Kawalsky se llevó el arma a la cara, pero ya era demasiado tarde. El animal saltaba dunas de más de un metro, arrastrando a Daniel como si fuera una lata atada al parachoques trasero de un automóvil. Los militares salieron en su persecución, pero la increíble velocidad del bicho aumentó rápidamente la distancia que había entre ellos.
Daniel, arrastrado por el tobillo, se deslizaba a setenta kilómetros por hora sobre una interminable tabla de planchar que le estaba arrancando la piel. Rebotando de un lado a otro, veía el lateral de una duna para chocar inmediatamente con la parte delantera de la siguiente.
Cuando el terreno se hizo un poco más liso, y ya con los pantalones llenos de arena, pudo por fin gobernar un poco las riendas pegando las manos a los costados. A pesar del constante aluvión de arena que levantaban las pezuñas, Daniel consiguió sentarse e intentó tocarse la bota. Casi la tenía cuando el medallón que le había dado Catherine se le salió de la camisa. Iban directos a un gigantesco muro de arena. En el último segundo, el animal se apartó, pero no dio tiempo a que lo hiciera su pasajero, que subió por la rampa natural y saltó por los aires mientras el medallón le golpeaba en la nariz y se le salía por la cabeza. Quiso retroceder, pero notó que se habían aflojado las riendas y salió disparado de nuevo en otra dirección. Cayó sobre la tierra caliente, aterrizando primero con la cara y abriendo con la nariz un surco en la arena.
Finalmente, la bestia dejó de trotar. Con el uniforme lleno de arena, Daniel parecía un gordo de circo, estornudando como un gato que acabara de aspirar pimienta. Al parecer no se había roto nada. Se miró la mano y descubrió que la cadena se le había quedado enganchada en un dedo. Rodó de costado, se sentó, se quitó la bota y empezó a sacudirse la arena de la boca, los ojos, las orejas y la nariz.
No tardó en ver que O’Neil, Brown y Kawalsky remontaban la última duna, corriendo hacia él con los fusiles apuntando al animal. Cuando se acercaron, al bestia dio media vuelta y empezó a lamerle la cara a Daniel.
—Aparta tu apestoso aliento de mí —gritó, tratando de esquivar la repugnante cara. Pero el animal no le hizo caso y continuó lamiéndole y frotándole con la nariz. O’Neil fue le primero en llegar—. Coronel, quíteme este bicho de encima.
Pero en lugar de hacerlo, O’Neil bajó el arma y, pasando por delante de Daniel, se aproximó al borde de una cornisa cercana. Brown y Kawalsky lo siguieron. Viendo que no podía esperar ayuda de nadie, Daniel hizo a un lado al nauseabundo animal y fue a ver lo que los soldados miraban con tanta atención.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Miraban al fondo de un hondo barranco que acababa en un espectacular conjunto de riscos blanquecinos. Reptando por las paredes blancas, marchando en hileras por el llano fondo del valle y subiendo por escaleras gigantescas había miles y miles de seres humanos.
Todo sea por la comunicación
Miles y miles de hombres sucios y harapientos trabajaban organizados en grandes grupos, batallones de cien obreros o más, algunos en estrechas cornisas talladas en los riscos, otros en el enfangado suelo de aquella cantera colosal. Era una horrible escena de desdicha humana. Bajo el asfixiante calor de la tarde, los mineros reptaban por todas partes, apoyándose en los minúsculos salientes cortados en las paredes de calcita. En el fondo, donde el agua impedía que bajaran a más profundidad, trabajaban pisando un lodo blanquecino. En diversos puntos del perímetro de aquel enorme tazón del tamaño de un estadio deportivo se veía que había habido grandes desprendimientos, lugares donde las paredes blandas habían cedido y aplastado el cenagoso fondo, enterrándolo todo bajo su masa.
O’Neil oteaba con sus prismáticos. Niños de siete u ocho años trabajaban al lado de los hombres. Aparentemente, su principal faena consistía en llevar talegos de mineral bruto o de una sustancia similar al carbón de piedra, hacia la red de angostos raíles que serpeaban como venas hasta la cima de las paredes del barranco. Pero lo más dramático que se veía dentro y fuera del aquel desfiladero construido por el hombre eran las escaleras de cuerdas hechas a mano. Había cientos colgando por todos lados, de un nivel a otro, pero a cosa de un kilómetro de donde se encontraba el pelotón había una docena cuya longitud era espectacular, pues conectaban el fondo del barranco con un saliente rocoso situado a casi mil metros de altura. Su grosor irregular y los rotos peldaños hacían que estas escaleras parecieran peligrosas. No obstante, cada una aguantaba el peso y movimiento de cuarenta o cincuenta chicos a la vez, algunos trepando con la carga, otros cruzándose con éstos al bajar.
Eran de tez oscura; algunos iban con el pecho al descubierto, pero en su mayoría vestían gruesas ropas que les cubrían desde los hombros hasta los tobillos, Dado el intenso calor, era una indumentaria de lo menos apropiado. Y lo peor de todo era que llevaban la cabeza cubierta con una especie de capucha o con pañuelos. Al estilo de los beduinos de Siria y Jordania.
La excavación se adentraba unos cuatro kilómetros en el valle. Desde el ángulo en que se hallaba el pelotón, los obreros parecían hormigas moviéndose en todas direcciones. Uno de los grupos, formado por más de cien hombres corpulentos, estaba trabajando a tiro de piedra debajo de los militares, levantando nubes de polvo blanco, tan espesas que parecía imposible que pudieran respirar. Todos estaban manchados de blanco, lo que les daba un misterioso aspecto de fantasmas.
Los miembros de la expedición estaban atónitos, aturdidos. Hasta entonces habían creído que estaban preparados para todo. Si hubieran encontrado alienígenas de tres metros de altura y de cabeza rosa no se habrían quedado tan sorprendidos como ante aquel descubrimiento: seres humanos. Causó una fuerte sensación de proximidad en el equipo el reconocimiento, la súbita conciencia de que estaban emparentados con aquellas personas. Incluso O’Neil hizo algo que no encajaba en su carácter. Una vez que estuvo seguro de que aquellos hombres no estaban armados, pasó los prismáticos a Brown, que estaba ansioso por mirar.
La mente de Daniel, entre tanto, funcionaba a la máxima velocidad. ¿Seres humanos en el otro extremo del universo conocido? ¿Qué relación había? ¿Acaso eran descendientes de habitantes de la Tierra? O lo que podía ser más intrigante aún: ¿éramos nosotros descendientes suyos? Por cada respuesta que encontraba, le surgían mil preguntas más.
Todo cambió en el instante en que el primer obrero levantó la vista y estableció contacto visual con él. Su grito hizo que un centenar de cabezas miraran a lo alto del foso. Luego, como si se hubiera producido una reacción en cadena en el valle, cesó toda actividad y los millares y millares de hombres se pararon para saber qué pasaba. Los que estaban más cerca vieron a los cuatros hombres vestidos de verde ante el gigantesco muro de arena blanca.