Fue entonces cuando Daniel comprendió por qué le sonaba tanto el interior de la pirámide. Era una versión mucho más evolucionada de la pirámide de Kefrén. Tal vez se tratara de la estructura que habían intentado reproducir los antiguos egipcios. Con triunfante alborozo, se dio cuenta de que desde siempre había estado en lo cierto. Dio un salto y gritó a las dunas:
—¡Lo sabía!
O’Neil no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo Daniel. Lo miró fríamente mientras el otro giraba y bailaba sobre la arena en una improvisada fiesta de celebración, riendo, elevando las manos al aire y gritando «¡Lo sabía!» más de veinte veces. O’Neil decidió ignorarlo y continuó haciendo cálculos. Ideó un plan y regresó a la rampa para dar órdenes.
Una mentira piadosa
Se sentó a la sombra entre dos dunas observando al Oficial Científico Brown, que golpeaba el puntero con el martillo para recoger muestras del suelo y minerales. Brown metía las muestras en una serie de cubetas de cristal numeradas, murmurando una sarta infinita de hechos y números en una grabadora. Él y Daniel estaban a casi quinientos metros de los obeliscos, pero incluso a esa distancia parecía que la pirámide, la más primitiva y misteriosa de todas las construcciones, estuviera encima de ellos.
Daniel había vuelto a entrar en la pirámide en busca de información, sobre todo las escrituras que esperaba encontrar. Las constelaciones labradas en la rueda giratoria del interior de la Puerta eran los únicos jeroglíficos existentes. Esta ausencia de señales lo confundía. Mientras contemplaba a Brown ejecutando su labor con sumo cuidado, no dejaba de pensar en cuál sería el siguiente paso que daría el equipo.
Cerca de allí O’Neil había encontrado un saliente de piedra natural y, con un par de prismáticos, se dedicaba a otear el interminable paisaje de dunas de color beis. Kawalsky y Porro subieron la ladera arenosa del risco en el que se hallaba O’Neil. Ambos estaban empapados en sudor.
—Coronel, hemos peinado la zona de cuatrocientos metros de circunferencia. Nada que informar. Esto es un arenal.
Daniel les oyó con toda claridad.
—Muy bien. Buen trabajo —dijo O’Neil—. Vamos a acabar. Que todos vuelvan adentro. Quiero que estéis todos de regreso dentro de una hora. Ya os indicaré el equipo que quiero quedarme.
O’Neil lanzó una mirada a Daniel y se encaminó hacia él.
Kawalsky no estaba seguro de haber oído bien, así que preguntó al coronel.
—¿Qué quiere que volvamos adentro? ¿Es que piensa quedarse una temporada? —Sólo estaba bromeando, pero de repente se dio cuenta de que no se trataba de un broma. O’Neil continuó por la arena hacia Daniel—. ¿Señor? Señor, usted volverá con nosotros, ¿verdad?
No hubo respuesta. Cuando O’Neil llegó donde estaba Daniel, se detuvo y gritó a los hombres, que estaban diseminados por las dunas adyacentes:
—¡A recoger! ¡Es hora de volver a casa!
—¿Volver? —Daniel sabía que era imposible. Aún no tenía suficiente información. Miró entre las dunas, fingiendo observar la pirámide. Sabía que O’Neil estaba a punto de darle la orden que no podía ejecutar.
—Dispóngase a moverse. Tenemos que llevarle dentro para que pueda empezar el trabajo en la Puerta.
Kawalsky, Reilly y Feretti llegaron a tiempo para escuchar cómo Daniel le decía al coronel:
—Necesito más tiempo. Hay que seguir explorando. Es muy posible que haya otras estructuras por aquí. Otros signos de civilización. Si pudiera encontrar…
—Eso estaría muy bien, Jackson, pero no en este viaje. Le necesitamos para que vuelva a restablecer contacto con al Puerta que hay en la Tierra.
Los soldados llegaron a la cima de la duna y rodearon a O’Neil, empeñado en ejecutar su plan. Daniel se vio en el aprieto de tener que darle la mala noticia delante de los otros.
—Usted no lo entiende. Esta estructura es una reproducción casi exacta de la pirámide de Kefrén. —Por fin estaban al tanto de la cruda realidad.
—¿De qué demonios hablas? —preguntó Feretti con expresión compungida. Evidentemente, Daniel había sobreestimado los conocimientos de egiptología del grupo.
—Hablo de que no vamos a encontrar jeroglíficos ni mapas de las constelaciones dentro de esta pirámide. Ninguna clase de escritura. He inspeccionado cada rincón.
