. Y encima trae usted a otro civil.

—Coronel O’Neil —el tono de la mujer revelaba que no se había tragado el cuento—, se me autorizó a traer a Jackson. —O’Neil no quería seguir mintiendo, así que guardó silencio. Catherine se dio cuenta y preguntó sin ambages—: Entonces, ¿esto no tiene nada que ver con él?

El coronel pensó en todas las respuestas que podría darle. Al leer West el expediente de Daniel, había supuesto que iba a ser su mejor baza y decidido que había llegado el momento de poner en acción toda la artillería pesada. Algo que percibía en Catherine le impulsó a contarle la verdad.

—Estoy aquí por si ustedes tienen éxitos.

Episodio VI

¡Bingo!

Utilizando ambas manos para que no se le cayera la bandeja de comida del autoservicio, Kawalsky alzó el pie hasta el tirador de la puerta y lo giró. Tuvo que hacer un par de intentos para conseguirlo. Dentro, la ópera egipcia de Verdi, Aida, sonaba a todo volumen. Sin derramar una sola gota, entró de espaldas en la sala, pero cuando se cerró la puerta comprendió que tenía problemas.

Las luces estaban apagadas y la habitación estaba negra como la pez.

En los últimos doce días, Daniel había logrado transformar aquella amplísima sala en un lugar tan desordenado como su piso de Los Ángeles. Cuanto más le contrariaba la traducción del círculo exterior de jeroglíficos, peor ponía la estancia. A Kawalsky, verdaderamente preocupado por no tirar la comida, no le apetecía dar tumbos en medio del caos.

—¡Jackson! ¡Eh, Jackson, la cena! Encienda las luces, hombre.

La música cesó en medio de un aria. Instantes después se encendieron las luces. Delante del punto de la pared donde estaba la lápida, los infantes de Marina habían construido un andamio rodante de dos pisos para que pudiera analizarla de cerca y sin nada de por medio. En la parte alta del andamio lo único visible era la mano de Daniel con un mando a distancia.

—Buenos días, teniente —dijo.

—Son casi las ocho de la noche —gruño Kawalsky. En los últimos días Daniel se había convertido para él en un doloroso grano en el culo. Con algo más que cierto desprecio le preguntó—: ¿Por qué no asea un poco este lugar?

—Eso es información secreta.

—Ya está bien, hombre. —Kawalsky apartó un montón de bolsas de patatas fritas y envoltorios de caramelos para hacer sitio a la bandeja. Dijo a Daniel que se iba a la ciudad y le preguntó si necesitaba algo.

Daniel se dio unas palmaditas en el estómago y ladeó la cabeza.

—Claro que sí. ¿Podría comprarme un punto de referencia? ¿Y algún contexto? En serio, Kawalsky, concédame solamente diez minutos a solas con la señora de la limpieza. Estoy seguro de que sabe más que yo sobre lo que había debajo de esta piedra.

Kawalsky suspiró, harto ya de aquella cantinela.

—Es posible que sea cierto —dijo, sabiendo que efectivamente era así—, pero el personal de limpieza está de permiso.

—Escuche, teniente coronel —Daniel adoptó un tono desagradable—, ustedes quieren que les resuelva este rompecabeza. Quieren que descifre esta piedra que no ha podido descifrar nadie. Y sin embargo no me dan la información que necesito para hacer mi trabajo.

—¿Tiene algún problema con la comida? —preguntó Kawalsky, recogiendo intacto el bocadillo de carne de la comida y pasándoselo por delante de las narices.

A ver qué le parece esto. —Daniel tenía otra de sus brillantes ideas—. ¿Qué pasaría si alguien deslizara anónimamente por debajo de mi puerta una copia no autorizada de cierto informe? No descubrirán quién ha sido. ¡No sabrían que está en mi poder! Descifro esto y nos vamos a casa tan contentos.

—Jackson, haga el favor de no presionarme. Sabe que mis órdenes son estrictas.

Daniel se rindió. Era imposible hacer la más leve mella en el blindaje que Kawalsky se había puesto en la cabeza. Para él, la mentalidad militar era un misterio tan insondable como el círculo externo de jeroglíficos. Ambas cosas lo sacaban de sus casillas. Se sentó en el andamio.

—¡Pues desobedezca las órdenes!

¿Desobedecer órdenes? Si Daniel hubiese sido un soldado raso, Kawalsky lo habría pisoteado y lo llevaría ya hacía el calabozo. Pero era un civil y tenía que aguantarse. Sin embargo, lo que más le fastidiaba de él no era una cuestión militar, sino humana. Siempre había tenido claro que ambos no sólo pertenecían a mundos diferentes, muy difíciles. Así pues, se había esforzado por comportarse de una manera que apreciaba y respetaba sus diferencias. Pero Daniel, menos controlado y maduro, cuanto más frustrado se sentía, más aires de superioridad se daba al tratar con Kawalsky. Y éste, consciente de sus propias limitaciones, sabía que no era ningún neurocirujano. Pero tampoco era imbécil y no le gustaba que lo trataran así.

El militar cabeceó malhumorado.

—Ser siempre el más listo tiene que dar mucho dolor de cabeza. —Y después de robarle las patatas fritas de la bandeja, se dirigió a la puerta.

En cuanto ésta se cerró, Daniel empezó a bajar del andamio. Había decidido que aquélla iba a ser la gran noche. No iban a encerrarle en una habitación con el utillaje descodificador más importante del mundo y con el enigma arqueológico más interesante de su generación para luego negarle la información que necesitaba para resoverlo. Cogió la cafetera vacía y se dirigió al vestíbulo. Desde su mesa, el guardia nocturno, Higgens, lo miró de reojo.

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