Daniel y los militares se quedaron de piedra. Todos tenían la sensación de que se les había acabado la racha de buena suerte. Incluso el hecho de estar reunidos en un túnel sin salida parecía apropiado para el momento. Ahora sólo tenían dos probabilidades de regresar: por los pelos y de ninguna amanera. Pasó un buen rato antes de que alguien se decidiera a hablar.
—Se supone que este séptimo signo es el punto de partida, ¿no? —dijo O’Neil—. Pregunte a la chica. Tal vez ella conozca el símbolo de este planeta.
Viendo cómo se desarrollaban los acontecimientos, Sha’uri adivinó la pregunta del coronel y negó con la cabeza. De todos modos, Daniel le preguntó y se dirigió a O’Neil.
—No hay manera. Sólo sabe escribir el nombre de Ra.
—En ese caso, volvamos a la pirámide. —El coronel se incorporó y quitó la antorcha a Sha’uri. Al ver que nadie se movía, aclaró su comentario—. Partimos inmediatamente.
—¿Es que no lo entiende? No podemos hacer que funcione sin el último símbolo —gritó Daniel. Pero O’Neil ni siquiera se volvió.
La máquina voladora.
Un muro de arena cayó sobre la ciudad cuando abrieron las puertas de entrada, O’Neil salió de la población sin ninguna ceremonia, delante de sus hombres y absolutamente decidido a volver a la pirámide, como si supiera exactamente lo que iba a hacer cuando llegara. Daniel, mucho más reacio a marcharse, se demoraba despidiéndose de Sha’uri, intentando explicarle que tenía intención de volver.
Kawalsky giró la cabeza y le gritó.
—Paso ligero, Jackson.
—Olvídelo. Ya no nos es útil.
Kawalsky tardó en reaccionar. No entendía la actitud del coronel. Miró de reojo a Brown y los dos pensaron lo mismo: la Infantería de Marina de los Estados Unidos no abandona a los suyos. Primera norma. Ni siquiera cuando son insoportables.
Daniel se desprendió de la joven y salió corriendo tras los soldados para darles alcance.
—Eh, esperen —gritó, creyendo equivocadamente que por haber descubierto el cartucho merecería que lo considerasen miembro legítimo del pelotón.
Kawalsky se volvió para mirarlo, pero detrás de él divisó algo más en las dunas.
—Coronel O’Neil, parece que hemos hecho amigos.
Skaraa y sus amigos pastores iban detrás de Daniel, aferrados a los costados de «Un Poco» y dispuestos a alistarse.
—Jackson —bramó O’Neil—, deshágase inmediatamente de esos críos.
O’Neil apretó el paso, dejando a Daniel solo gritando a los muchachos en su idioma. Le entendían bastante bien y se quedaron un minuto detenidos, con los pies hundidos en la arena, sin avanzar ni retroceder. Pero cuando O’Neil se volvió, continuaban allí, siguiendo las huellas de los terrícolas a unos cien metros de distancia.
—¡Maldita sea, Jackson! ¡Le dije que despidiera a esos críos!
—¡Y lo he intentado! —respondió Jackson, también a gritos.
—Señor —dijo Kawalsky, adelantándose para hacer una sugerencia—, llegaríamos mucho antes si nos llevara una de esas bestias.
Pero O’Neil estaba en otra cosa no oyó al teniente. Sin dejar de mirar a los chicos, desenfundó la pistola, apuntó y disparó tres veces seguidas.
—¿Qué hace? ¡Deténgase! —exigió Daniel, aunque estaba demasiado lejos para impedirlo.
O’Neil disparó tres veces más y las balas fueron a hundirse delante del
mastadge
, asustándolo de tal modo que sepuso a dar saltos. Los muchachos corrieron en todas direcciones y fueron a ocultarse tras las dunas. Cuando cesaron los disparos, todos miraron horrorizados a O’Neil.
—¿Qué hace usted disparando a unos niños? ¿Qué es lo que le pasa? —preguntó Daniel, ya en estado de paroxismo—. ¿Y si alcanza a uno?
Kawalsky y Brown guardaban silencio, pero se hicieron las mismas preguntas. Sin embargo, nada hacía mella en O’Neil, que al instante dio media vuelta y reanudó la marcha, cargando de nuevo la pistola.
Skaraa asomó la cabeza por encima de la duna y vio que el equipo desaparecía lentamente en el desierto. El corazón se le salía del pecho. Su nuevo amigo, el hombre de la boina negra, le había traicionado. Cuando Nabeh se deslizó a su lado para preguntarle qué iban a hacer, apartó la cabeza, aunque era evidente que estaba destrozado.
