El tintineo de una campanilla sonó delante de ellos. Al poco, todo el lugar se llenó de un retumbar grave, el ruido sordo y mecánico de unos timbales. Una luz deslumbrante rasgó la sala desde diversos puntos mientras inmensos paneles, las enormes láminas de más de veinte metros de longitud que formaban las gruesas paredes externas de la pirámide, empezaron a deslizarse con la agitación de un terremoto de baja intensidad.
Se encontraban en una sala rectangular de techo muy alto, similar a una catedral gótica. Desde lo alto de las paredes les miraban gigantescos rostros, delicadamente esculpidos en las delgadas columnas que sostenían el techo. El suelo, cubierto de baldosas, componía un complicado mosaico simétrico.
Mientras los paneles de encima seguían deslizándose, Daniel alcanzó a ver un trono dorado, exquisitamente tallado y cubierto de piedras preciosas, que se alzaba sobre una plataforma situada al final de un tramo de escalones. Encima colgaba un enorme disco solar adornado con un
udjat
, el Ojo de Ra, idéntico al que colgaba sobre la plaza mayor de Nagada, sólo que éste parecía de oro macizo. Cuando estaban a medio camino del trono, Horus volvió a tirar del cuello de Daniel y lo obligó a ponerse de rodillas. O’Neil forcejeó con su guardián hasta que Daniel le aconsejó en voz baja:
—¡Limítese a arrodillarse!
El coronel cedió de mala gana y se puso lentamente de rodillas, mirando a Anubis con actitud desafiante, dando la falsa impresión de que sólo opondría una resistecia simbólica, por orgullo.
Para entonces, la luz del sol entraba ya por todos lados, bañando el gran salón con un cálido resplandor amarillo. Dos ejes luminosos se irguieron a ambos lados del trono hasta alcanzar el disco solar, y detrás se abrieron dos puertas dejando ver otra sala más pequeña. En ese momento empezaron a aparecer jóvenes, entre siete y diecinueve años, que se situaron muy juntos alrededor de la plataforma. Su ropa era escasa. Iban vestidos al estilo de los antiguos cortesanos egipcios, pero sin calzado, con faldones muy cortos y collarines enjoyados que les colgaban desde los hombros. Parecían proteger algo situado en el centro.
Cuando los chicos se apartaron, mostraron a los visitantes lo que con tanto celo ocultaban: una estatua asombrosamente exacta del supremo faraón Ra, el dios sol.
Era una obra de arte que quitaba el aliento, fabricada toda ella de oro y engastada por todas partes con piedras preciosas. Cada detalle —la larga barba trenzada, las dos serpientes que sobresalían del tocado, los ojos pintados— había sido reproducido con obsesiva perfección. Sus brazos, bien proporcionados, le cruzaban el pecho sosteniendo los símbolos tradicionales del poder: el cayado y el mayal. El cayado del pastor representaba a la Industria, y el mayal el Dominio, especialmente sobre los esclavos.
La sobrecogedora falta de expresión del rostro guardaba cierto parecido con la de la famosa mascarilla funeraria de Tutankamón, pero un simple vistazo a aquella sorprendente escultura viva dejaba a la de Tutankamón como obra de aficionado. Esta imagen, mucho más amenazadora, hacía que los mejores relieves egipcios parecieran viñetas de tebeo para niñas cursis.
Se preguntaba Daniel si los guardias le darían la oportunidad de acercarse a examinar el brillante ídolo cuando, de repente, la imagen empezó a moverse y, lenta y pausadamente, dio un paso. Daniel despertó de su intensa concentración y se quedó sin aliento.
La figura avanzaba con austera gracia hacia el trono, vestida como los antiguos faraones. De los hombros le colgaba el peto, del que pendían a su vez lingotes de jaspe rojo y ónice negro, y alrededor de la cintura llevaba el faldón rígido y bordado que le llegaba hasta las rodillas.
—Es el faraón Ra —musitó Daniel, entre encantado y aterrorizado.
Él y O’Neil se miraron y volvieron la vista a la extraordinaria criatura que continuaba avanzando hacia el trono a un ritmo tediosamente lento. Su piel, como el casco de Anubis, parecía centellear con resplandor fantasmal. Daniel se preguntó si estaría hecho de la misma sustancia inidentificable que la Puerta de las Estrellas.
