—No
Bonniuni
. Sabe a pollo. Po-llo —dijo lentamente. Pero Kasuf nunca había visto un pollo, así que no entendió nada. A Daniel se le ocurrió una brillante idea y, metiéndose los pulgares en las axilas, se puso a remedar al animal—. Co, co, co, co, coooo.
Nadie entendió lo que estaba haciendo. Se quedaron mirándolo, inexpresivos. Kasuf, temeroso de ser descortés con sus invitados, sonrió y trató de imitar lo que hacía Daniel. Moviendo los brazos como había visto hacer a su invitado, el digno jefe de aquel pueblo devolvió el cacareo a Daniel.
—Apártate de ahí, Jackson —dijo Kawalsky con la boca llena.
Pero la necesidad más fuerte que tenía Daniel en la vida era comunicar sus ideas y no se rindió. Aunque tuvo que hacer nuevos intentos, consiguió que entendieran que la comida era buena.
A lo largo de la complicada cena, tanto Kawalsky como Brown se animaron y probaron muchos otros platos exóticos que les presentaron. Bromearon y rieron con los ancianos de la mesa, aprendiendo los nombres de las comidas y adaptándolos humorísticamente; por ejemplo, la espesa salsa de color marrón claro, que sabía a cerdo con soja a la japonesa y se llamaba
mba jinyuis
, la rebautizaron «bacín con pis» entre carcajadas.
Solamente O’Neil permaneció serio como un juez durante todo el festín, cavilando y esperando, como era habitual en él. No comió nada, a excepción de unos trozos de pan negro, y sólo bebió agua después de haberla tratado con tabletas de cloro.
Daniel cambió de lugar e intentó entablar conversación con Kasuf, pero sus idiomas eran tan distintos que sólo podían comunicarse los conceptos más primitivos. Tenía miles de preguntas en la cabeza, pero ni una palabra, ni siquiera un vocabulario gestual para formularlas. Llevaba varios minutos haciendo uso de la mímica para preguntar por la explotación de la cantera, cuando la vio otra vez. La joven estaba sirviendo pan a los Ancianos en el otro extremo de la mesa. Daniel olvidó de repente el hilo de la conversación y Kasuf se volvió para ver qué era lo que tanto miraba el joven.
La muchacha estaba radiante. El cabello, negro y suelto, le caía sobre los hombros; iba vestida con una tela azul, sujeta alrededor de la cintura a modo de falda, y con una sencilla blusa de color albaricoque maduro. Cuando se acercó, Daniel no pudo por menos de fijarse en lo transparente que era la blusa. Apartó la vista, avergonzado, pero en seguida volvió a mirar, intentando concentrar los ojos en los hombros de la chica, siguiendo cada unos de sus movimientos mientras servía a los comensales. Entonces se dio cuenta de lo absurdo que era dejarse impresionar por una mujer que no conocía y que probablemente nunca llegaría a conocer. Pero había algo perfecto en ella, algo que iba más allá de su belleza externa, que le atraía. Miró sus manos, sus ojos oscuros, su juventud y su inteligencia se ponía de manifiesto en cada uno de sus gestos. Había algo en ella tan familiar, tan perfecto…
Al principio le había parecido tímida y reservada, pero desde entonces se había dado cuenta de que el recato era la forma en que esta gente expresaba su cortesía en público, y ciertamente eran corteses hasta el extremo. Cada hombre al que ella servía parecía deseoso de entablar conversación, como se habría hecho con la sobrina predilecta. La capacidad de concentración de esta mujer cuando escuchaba, la luminosidad de sus ojos al responder, decía a Daniel muchas cosas: que sabía desenvolverse entre la élite dominante de la ciudad; que tenía confianza en sí misma y que tenía un gran sentido del humor. En varias ocasiones dijo a los invitados cosas que les hicieron reír. Parecía lo bastante lista para «ganarse a la plebe», pero al mismo tiempo tenía también la calidez humana necesaria para hacerlo con excelente disposición.
Si alguna vez regresaba a la Tierra, esperaba encontrar algún día una mujer que fuera la mitad de seductora que ésta. Intentó quitarse la idea de la cabeza y reanudar la conversación, pero Kasuf ya estaba hablando con otra persona.
—Ahí viene tu chica, Romeo —dijo Brown. Todo el que no fuera ciego o imbécil se habría dado cuenta de que Daniel estaba perdidamente enamorado.
—No sé de qué hablas —respondió, poniéndose a la defensiva.
—No estaría mal, ¿eh? Podríais pasar la luna de miel en la pirámide y alquilar una vivienda en esta ciudad. Puedes buscar empleo en la cantera. Y dar clases particulares de latín y griego para conseguir algún ingreso extraordinario. Fundar un hogar, crear una familia. En fin…
Daniel lanzó una mirada asesina al oficial científico, que indudablemente se estaba divirtiendo a sus anchas. Sintiéndose castigado y centro de la atención al mismo tiempo, miró a otro lado y fingió escuchar a los músicos, que seguían dale que te pego.