O’Neil encargó a Brown que contara los pasos. Para ganar tiempo, les ordenó marchar como los ejércitos de Roma dos mil años antes: cincuenta pasos corriendo, cincuenta andando, otros cincuenta corriendo, y así continuamente. De esta forma recorrieron el trayecto hasta la mina en algo más de media hora, cuando normalmente se tardaba dos horas. Veinte minutos después, O’Neil levantó la vista y vio algo que lo dejó helado.
—¿Qué es…?
Ahora había dos pirámides, una encima de la otra. Las paredes doradas de la pirámide superior, llenas de símbolos parecidos a jeroglíficos, se habían abierto en secciones verticales, dejando a la vista la compleja maquinaria que escondía bajo la superficie. La volante máquina dorada que había aterrizado en lo alto de la pirámide parecía muy antigua y muy moderna al mismo tiempo. Evidentemente estaba hueca por dentro y tenía forma cónica, pues encajaba en la superficie de la estructura inferior como una capucha de oro. Lo único que permanecía visible era el tercio inferior de la pirámide de abajo.
—Se diría que alguien está de vuelta —comentó Brown.
—Es una nave espacial —dijo Daniel, provocando miradas escépticas en sus compañeros—. Bueno, tal vez no, pero desde luego es una máquina voladora. Estaba dibujada en el muro de la catacumba.
En realidad, había acertado al decir lo primero. La nave, totalmente autónoma, permitía a Ra desplazarse entre las diversas canteras que explotaba en aquel rincón del universo. Aunque llevaba muchos años sin visitar el pequeño planeta, estaba allí para averiguar por qué no había llegado a tiempo el previsto envío de cuarzo.
O’Neil se quitó la mochila y sacó un par de potentes prismáticos. Las paredes de la nave espacial no estaban construidas de una sola pieza, sino a base de módulos interconectados. Poco después de tomar tierra, la nave se había desplegado hasta alcanzar el tamaño que tenía en ese momento, separando grandes secciones del cuerpo principal y extendiéndolas mecánicamente hacia abajo, con lo cual se descubría gran parte del equipamiento que la nave ocultaba bajo su dorada superficie. El coronel escrutó los alrededores de la nave buscando algún indicio de vida, pero no detectó nada. En el saliente donde habían instalado el campamento base divisó parte del equipo, esparcido y medio enterrado en la arena. En una de las estacas de la tienda ondeaba un trozo de lona.
Sin decir a nadie lo que pensaba hacer, cogió un puñado de bengalas de su mochila y se las metió bajo el cinturón.
—¿Señor? —dijo Kawalsky.
—Voy a entrar —informó el coronel, comprobando el fusil.
Aquello no tenía sentido. ¿Por qué arriesgarse a caer en una emboscada antes de reunir la mayor cantidad posible de información? Para Kawalsky era evidente que lo primero que deberían hacer era establecer contacto por radio con el equipo de Feretti, así que intentó proponerle la idea a O’Neil. Pero éste ya corría hacia la pirámide como un torpedo humano. Parecía indiferente a los hombres que supuestamente tenía bajo su responsabilidad.
El teniente lo vio alejarse y sorprendió a Daniel al decir:
—¿Qué cree que vamos a hacer mientras? ¿Quedarnos aquí para contarnos nuestras intimidades? Ya estoy harto de es tipo. —El musculoso militar abrió la cantimplora y echó un buen trago mientras Daniel y Brown se miraban si saber muy bien qué estaba pasando—. Creo pue deberíamos ir tras él para apoyarle. ¿Qué piensas tú? —preguntó a Brown, esperando su opinión.
—Que no me voy a quedar aquí sólo —dijo el oficial científico.
Kawalsky se dio cuenta de que dejar a Brown con Daniel era lo mismo que dejarlo solo, así que ofreció el fusil al civil.
—¿Sabe apretar un gatillo?
—No entiendo lo que ocurre aquí —respondió Daniel, forzando una sonrisa.
—Bienvenido a las Fuerzas Armadas, amigo —dijo Kawalsky antes de arrojarse por la duna en persecución del coronel.
Minutos después, O’Neil estaba en la base de la rampa. Tomó posición detrás de un obelisco y estudió la situación durante unos instantes. En el exterior de la pirámide todo estaba aparentemente tranquilo. Levantó la vista y examinó la estructura triangular posada encima de la gran pirámide como si fuera una casa construida sobre pilotes en los canales de Luisiana. Le parecía ridículo lo que había dicho Daniel sobre que era una nave espacial, pero era mejor que todas las explicaciones que se le ocurrían a él.
