Kawalsky y Feretti apuntaron instintivamente con sus armas e hicieron intención de retirarse para ocupar mejores posiciones, pero O’Neil les hizo seña de bajar las armas y se quedó contemplando cómo les observaban los intrigados mineros. No había malicia en la creciente muchedumbre, pero tampoco parecían darles la bienvenida. Ninguno de los dos bandos sabía qué hacer.
—Retirada —decidió Kawlasky. Rectificó inmediatamente—. ¿Nos retiramos, señor?
—¿Qué conseguiríamos? —preguntó O’Neil después de pensárselo—. Al menos podíamos conocer a nuestros vecinos. —Y empezó a bajar la pendiente.
—¿Qué carajo hace ahora? —Sin embargo, Brown sabía exactamente lo que hacía el otro.
—Vayamos con él —sugirió Kawalsky, poniéndose en pie.
Ahora eran miles los ojos puestos en los extraños visitantes que descendían por una de las guías que bajaban hasta el fondo. Algunos de los que estaban en los riscos se quedaron inmóviles, dejando las herramientas en el suelo. Por el ondulado valle seguían llegando hombres, apiñándose para ver a los primeros viajeros desconocidos de la historia.
Al descender, Daniel tuvo la sensación de que algo le estaba tragando. O’Neil encabezaba la marcha, sin dejar de observar cómo aumentaba abajo el número de curiosos. Por suerte, no había indicios de hostilidad; parecían gente pacífica. No obstante, había algo extraño en la forma que tenían de arremolinarse, si bien no podían definir lo que veía de raro en su conducta. Lanzó a la multitud una de sus más frías miradas, con la intención de intimidar a todo el mundo, pero cuando vio que no era necesario decidió que le siguiente paso era el diálogo.
—Jackson, ven aquí —dijo, tirando del egiptólogo—. Habla con ellos.
—¿Qué? ¿Por qué supone que yo…?
—Piensa algo y dilo.
Daniel vaciló pero accedió. Con todos los mineros escrutándole, pasó lentamente por delante de O’Neil y se detuvo al fondo del barranco. Se acercó a uno de los hombres, dentudo y delgado, y pronunció unas históricas palabras de contacto entre dos culturas separadas por distancias enormes:
—Yo… Hola. —El minero se volvió y rió exageradamente sin mirar a nadie en concreto. Estaba muy tenso por ser el elegido—. Yo, Da-niel —dijo señalándose con el dedo—. ¿Y tú?
Caras de póker por doquier. Daniel probó con un saludo al estilo japonés. Esta vez tuvo más éxito, pues varios hombres de las primeras filas le devolvieron torpemente el gesto. Fue el comienzo.
—
Essalat imaná
—dijo formalmente, saludando una vez más. Los mineros arquearon las cejas y se miraron. Era evidente que no hablaban arameo. Cambiando de táctica, Daniel empezó a hablar en antiguo egipcio, una lengua que no se había vuelto a hablar en la Tierra en los últimos 1700 años. Pero dado que nadie sabía pronunciar el equivalente fonético de los jeroglíficos, lo único que podía hacer era seguir probando.
—
Neket sennefer ado ni
—anunció. «Venimos en son de paz». Los mineros se le quedaron mirando, cortésmente pero sin entender nada. Lo intentó de nuevo haciendo algunas variaciones con la estructura vocálica de la frase, pero ninguna funcionó. O no entendían o no sabían hablar antiguo egipcio.
Probó con otras posibilidades menos probables. Saludó en bereber, osmótico, antiguo hebreo y chadiano. Pero nada. Fue un momento de lo más frustrante. Había pasado toda su vida estudiando estas lenguas, alcanzando unos niveles de fluidez que trascendían lo meramente útil, y ahora que tenía la increíble ocasión de practicar, descubría que no le servían para nada.
Levantó la vista hacia los ardientes soles que esperaban su siguiente movimiento y empezó a juguetear distraídamente con el medallón que le colgaba del cuello. De repente, un hombre que estaba cerca se separó del grupo y se puso a gritar como un salvaje a los demás mineros, con expresión de terror en el rostro.
—
¡Naturru ya ya! ¡Naturru ya ya!
—gritaba sin parar al tiempo que retrocedía, retorciéndose de espanto, como si Daniel fuera a azotarle en cualquier instante.
Los otros mineros empezaron arrodillarse inmediatamente, pegando la cara a la arena en una postura de abyecto servilismo y sumisión. A los pocos segundos, las palabras «naturru ya ya» habían resonado en todos los rincones de la mina, obligando a los miles de hombres a postrarse. Daniel retrocedió unos pasos.
—¿Qué demontres les has dicho? —preguntó O’Neil con exigencias.
—Nada. Sólo he saludado.
—Maldita sea. Te dije que te comunicaras con ellos.