La burla de Brown había caído como una daga en su corazón. Daniel se sentía como si estuviera en otra parte del universo, explorando un mundo desconocido, disfrutando con sus exóticos habitantes, pero no podía eludir una dolorosa verdad con respecto a sí mismo. Cuando se trataba del sexo opuesto, era un berzas que perdía todo contacto con la realidad.
Lo siguiente que supo fue que ella estaba arrodillada a su lado, ofreciéndole la cesta de pan. Tenía los ojos gachos y parecía sonreírle levemente. Daniel extendió la mano y escogió lo que parecía una fresa peluda. La joven se había mostrado animada y complaciente con los demás, pero ahora mantenía los ojos en el suelo. Entristecido, Daniel le indicó que había acabado, dándole permiso para continuar.
Con la mente en otras cosas, iba a llevarse la fresa a la boca cuando de repente algo le detuvo. Era la mano de la chica, que se acercó a sus labios y con suma delicadeza la quitó la fruta. Luego, arrodillándose junto a él, le enseñó que primero debía pelarla. Arrancó las raíces y la áspera cáscara, y dejó al descubierto la pulpa verde que se escondía debajo.
Por fuera, Daniel estaba tranquilo. Parecía prestar atención mientras ella le enseñaba lo sencilla que era la operación. Pero por dentro estaba como un teatro en llamas y abarrotado de público. Sentía un pánico que le nublaba la mente. La chica esperaba que él cogiera la fruta de su mano, pero, al ver que no, hizo algo que le sorprendió a ella tanto como a él. Le acercó el fruto a los labios y ella misma se lo dio a comer.
Hubo en aquel acto más ternura e intimidad de lo que Daniel o la misma chica podían soportar. La embarazosa situación se complicó además por la actitud de varias personas que exclamaron «¡ooooh!» y «¡aaaah!» a coro. Daniel giró la cabeza y miró a la multitud. Había unas cien personas mirando y todas sonreían. En menos de un segundo la chica desapareció y lo único que pudo hacer fue mirar cómo se alejaba.
Kasuf miró a un grupo de mujeres mayores, que consultaron entre sí y luego asintieron con la cabeza. Habían tomado alguna decisión.
—Parece que a tu chica le duele la cabeza —dijo Kawalsky desde el otro lado de la mesa, comentario que por lo visto entendieron incluso los que no hablaban el idioma de los visitantes.
—Cierre el pico y cómase su lagarto, teniente —que fue exactamente lo que hizo Kawalsky.
—Jackson —gritó O’Neil desde el otro extremo—, venga aquí. —Daniel se levantó y se dirigió al lugar en penumbra donde estaba sentado el coronel, encendiendo un cigarrillo—. Usted dijo que ese objeto era un símbolo egipcio, ¿no?
—El
udjat
, comúnmente conocido como Ojo de Ra —explicó Daniel—. Existen algunas variantes en el motivo, pero las primitivas tumbas de Hieracómpolis y Abidos revelan que…
—Sí, sí, lo que sea… —A O’Neil no le importaban los detalles—. Escuche, lo único que realmente interesa es que si conocen un símbolo egipcio…
—¡Conocerán otros también! Podemos entendernos por medio de la escritura. Déjeme intentarlo.
Emocionado, se puso en pie y, con la atención de todo el patio concentrada en él, se plantó ante la mesa de los Ancianos. Se arrodilló y miró fijamente la tierra, intentando dar con una palabra-símbolo apropiada. Garabateó lo primero que le vino a la cabeza: BANQUETE. Cuando levantó la vista, parecía que a todos los Ancianos se les había atragantado la comida. Kasuf se puso de pie y empezó a gritar a Daniel, que se asustó. Pensó que, a lo mejor, aquel jeroglífico en particular significaba algo repugnante en su idioma. Inmediatamente lo borró y empezó a escribir la primera frase en jeroglíficos que había aprendido, el primer ejercicio de la Gramática de Gardiner. Decía así: «Quien ha venido en paz y cruzado los cielos es Ra»:
Daniel no había escrito aún la mitad de los veintitrés símbolos de la frase cuando vio la sandalia de Kasuf pisando y borrando su obra. Luego empezó a gritar órdenes para que se dispersara la multitud, dirigiendo a Daniel una sonrisa nerviosa de tanto en tanto. Kasuf se hallaba en posición difícil. Por un lado, los dioses habían prohibido terminantemente la escritura en todas sus formas, y él, como pastor de su pueblo, era el responsable de hacer cumplir la ley. Por otro lado, los extraños visitantes habían sido enviados probablemente por Ra. ¿Acaso la prohibición de la escritura se aplicaba también a los dioses? ¿Se trataba de una prueba? Kasuf no lo sabía. Decidió detener a Daniel por la misma razón que tomaba todas sus decisiones: por respeto a la costumbre.