—Coronel, espere. —Era Kawalsky, que había llegado corriendo al obelisco—. Esto no hay quien lo entienda; y queremos apoyarle, pero tiene que decirnos de qué va la historia. Nuestra obligación es cumplir las órdenes, pero usted tiene la obligación de tenernos informados. —Kawalsky intentaba mantener un tono de voz entre obediente y amenazador, leal y rebelde.
—Usted no quiere entrar ahí y de verdad que no me importa. Pero puede hacerme un favor: quédese aquí quietecito y no me cree problemas —dijo el coronel, mirando la pirámide superior. Se disponía a seguir cuando Kawalsky lo asió repentinamente del brazo.
—Usted no va a entrar solo. Y tampoco vamos a abandonar a Jackson en ningún sitio. Los infantes de marina cuidamos de los nuestros.
Pero O’Neil seguía aferrado a su idea: llegar a la vagoneta del equipo, sacar los cilindros del compartimento oculto y poner en marcha el proceso de explosión. Por el bien de todos los habitantes de la Tierra, nada debía impedir que cumpliera su objetivo. Había querido dejar a sus hombres a salvo en las dunas, esperando que pudieran salvarse, pero ya era demasiado tarde. No podía correr el riesgo de explicarles cuál era su misión; probablemente tratarían de impedirlo. Tenía que sacrificarlos. Lanzó una fría mirada al teniente y dijo lo único que podía revelar.
—He de llegar a la sala de la Puerta. Agradecería cualquier ayuda, pero si no la obtengo iré de todos modos.
—¿Dos grupos? —preguntó Kawalsky, aparentemente satisfecho.
—Dos grupos —respondió O’Neil—. Teniente, usted y Brown en retaguardia. —Aspiró dos veces seguidas muy profundamente para oxigenarse la sangre y, sin previo aviso, salió disparado rampa arriba. Daniel permanecía agachado y contempló la carrera de O’Neil.
—¿Quiere mover el culo? —dijo Kawalsky a Daniel, mirándolo como si estuviera fuera de sí—. ¡Vamos!
Daniel se puso en movimiento, pero un segundo después empezó a preguntarse qué diablos hacía entrando a toda velocidad en aquella pirámide detrás de un coronel que estaba como un cencerro. Sentía el fusil que le había dado Kawalsky como una anguila viva. Le costaba sujetar aquel objeto feo y pesado, pero se sintió peor aún cuando siguió al coronel hasta las sombras del altísimo vestíbulo y vio el casco de Feretti al lado de la radio. Se detuvo a mirar un instante, tragó saliva y siguió en pos de O’Neil. Por fin llegó junto al coronel, que se había agazapado detrás de una columna.
—Escuche —dijo O’Neil. Daniel jadeaba, pero el miedo le enseñó inmediatamente a respirar en absoluto silencio. Estaba demasiado asustado para escuchar, así que se dedicó a observar cómo lo hacía O’Neil—. Ahora —dijo el coronel, que se volvió y avanzó seis columnas. Si Daniel hubiera tardado un segundo más en seguirle, habría visto pasar una sombra por donde acababan e estar los dos. Había alguien fuera de la pirámide que escrutaba el interior por una de las ventanas cuadradas del vestíbulo.
Era Skaara, encaramado en los hombros de Nabeh. Vio pasar a Kawalsky y Brown por delante de la ventana. Cuando desaparecieron, Skaraa saltó a tierra y condujo a Nabeh hasta la siguiente ventana.
En el interior, O’Neil permanecía inmóvil como un muerto a la sombra de dos columnas, inspeccionando lo que tenía delante, decidiendo el mejor camino a seguir para llegar a la Puerta. Daniel estaba muy cerca de él, con la espalda apoyada en la columna de enfrente, de cara a la entrada, y mientras esperaba las instrucciones del coronel vio que algo se movía entre las sombras del cavernoso vestíbulo. Fue a decir algo, pero O’Neil dio media vuelta y desapareció.
Daniel se pegó a la columna y vio que salía a la luz una enorme figura. La reconoció al instante. Era Horus, el dios egipcio del cielo, el que se sentaba al lado de Ra y le ayudaba a juzgar las almas humanas en la tierra de los muertos. Era tal como lo habían representado los antiguos egipcios: cuerpo atlético de hombre e imponente cabeza de halcón. Llevaba armadura en los hombros, antebrazos y espinillas, y sus manos enfundadas en metal portaban un arma de más de un metro de longitud. Daniel permaneció absolutamente inmóvil hasta que la silueta volvió a desaparecer en las sombras.