Cuando por fin llegó al trono, a veinte pasos de sus huéspedes, la forma se sentó a la velocidad normal de los seres humanos y se inclinó para verlos mejor. Pasaron unos instantes antes de que Ra levantara lánguidamente una mano e hiciera una seña a Anubis. Su leal soldado obedeció la orden, llevándose la mano a la garganta y girando una pequeña lengüeta con el dedo índice. Inmediatamente, la cabeza de chacal empezó a retroceder. El temible casco estaba hecho con algún tipo de «metal inteligente», una aleación capaz de recordar y ejecutar complejas cadenas de órdenes. La estructura continuó cambiando de forma, pieza por pieza, sección por sección, hasta dejar al descubierto el rostro humano que había detrás: el rostro atractivo y serio de un joven fuerte y musculoso. La máscara siguió plegándose hasta desaparecer debajo del collarín metálico que envolvía el cuello del joven.
Ninguno de los dos terrícolas creía lo que estaba viendo. Jamás habían visto una tecnología que fuera remotamente similar a ésta. Daniel miró nerviosamente al faraón y, al poco rato, Ra asintió con la cabeza mirando a los niños. La menor de sus órdenes se traducía de inmediato en un torrente de susurros apremiantes; dos de los chicos, de no más de diez años, se apresuraron a transportar una gran bandeja. Encima de ésta, desmantelados sus componentes, estaba el dispositivo que O’Neil había esperado encontrar en el compartimento oculto de la vagoneta.
Los muchachos, nerviosos, acercaron la bandeja a los visitantes hasta donde se atrevieron y echaron a correr hacia su grupo. Daniel observó los fragmentos electrónicos, sin saber a ciencia cierta lo que eran, y dijo algo a O’Neil, a quien el hombre de oro no quitaba los ojos de encima.
—¿Qué es esa basura? —preguntó, sin esperar ni recibir respuesta—. Mire, hay unas palabras escritas —dijo, inclinándose para ver mejor— que parecen instrucciones. —Pero en seguida se dio cuenta de que eran fragmentos de un símbolo de peligro, el logotipo internacional del peligro nuclear. No tardó en imaginar lo que había en la bandeja—. Es una bomba, ¿verdad?
La primera reacción de Daniel fue de ira. ¿Una bomba? ¿Cómo había sido capaz O’Neil de hacer algo tan violento y estúpido? Sin embargo, la ira dio paso a una fría sacudida de temor que le bajó hasta el vientre. De súbito se le ocurrió que tanto él como el coronel iban a morir. Los siguientes momentos los pasó tratando de buscar una salida a la situación. Decidió que, si tenía oportunidad, explicaría que él no tenía nada que ver con aquel explosivo. También se daba cuenta de que, independientemente de lo que ocurriera, había conseguido todo aquello por lo que había ido a aquel planeta. Había resuelto el viejo enigma de las pirámides y demostrado, al menos ante sí mismo, que sus teorías sobre el Antiguo Egipto eran acertadas. Había superado dificultades hiperastronómicas y vencido a muchos enemigos para poder llegar adonde estaba ahora: el punto en el que siempre había deseado estar. Pasara lo que pasase después, estaba en paz consigo mismo, aunque, por supuesto, daría cualquier cosa con tal de salir de allí vivo.
La figura dorada se inclinó hacia delante. Un instante después, empezó a transformarse: la piel perdió el baño dorado y la máscara comenzó a doblarse hacia dentro, recogiéndose por detrás de la cabeza. Finalizada la transformación, lo que apareció ante ellos fue un hermoso joven de tez oscura y largo cabello trenzado. Estaba perfectamente formado y no aparentaba más de veinte años. Su rostro era la viva imagen de la inocencia.
Cuando aquel delicado rostro se hizo visible, los soldados, que lo adoraban como a su dios, tocaron el suelo con la cara exactamente igual que los mineros al ver el medallón de Daniel. Con todos los ojos posados en el suelo, O’Neil vio la ocasión y atacó instantáneamente. Saltó hacia Anubis y le bloqueó el hombro por un lado mientras le quitaba el arma, y antes de darle tiempo a recuperarse, le pegó con la culata en el cuello y dejó que se desplomara. Tocó en la zona en la que había visto a Anubis deslizar la mano por el reverso del arma, cargándola y disparando al Horus que se hallaba al lado de Daniel. El disparo le alcanzó en el hombro y el guerrero empezó a dar vueltas en el suelo.
Ra ordenó a los chicos que lo rodearan y los pequeños obedecieron rápidamente, formando un escudo humano en torno a su jefe. Cuando O’Neil se giró para empezar a disparar, su arma apuntaba a una muralla de niños aterrados. Vaciló. Sabía que debía disparar, pero no pudo hacerlo. Se volvió para disparar al segundo Horus, que en ese momento aprestaba su arma.