Mientras los cientos de personas empezaban arremolinarse de mala gana en las salidas del patio, Daniel se dirigió a sus compañeros:
—Jackson, Jackson, ¿por qué cada vez que le mando comunicarse con esta gente acaba alterando el orden público? ¿Qué diantres ha escrito?
—Nada. Su reacción es desmedida. Escribía la palabra «banquete».
—Pues su reacción ha sido muy fuerte —dijo Kawalsky.
—Lo sé, es como si tuvieran miedo de escribir.
—Peor aún, lo tienen prohibido —teorizó O’Neil—. No sé lo que es, pero esta gente tiene un miedo atroz a algo.
Cuando hubo borrado los últimos garabatos de Daniel, Kasuf fue inmediatamente al lugar donde éste estaba y cayó a sus pies, hablando a cien por hora. Al parecer, se estaba disculpando. Durante la perorata, un grupo de jóvenes se acercó para despejar las mesas. Kawalsky estiró la mano y cogió casi al vuelo una última tajada de lagarto, antes de que se lo llevaran todo. Un instante después, Kasuf había convocado al grupo de ancianos. Rodearon a Daniel, hablando en su idioma, contándose y riendo sus propios chistes, y jugueteando con el pelo y la ropa de Daniel.
Llegaron más mujeres y llevaron a los soldados a sus lugares de descanso, mientras otras tiraban de Daniel hacia el suyo.
—¿Tengo que ir con ellas? —preguntó a O’Neil, aunque en realidad lo deseaba. A pesar de la responsabilidad que aún pesaba sobre sus hombros, es decir, llevar de vuelta al equipo a través de la Puerta de las Estrellas, sólo tenía una idea en la cabeza. Las mujeres lo conducían hacia la misma salida por la que había visto marcharse a la joven que le interesaba.
—Adelante —dijo O’Neil. En cuanto el coronel descubrió que aquella gente no tenía escritura, nada que pudiera ayudarles a abrir la Puerta, Daniel dejó de serle útil. Repasó de nuevo la lista mental de los hombres prescindibles y puso a Daniel a la cabeza.
Feretti notó que lo arrastraban sobre el suelo de mármol. Vagamente consciente, se sentía como si lo hubiera arrollado el metro. Se esforzaba por abrir los ojos, por seguir con vida, por mantenerse despierto. Lo arrastrara quien lo arrastrase, se detuvo de repente y lo soltó de golpe. Se concentró en su respiración. Podía sentir el sabor de la sangre en la boca, el frío del mármol en la cara. Cuando por fin abrió los ojos y enfocó la mirada, vio dónde lo habían llevado: a un sarcófago. En el centro de la sala había una caja de piedra en forma de ataúd y de más de un metro de altura. Nunca había visto un sarcófago, pero en cuanto sus ojos se posaron en él, supo que era un sarcófago. Supuso que era para él. Pero un instante después, empezó a moverse. Sección por sección, las paredes de granito del ataúd empezaron a abrirse y caerse como los pétalos de una delicada flor mecánica. Al mismo tiempo, empezó a ascender una plataforma parecida a una cama de un solo cuerpo. En lo alto de la plataforma había un cuerpo humano envuelto en una oscura tela mojada. Para horror de Feretti, la forma adquirió vida. Muy lentamente, se incorporó y apartó el húmedo sudario. Cuando el lienzo dejó al descubierto el rostro de la figura, Feretti oyó su propio chillido. Ante él tenía una cara de oro resplandeciente, una versión viva de la mascarilla fúnebre de Tutankamón, en parte humanoide y en parte de otro mundo. Las cavidades negras de los ojos lo miraron fijamente durante un segundo insoportable hasta que la máscara se giró hacia otro lado. El aterrado militar oyó que algo se movía detrás de él y, un segundo después, un arma parecida a un fusil le voló los sesos.
Cuando las mujeres se fueron, Daniel se dejó caer en la enorme cama llena de bultos que había en el centro de la habitación y respiró de alivio.
—Huelo a león del desierto —dijo a las paredes.
En la última media hora, las entusiastas matronas lo habían enjabonado, afeitado, desnudado, bañado, empolvado, acicalado, masajeado, perfumado, hecho la manicura y vestido con una larga túnica blanca. El colchón estaba lleno de bultos, como si lo hubieran rellenado con bolas de cuerda, pero no le importaba. Era estupendo estar tumbado y relajado. Todo su cuerpo estaba escocido, arañado, quemado por el sol y dispuesto a abandonarse en brazos de Morfeo.
Se dijo que debería escribir todo lo que había visto. Pero se contentó con rememorar la película de los acontecimientos. Le parecía increíble que hiciera sólo cuarenta y ocho horas que había visto la Puerta de las Estrellas. Y ahora estaba allí, descansando en el cuarto de los invitados de una ciudad que podría haber existido en el Antiguo Egipto.