Stargate (18 page)

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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

Se puso en pie y, después de haberse asegurado de que nadie le veía, se guardó la llave en una pequeña abertura hecha en la cinturilla de sus pantalones de faena. Luego fue a reunirse con sus hombres.

Daniel tiraba del cajón por la última pendiente arenosa y lo llevó hasta la cornisa de piedra que O’Neil había elegido como base. Agotado y dolorido, cayó de bruces en la arena con un ronco gruñido de alivio.

Los militares manifestaron lo impresionados que estaban no prestándole la menor atención. Cuando consiguió ponerse en pie. Llevaba una alfombra de arena pegada a la ropa. Estaba empapado en sudor y la arena se había pegado a la humedad de su cuerpo. Sin embargo, era el menor de sus problemas. Tenía los riñones como si fueran la diana en una competición de lanzamiento de hacha y empezó a notar que por los brazos y el cuello le subían los primeros escozores de las quemaduras del sol. Se preguntó cómo sería una insolación y si sería capaz de detectar los síntomas en caso de sufrirla. Entonces recordó que estaba en otro planeta y le atacó la fobia a los viajes. Estornudó once veces seguidas.

Volcó la caja sobre el lado más alto y se sentó a la sombra que proyectaba para examinar el paquete de suministros que le habían dado: palillos, tabletas para depurar el agua, una manta acrílica que pesaba menos de un kilo, un costurero de viaje, una brújula, rollitos de fruta preparada, gafas de sol, pastillas de menta para el aliento, dos navajas, bengalas, cápsulas de cianuro, una hamaca, cuerda, cinta, tiritas, material de primeros auxilios, pero no lo que estaba buscando.

—Es increíble el ejército. Lo que hay aquí no me sirve de nada. Hay de todo menos bronceador.

Ni uno solo de los militares lo miró. Daniel probó de nuevo.

—Feretti, Porro, ¿habéis traído alguno un protector para el sol? Me estoy quemando vivo.

—Jackson, necesitamos que nos traigas esa caja aquí —le dijo Feretti con indiferencia.

Daniel se sacudió toda la arena que pudo. Luego se agachó para seguir tirando de la caja, pero en cuanto se inclinó sintió la espalda como el proverbial perro de lanas metido en el microondas, así que decidió hacer dos viajes. Arrancó la tapa, abrió la caja y cuando vio lo que había arrastrado por el desierto, dio un salto atrás y gritó al mismo tiempo.

—¡Pero bueno! ¿Es que pensabais organizar una guerra aquí? —Dentro de la caja había dos docenas de fusiles de asalto semiautomáticos.

—Gracias a ti, tendremos tiempo de organizar una —farfulló Feretti. Acababa de llegar al punto de ebullición y ver a Daniel contemplando en silencio los fusiles le hacía bullir aún más—. ¿Por qué no haces algo útil, Jackson, por ejemplo leer un poco?

Y con una sola mano lanzó por los aires la mochila de Daniel, que pesaba veinte kilos y fue a parar directamente al pecho de su dueño, haciéndole caer hacia atrás y rodar por la cresta de la duna. Aterrizó unos metros más abajo, en medio de una espectacular lluvia de arena y libros. Cuando pudo incorporarse y escupir un par de veces, la mochila medio vacía siguió rodando hasta que se detuvo en la base de la duna. La convivencia con los militares le iba a resultar difícil.

Feretti se acercó al borde de la duna y vio a Daniel tambaleándose para tenerse de pie. Después se aseguró de que nadie hubiera sufrido daños y volvió a su trabajo. Cuando Daniel levantó la vista, no vio a nadie. Sólo estaban él, los libros y un montón de arena en medio. A regañadientes y dolorido por todas partes inició el largo y asfixiante descenso a la base de la escarpada pendiente. Se agachó para recoger el último libro, tratando de no doblar la espalda, y lo consiguió, pero cuando lo estaba metiendo en la mochila, lo dejó caer. Algo o alguien había pasado por allí.

A pocos pasos, como impreso en la arena, vio algo parecido a las huellas de unas pezuñas. Daniel se aproximó. Las huellas estaban tan hundidas en el árido suelo que sólo era posible que pertenecieran a un animal muy pesado. Estaba claro que eran recientes y se encaminaban a la siguiente duna. El primer impulso de Daniel fue llamar a los demás y enseñarles lo que había encontrado, pero estaba seguro de que lo utilizarían para humillarle más. Miró colina arriba, pero lo militares estaban fuera de la vista. Tras unos momentos de vacilación, decidió ir a ver lo que había a la vuelta de la otra duna. Con las manos cruzadas en la espalda, intentando parecer inofensivo, Daniel siguió la pista alrededor de una duna y después de otra. Las huellas trazaban un intrincado laberinto y luego continuaban hasta la base de una inclinada pared de arena de seis metros de altura. Daniel tuvo que hacer varios intentos hasta que consiguió subir. Echó un vistazo a los alrededores.

