Stargate (21 page)

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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción


Bonniui
—dijo.


Bonniui
—respondió Daniel, emocionado por haber podido comunicarse con él.


Bonniui
—repitió el anciano, sancionando el nuevo sabor.

—¿Qué quiere decir? —interrumpió Kawalsky.

—No tengo ni la más remota idea —contestó Daniel, emocionadísimo.

Señalando con el dedo y gesticulando, el hombre invitó a sus visitantes a que le acompañaran a algún lugar situado más allá de las paredes de la mina.

—Nos está invitando a ir a algún sitio.

—¿Adónde?

—¿Y yo qué sé? Por allí…

El pelotón miró a O’Neil en espera de órdenes, pero el coronel aún no había tomado ninguna decisión. Estaba mirando al viejo como un halcón, escrutándolo para detectar el más leve signo de engaño. No quería caer en una trampa. Sin embargo, al hombrecillo le confundía este silencio, así que volvió a repetir la invitación haciendo más gestos y más exagerados. Daniel intentó convencer a O’Neil.

—¿No buscamos signos de civilizaciones? Muy bien, pues hemos dado en el blanco. Si queremos encontrar los símbolos de la Puerta y volver a casa, tenemos que ir con ellos. Es lo mejor que se me ocurre.

O’Neil continuó petrificado, inexpresivo como una pared de ladrillo. Aunque era un argumento muy convincente, sabía que lo que más estimulaba a Daniel era la posibilidad de jugar a arqueólogo. Pero lo convencieron las razones que le dio Brown.

—Probablemente tiene razón, señor. He tomado algunas lecturas de la cantera. Es el mismo cuarzo del que está hecha la Puerta.

—De acuerdo. No tenemos alternativa —concluyó O’Neil—. Envíe un mensaje por radio al campamento base y diga que vigilen la zona hasta que volvamos…

Salieron de la mina siguiendo una vía ancha y serpeante, con el viejo en cabeza de un ejército de diez mil hombres. Al final del camino había otros dos altos obeliscos que flanqueaban la entrada de la cantera. Daniel rompió filas y se apresuró a ponerse al lado del anciano para observar sus modales y su ropa.

Se llamaba Kasuf y, aunque el protocolo exigía que anduviera solo. Quería saber algo más de los visitantes, así que dejó que Daniel caminara junto a él. No estaba seguro de que fuesen dioses, pero como había disminuido la producción de cuarzo, prefería no correr riesgos. Veía que tenían armas muy avanzadas y que no eran totalmente amistosa sus intenciones. Podían ser peligrosos llegado el momento. Tanto si eran dioses como si no, Kasuf no quería tentar a la suerte y decidió que lo mejor era tratarlos como si lo fuesen.

El que iba a su lado, el de gafas, el que no hacía más que estornudar, ése sí que parecía cordial y pacífico. Pero era un charlatán. Kasuf escuchaba pacientemente la perorata que le soltaba el joven, pero no entendía nada.

Daniel nunca había tenido tantas dificultades de comunicación. Sentía que estaba a punto de perder los nervios, así que respiró profundamente y siguió marchando al lado del anciano en silencio. Lo único que aprendió antes de volver a reunirse con los militares fue que los animales gigantescos se llamaban
mastadges
.

Los bichos estaban a cargo de sendos adolescentes de buen aspecto. Más limpios y jóvenes que los mineros, los «pastores» llevaban un corte de pelo rarísimo, pues de la cabeza prácticamente afeitada colgaban largos mechones. Junto a Kasuf iba el muchacho que al parecer era el jefe de los pastores, el mismo joven que poco antes había dado la mano a O’Neil contra su voluntad.

Se llamaba Skaara. Era un joven delgado y guapo que caminaba con los hombros y la barbilla bien erguidos. Estaba enfadado consigo mismo por haber huido de O’Neil y decidido a demostrar a toda costa su valentía.

La caravana empezó a serpear por el desierto. Recorrieron casi dos kilómetros antes de que el polvo blancuzco de la cantera permitiera ver el suelo natural del lugar, la misma sílice parda que los militares habían visto alrededor de la pirámide. ¿Cuántos siglos de extracción de cuarzo habían tardado en formarse aquellas fantásticas dunas blancas?

Daniel siguió intentándolo. Al volver a la formación, importunó a todos lo mineros que iban a su lado haciéndoles una pregunta tras otra, todas incomprensibles. Quería aprender los nombres de las cosas, esperando dar con alguna pista lingüística que le enseñara se idioma. Iba casi todo el tiempo tropezando, profundamente interesado por todo lo que le rodeaba, aunque había dos cosas que le distraían: la odofobia, que le hacía estornudar a cada instante, y la chica.