—Escupe ya, Jackson. —De repente, Kawalsky estaba muy interesado por lo que Daniel tenía que contar.
—Miren, allá en la Tierra, las coordenadas estaban en unas tablillas muy complicadas, ¿no lo recuerdan? —dijo, intentando animarles con sus palabras—. Por tanto, aquí debe de haber algo parecido. Lo único que tenemos que hacer es ampliar el radio de búsqueda y encontrarlo.
Kawalsky entró en combustión espontáneamente y saltó sobre Daniel.
—Tu única labor era hacer girar ese jodido anillo y llevarnos de vuelta. Ahora bien, ¿sabes hacerlo o no?
Daniel tragó saliva.
—No.
O’Neil puso la mano en el pecho de Kawalsky y se interpuso entre él y Daniel, tan frío como siempre.
—¿No puede o no quiere? —preguntó.
—Dijo que podía —rugió Kawalsky.
—Supuse que encontraría informa…
—¿Supuso? —El enfado de O’Neil era evidente.
Kawalsky no pudo soportarlo más. Alargó el brazo por delante del coronel y agarró a Daniel por la pechera, atrayéndolo hacia sí.
—¡Ése no fue el trato, Jackson!
—Teniente. —La voz serena de O’Neil paralizó a Kawalsky, pero no convenció a éste de que soltara al otro.
—Ésta sí que es buena —protestó Feretti—. Si no me equivoco, eso significa que estamos atrapados aquí. ¡Lo que nos faltaba!
Kawalsky hacía sudar tinta a Daniel, clavándole unos ojos que eran puro odio.
—Escúchame, mentiroso hijo de puta —dijo levantándolo del suelo—. O haces que funcione ese trasto o te parto el cuello. —Y se sentía capaz de hacerlo en ese mismo instante, así que le dio un envión y Daniel cayó de espaldas en el suelo.
—Ya basta —anunció secamente O’Neil—. Montaremos el campamento base aquí mismo. Kawalsky, organice a los hombres para que traigan las vituallas.
—¿Montar un campamento base? —preguntó Kawalsky, incrédulo—. El objetivo de la misión es reconocer a fondo una zona de cuatrocientos metros de circunferencia y regresar por el aparato. ¿De qué sirve…?
O’Neil estaba harto de charla.
—¡Ya basta, teniente! Usted no está al mando de esta misión.
Aquello fue como desvariar en el peor momento, de la peor manera y ante la persona menos indicada. Kawalsky dio un amenazador paso al frente y se plantó delante de O’Neil. Por un instante, todos hubieran jurado que estaban a punto de pelear. No hacía falta que nadie recordara a Kawalsky quién estaba al mando. Había sido su herida desde que O’Neil apareciera de improviso para relevarle. Hasta este momento había sido capaz de reprimir su ira, ocultándola tras su profesionalidad. Pero para él estaba claro que todo el proyecto se había ido al garete en el instante en que O’Neil había tomado el mando. Y ahora estaban allí, abandonados en aquel infierno sahariano con una provisión de agua para tres días a lo sumo. Parecía como si a O’Neil nunca le hubiera parecido importante el éxito de la misión, y eso hacía sospechar a Kawalsky que tal vez estuviera persiguiendo un objetivo secreto, algo concertado entre él y el general West. Tenía todos los motivos del mundo para odiar a O’Neil.
Cuando Kawalsky se adelantó, O’Neil no hizo ademán de defenderse, retando literalmente al otro a que le atacara. Pero al segundo siguiente, Kawalsky hizo lo que O’Neil sabía que haría: obedecer las órdenes. Tras un tenso y amenazador instante, Kawalsky escogió detalladamente las provisiones.
—¡Feretti! ¡Freeman! ¡Reilly! ¡Porro! ¡Volved dentro! —Se giró y se deslizó por la duna, iniciando los primeros pasos del largo regreso a la pirámide.
O’Neil se volvió a Daniel, mirándolo un rato antes de decir:
—Ahora que ha puesto usted en peligro la vida de todos menos la mía, haga el favor de ir con esos hombres y ayude a traer el equipo.
Daniel no creía que seguir a Kawalsky a las oscuras entrañas de la pirámide fuera la acción más segura en ese momento, pero al menos no le pareció tan peligroso como quedarse en el desierto con O’Neil, así que bajó de la duna detrás de los militares.
Una hora después, los militares ya estaban levantando el campamento, clavando largos piquetes en la tierra para montar las tiendas, desempaquetando todos los aparatos y accesorios de comunicación adicionales, y amontonando los embalajes para levantar una pared que hiciera sombra. Ninguno discutió el limitado suministro de aguas y víveres, pero todos pensaban en lo mismo.