Entonces lo vio. Se quedó paralizado de miedo y mirando fijamente la grotesca figura que tenía delante. A menos de un tiro de piedra, un enorme animal de aspecto fabuloso levantó la testa y observó a Daniel entre la neblina de calor que despedía la arena. Del tamaño de un elefante, era un gigante de pelo largo, un horrible híbrido de mastodonte, camello y búfalo. Muchísimo más grueso en la parte superior, tenía unas patas ridículamente delgadas a pesar de su enorme peso.

Ambos mamíferos se quedaron un buen rato mirándose bajo el sol infernal antes de que el más grande apartara la vista con un largo bufido. Volvió a agachar la cabeza hasta el suelo, donde probablemente estaba hurgando en busca de comida, y empezó a cavar con las flacas patas delanteras. Daniel vio que el poderoso animal levantaba inmensos nubarrones de arena mientras escarbaba.

—¿Dónde está Jackson? —preguntó Kawalsky antes de llegar a la cima donde estaba el campamento base. Todo el contingente militar empezó a reír disimuladamente. Todos los ojos se posaron en Feretti.

—Al profesor Jackson se le cayeron los libros por la pendiente —explicó Feretti, señalando el lugar.

La forma en que lo dijo provocó las carcajadas de sus compañeros, pero a Kawalsky no le hizo gracia. Corrió al extremo de la roca y miró a ambos lados. La mochila de Jackson estaba allí abajo, pero abandonada. Con cara seria, volvió al punto donde estaba Feretti y le sacó la verdad. Al instante se puso a dar órdenes. Alertó a la base y organizó una partida de búsqueda. Ordenó a Brown y a Porro que cogieran fusiles, cantimploras y teléfonos de campaña. Los tres estaban a puntos de partir cuando apareció O’Neil.

Al explicarle la situación, repitió casi literalmente las mismas órdenes que había dado Kawalsky, con una excepción: en lugar de Porro, iría él.

Mientras Daniel observaba cómo escarbaba el animal, vio que había algo en la peluda piel que brillaba al sol. El reflejo procedía de la zona que rodeaba la mandíbula de la bestia.

Daniel no le dio importancia al principio, pues le pareció normal en un animal que come, aunque fuera de apariencia tan rara. Pero en cuanto se percató echó a andar en línea recta hacia el engendro, metiéndose la mano en el bolsillo para sacar una chocolatina. Quitó el envoltorio con los dientes y le dio un buen bocado. El animal dejó de escarbar cuando sintió la presencia del humano. Levantó la vista: una mirada potencialmente amenazadora.

Daniel estuvo dudando el tiempo suficiente para preguntarse si era víctima de una insolación o si realmente sabía lo que estaba haciendo. No, estaba seguro de que el reflejo metálico solamente podía ser una cosa. Se acercó más y vio que el animal estaba provisto de arneses, estribos y unas riendas que le colgaban hasta el suelo.

El habitante de la Tierra aspiró profundamente. Aquello era señal inconfundible de que no estaban solos. Significaba que había vida inteligente, una especie capaz de fabricar utensilios y domesticar animales para que les ayudaran a trabajar. El corazón le latía cada vez más fuerte, pero siguió avanzando.

Cuanto más se acercaba, más lento iba. El animal parecía mucho más grande que un minuto antes, unos dos metros hasta los hombros. Y mucho más feo. A primera vista se le había antojado un primo crecido del Ovibos moschatus, el buey almizclero de la tundra de América del Norte. Sin embargo, visto más de cerca, el animal parecía simplemente un primer experimento, poco afortunado, de un cruce de razas. Bien podía ser descendiente de los mamuts del Pleistoceno, o del antílope equiniforme de los Hippotraginae, o posiblemente del extinto rinoceronte lanudo. O de los tres. Tenía la espalda muy alta y encorvada, y un pelo largo y fibroso que le crecía en sucios mechones. La piel grasienta y llena de verrugas de su cara albergaba además un par de ojos saltones y vidriosos a ambos lados de una frente en forma de tocón. Los orificios de su nariz eran brillantes, húmedos y anormalmente grandes. Gruñó al humano, chorreando saliva por la barba. Su actitud parecía cordial.