—¿Y cómo? —dijo Daniel, señalando a las masas arrodilladas.
—Por el copón de la baraja, Jackson, comunícate.
Exasperado, O’Neil observó a la multitud unos instantes y se acercó a un muchacho. Lo levantó con una mano y le ofreció la otra, pero al ver que el muchacho no entendía le tomó una mano y se la estrechó, diciendo:
—Hola. Estados Unidos de América. Coronel Jack O’Neil.
El chico parecía estar ya con rigor mortis. Asustado y perplejo, estaba a punto de llorar. Cuando O’Neil se dio cuenta de su estado, le soltó la mano y dejó que se alejara corriendo.
—Todo sea por la comunicación —murmuró Daniel.
—Coronel, las once en punto —dijo Kawalsky, llamando la atención sobre algo que se acercaba por el valle. Era otro animal, parecido al de antes, sólo que éste iba gualdrapeado con adornos de planta y tenía el pelo cuidadosamente trenzado. Sobre su encorvada espalda iba una tienda decorada y en el interior había un pasajero protegido por unos cortinajes. Mientras avanzaba, el animal iba abriendo un surco entre la multitud como una embarcación principesca deslizándose por un río de nenúfares.
Andando al lado del animal, hablando animadamente al ocupante de la litera, iba el mismo chico al que O’Neil había dado la mano. De repente se abrió la cortinilla y desde dentro salió un grito furioso contra el muchacho, que retrocedió rápidamente.
El animal llegó hasta ellos escoltado por un pequeño cortejo en el que había unas cuantas mujeres. Los militares pensaron que estaban a punto de conocer a uno de los capataces de la cantera, así que se prepararon para el enfrentamiento. Pero cuando se abrió la puertecilla vieron a un enjuto viejecillo que se deslizó por el lomo de la bestia con increíble agilidad. Llevaba una túnica roja que no se parecía a las de los demás hombres. En la cabeza lucía un tocado similar al de los beduinos de Oriente Próximo y su barba gris destacaba por lo bien cortada y arreglada.
Parecía un hombre serio y concentrado. Fue directo a Daniel y, sin previo aviso, cayó de rodillas y empezó a recitar una especie de oración. Hablaba a toda velocidad a pocos centímetros de los pies de Daniel, que se volvió a sus compañeros y preguntó:
—¿Qué hace?
—¡Yo no saber nada, oh, Sagrado Amo! —respondió Kawalsky con una reverencia.
Era evidente que lo habían tomado por quien no era. Daniel se agachó para escuchar al hombrecillo, mientras éste recitaba la larga invocación. Sus palabras sonaban a omótico o bereber, tal vez a chadiano. Pero fuera lo que fuese, no lo reconoció. Luego, tal como había empezado, el viejo cesó de hablar. Volvió a ponerse en pie y este gesto fue imitado por todos los hombres del valle. Hizo una seña a las mujeres para que se acercaran y dos de ellas, que llevaban agua en cántaros de barro, le obedecieron.
La más joven se acercó a Daniel y le entregó un pedazo de tela muy suave. Luego levantó el cántaro como para derramar agua. ¿Quería mojar el paño? Daniel estiró la mano en que ella había depositado la tela, pero la mujer le indicó con un gesto que la apartara. Cuando Daniel entendió por fin lo que quería decirle, ya era demasiado tarde. La miró a los ojos y quedó electrocutado por su belleza, por el increíble magnetismo de su mirada. Su mente se movió en barrena y empezó a tener la intensa sensación de que la conocía. Pero ¿cómo se puede sentir algo así ante una persona sabiendo que no la has visto nunca? Tal vez fuera el primer síntoma de insolación. Debía de tener una expresión rara, porque la joven estiró la mano y le secó la frente con el paño. Daniel quedó sorprendido por la exquisita ternura del gesto, la delicadeza con que la tela húmeda le había acariciado la frente. Volvió la joven a volcar el cántaro y esta vez Daniel, sin dejar de mirarla, supo lo que tenía que hacer. Juntó las manos y bebió mientras le lanzaba una mirada expresiva.
La joven, de unos veinte años y muy apocada, se volvió a continuación hacia Kawalsky. Daniel vio con desilusión que le enjugaba la frente del mismo modo. Sólo era parte de la ceremonia. El viejo le habló de nuevo y él hizo todo lo posible por escuchar, hasta que al final tuvo una brillante idea.
Sacó una chocolatina medio derretida, le quitó el papel y se la dio a probar. El pobre hombre entendía las intenciones de Daniel, pero evidentemente tenía miedo de comer aquella exótica sustancia marrón. Para él, como para los humanos de cualquier lugar, los comestibles raros le parecía feos y potencialmente venenosos. Pero después de dudar unos instantes, alargó la mano, tomó la barra, la mordió y dilató los preocupados ojos mientras masticaba. Su rostro entero se iluminó con una sonrisa.