Iba unos metros detrás de él y Daniel no dejaba de inventar razones para girar la cabeza y mirarla. Cada vez que sus ojos se encontraban, ambos apartaban la vista, nerviosos. Estaba preguntándole a un perplejo minero que iba a su lado por la agricultura del lugar cuando notó que le rozaban en una de sus zonas más íntimas. Dio un respingo y, al girarse, vio al monstruo asqueroso que lo había arrastrado por el desierto. Ahora quería lamerle cariñosamente.

—Largo de aquí —exclamó Daniel, dándole un manotazo.

El animal soltó un grito, un balido como de una cabra de diez toneladas. Cuantos presenciaron la escena la encontraron muy graciosa. Se desternillaban, pero nadie se reía tanto como un pastor de aspecto muy extraño. Era más bajo que los demás y la forma de su cabeza resultaba verdaderamente rara. Por encima de sus cejas de Cromañón tenía un bulto que parecía un cuerno con ganas de salir y sus enormes dientes equinos sobresalían tanto que parecían hachas de guerra. Se llamaba Nabeh.


Mastadge
—dijo el muchacho, sonriendo.

Tanto el animal que iba en cabeza con Kasuf como el que intentaba acariciar a Daniel se llamaban
Mastadge
. Sin embargo, había una enorme diferencia entre la majestuosa bestia que iba en cabeza y el baboso y maloliente engendro que estaba fastidiándole.

La caravana torció y se encaminó por un largo valle flanqueado a la derecha por una escarpada sucesión de picos rocosos. Veinte minutos después se detuvieron al pie de los riscos. Daniel miró atrás y vio que las miles de personas que marchaban en hilera no habían terminado aún de cruzar la última cresta que protegía el presente valle. Kasuf los condujo pendiente arriba en dirección a una hendidura abierta en las colinas. Cuando llegó, hizo un alto y llamó a Daniel, mostrándole una larga llanura.

A lo lejos, Daniel vio las altas murallas de unas enorme fortaleza, una ciudad. Era la antiquísima morada de aquellas personas y se elevaba como una isla sobre el infinito océano de arena. Sorprendido, se volvió de espaldas y se puso a gritar a sus compañeros.

—¡Es una ciudad!

Mientras O’Neil corría a inspeccionar la escena, Daniel tuvo tiempo de localizar otra vez a la chica en la multitud. Se miraron durante una fracción de segundo y luego hicieron como si se estuvieran fijando en otra cosa. El cruce de mensajes no pasó inadvertido a Kasuf.

—Cierra ya el pico —le ordenó O’Neil en cuanto llegó a la cima. Inspeccionó el paisaje y volvió a bajar para hablar con sus hombres. Les explicó que entrarían en la ciudad amurallada uno por uno, a intervalos de diez pasos: primero Brown, luego Kawalsky, luego Jackson y el último él. Kawalsky sabía que era el orden en que O’Neil había decidido sacrificarlos si por casualidad caían en una emboscada.

Cuando el coronel partió para explicarle el plan a Daniel, Kawalsky miró a Brown y le dijo:

—En cuanto estés dentro, mira arriba y atrás. Estaré a dos pasos de ti.

Cuando estuvieron a doscientos metros de la ciudad, Kasuf hizo una seña. Una de las mujeres se adelantó con un cuerno de animal. El anciano se lo llevó a los labios y emitió un mensaje para la ciudad. Se abrieron las enormes puertas entre los dos torreones principales. Éstos, de más de veinte metros de altura, estaban hechos del mismo material que el resto de la ciudad: piedra sólida de color paja. La muralla se extendía de forma irregular en ambas direcciones varios cientos de metros y su altura era algo inferior a la de las torres, como un edificio de seis pisos. Kasuf había enviado por delante a unos cuantos chicos sin que O’Neil hubiese tenido tiempo de impedirlo, así que cuando Brown llegó a la puerta ya había una multitud de curiosos en la entrada.

Antes de entrar, Brown sabía que no había forma de evitar una emboscada en caso de que aquella gente la hubiera preparado. En el interior de la ciudad había más edificios altos que formaban calles estrechas. El aire era denso a causa de la superpoblación. Una red de pasarelas enlazaban lo pisos superiores de las casas, atestadas de espectadores que podían tener armas escondidas bajo las largas túnicas.

En los últimos minutos Daniel había sufrido otro ataque de estornudos, despertando miradas de extrañeza en los que marchaban junto a él y luego en las personas que lo observaban desde los tejados grisáceos. A estas molestias se añadía la presencia de su asqueroso amigo, el
mastadge
, empeñado en empujarle con su grasiento hocico, ávido de chocolatinas. Cuando se acercó a las puertas, por las que cabían sobradamente diez personas en fila, la distancia entre él y la muchacha se redujo. Ahora iban prácticamente juntos y Daniel se puso rojo como un tomate. Se devanó los sesos buscando algo apropiado que decirle y, estaba a punto de hablar, cuando el
mastadge
volvió a pasarle el hocico por una zona muy sensible. Daniel sacó inmediatamente otra chocolatina del bolsillo, pero antes de dársela, se la enseñó al animal.

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