Asqueado y fascinado a la vez, Daniel siguió avanzando. Aunque le escocía la espalda, no tenía la sensación de correr peligro. El arnés, fabricado con algún tipo de cuero y fibras vegetales, indicaba que seguramente se trataba de un animal domesticado. Además, tenía aspecto de ser lento y torpe a la hora de correr. Como verdadero hijo de ciudad, Daniel no tenía la menor idea del peligro de la situación. Ni siquiera tenía experiencia con ganado e ignoraba que hasta una vieja vaca lechera puede matar a un adulto de una coz. Como la mayor parte de la gente, Daniel quería creer que compartía un especial lazo de simpatía con todos los animales y niños. Sólo los humanos de más de nueve años lo consideraban odioso.

Alargándole la chocolatina con el brazo extendido y tragando saliva con nerviosismo, se acercó un poco más. Cuando estuvo a dos pasos se paró en seco y abrió los ojos dramáticamente. Había una X roja moviéndose a un lado de la sudorosa cara del animal. Daniel tardó un minuto en darse cuenta de que la X era un láser, un dispositivo de localización. Miró frenéticamente a su alrededor y divisó a Kawalsky apuntándole desde una duna. O’Neil y Brown llegaron a la cima y se pusieron a ambos lados de él.

Daniel levantó las monos, como rindiéndose.

—¡No disparéis! —gritó a los militares—. ¡Es manso!

En el instante en que Daniel levantó los brazos, el animal comenzó a arrodillarse con torpeza. Evidentemente, ambas manos arriba era una orden que le habían enseñado sus amos. Desde la posición de los soldados, parecía como si Daniel supiera lo que decía. El animal resultaba tan amenazador como una vaca en monopatín mientras doblaba las patas y se sentaba en la tierra sucia con la X roja del láser apuntándole a la caja de los sesos.

—No le dé de comer —le advirtió O’Neil desde lo alto de un montículo, viendo la chocolatina.

—Lleva arneses —gritó Daniel—. ¡No disparen! —Aunque Kawalsky no tenía intención de disparar hasta que el animal atacara, Daniel estaba seguro de que el tiro sobraría en cualquier momento. Tenía que demostrar que la bestia era mansa antes de que sus compañeros la mataran. Sonriendo nerviosamente, les dijo—: Mirad. No hay razón para temer nada.

Temblando de miedo, dio dos pasos al frente, se paró delante del animal y le ofreció la golosina. Se inclinó hacia delante hasta sentir dos gruesos labios carnosos alrededor de su mano. Cerró los ojos y aguantó. El aliento del animal olía a rayos. Cuando deslizó la lengua, del tamaño de una anguila, por la mano del hombre, el tacto de la saliva caliente fue casi insoportable. Daniel retiró la mano bruscamente dando un pequeño chillido, pero en seguida miró atrás y simuló esbozar otra amplia sonrisa. Para entonces ya estaban más cerca los militares, dejando ver sólo los cascos mientras se adentraban entre las primeras moles de arena. La criatura soltó un gruñido, buscó la chocolatina en al arena, la encontró y se la comió con papel y todo.

Daniel extendió la mano y acarició a su nuevo y peludo amigo. Aunque despedía un penetrante y ofensivo olor corporal, parecía de buen carácter.

—Eres un buen chico, ¿verdad? —dijo Daniel al ogro peludo, empleando el tono de voz cantarín que solía reservar para los animales cariñosos. Sin dejar de acariciarlo ni de rascarle el estropajoso pelo, examinó las riendas y la silla, hechas de piel de animal y hierro bruto. Quien había confeccionado aquello tenía habilidad, pero contaba con pocos medios—. ¿Quién es tu dueño? —preguntó, tocándole debajo de la carnosa y húmeda oreja para darle una agradable rascadita.

Pero se equivocó al tocar allí. Con la velocidad de un conejo asustado, el portaaviones con patas se puso en pie y salió corriendo a velocidad de vértigo. A Daniel sólo le dio tiempo para apartarse, pero, por desgracia, se le enredó el pie en un lazo de las riendas. Medio segundo después sintió el tirón en el pie, arrastrándole violentamente, y lo siguiente que supo fue que estaba haciendo surf por la accidentada arena del desierto a una velocidad capaz de romperle el cuello a cualquiera, y que quien tiraba de él era aquel demonio.

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