Daniel estaba seguro de que Kawalsky le había hecho transportar el objeto más pesado del carro. Fue un trabajo asfixiante, lento y agotador, arrastrar una caja de dos metros de longitud por cincuenta centímetros de grosor y anchura para subirla luego por la escarpada ladera de la última duna. A media subida, se paró a descansar y escuchó la discusión de los soldados.
—¡No me lo puedo creer! ¡Estamos atrapados! —Era la cantinela de Feretti.
—Déjalo ya, pesimista —dijo Freeman.
—Es verdad —concedió Reilly, levantando la vista de los piquetes que estaba clavando para poner la tienda—. Si no volvemos pronto, lo único que tienen que hacer es accionar la Puerta desde la Tierra.
—Escucha, imbécil —dijo Feretti a Reilly, con ganas de sermonearle—, no tienes más que preguntarte cómo has llegado aquí. ¿Acaso era una carretera de dos carriles? No. Saliste disparado por un cañón de energía a cincuenta mil millones de kilómetros por hora, en forma de mierda interestelar de masa cero, ¿te acuerdas? Pues ahora piensa: ¿cuántas direcciones seguías a la vez? ¡Una! ¡Una sola dirección! Pero hay más. No sólo está ahora el silo más vacío que una iglesia un sábado por la noche, sino que, además, aunque los científicos den media vuelta y regresen al silo, y aunque pongan en marcha de nuevo el maldito cacharro galáctico, ¿qué harás tú? ¿Nadar contra corriente?
El Oficial Científico Brown les oía. Abandonó un instante el montaje del escáner y dijo:
—Feretti tiene razón. El rayo de luz se mueve en una sola dirección a la vez. Estamos hundidos en la mierda.
En el interior de la sala donde estaba la Puerta, O’Neil levantó la última caja que había en la vagoneta y se dirigió a la salida para echar una ojeada al largo corredor, negro como un tizón de no ser por unas cuantas luces artificiales. No vio a nadie. Depositó la caja en el suelo y volvió a la vagoneta. Se metió la mano en el bolsillo y sacó una extraña herramienta, con la que se puso a trabajar. Un instante después oyó la voz de Kawalsky, que le hablaba desde la puerta.
—¡Señor! El campamento base ya está listo, señor.
Acariciando fríamente la herramienta, O’Neil se dio la vuelta tranquilamente para mirar al intruso, con expresión tan impasible como siempre. Asintió vagamente.
—Quiero disculparme por haber perdido los nervios —empezó diciendo Kawalsky. O’Neil deslizó la mano en el bolsillo y volvió a sacarla sin que el teniente se percatara de nada—. En parte es porque parece que aquí pasan más cosas de las que uno ve con los ojos.
—¿Y qué? —preguntó O’Neil, dando a entender a Kawalsky que su trabajo no consistía en saberlo todo.
—Por ejemplo —insistió el teniente—, ¿qué es eso que dijo usted de que no iba a regresar con nosotros? ¿De qué va todo esto?
—Disculpas aceptadas —dijo secamente O’Neil—. Esta caja va al campamento. —Kawalsky permaneció inmóvil, esperando una respuesta más racional, más humana. Pero O’Neil no se inmutó—. Puede retirarse, soldado.
Furioso y disgustado, pero disimulando la ira, Kawalsky se agachó y recogió la última caja. Hizo que O’Neil viera con qué facilidad la levantaba, utilizando su fuerza para lanzar al coronel una amenaza velada: Si quisiera, te partiría en dos con mis manos. Se puso la caja al hombro y se alejó.
En cuanto se fue, O’Neil volvió a la vagoneta. Introdujo la extraña herramienta en una hendidura situada entre las tablas del fondo y giró con fuerza, dejando al aire un compartimento oculto. Se abrió una especie de trampilla. O’Neil metió la mano y sacó un par de pesados cilindros de acero. Los brillantes cilindros eran las dos mitades que, encajadas, formaban un aparato muy sofisticado desde el punto de vista tecnológico. Juntó las líneas indicadoras de ambos tubos y apretó con fuerza hasta que los dos quedaron ensamblados firmemente produciendo un chasquido agudo. Una vez finalizada esta operación, se abrió una ventanilla de cuatro centímetros cuadrados en el extremo del aparato. Dentro había una llave cuadrada de color naranja. O’Neil la cogió, cerró la ventanilla y, con suma cautela, depositó de nuevo el artefacto en el escondite de la vagoneta.