Aún no estaba muy seguro de no estar metido en un sueño o pesadilla de arqueólogo. La vestimenta de aquella gente, sus costumbres, su arquitectura, su economía, cada detalle le fascinaba y daba forma a las ideas que había concebido sobre la vida junto al Nilo entre 800 y 200 a. de C. Pero nada de lo que había visto o aprendido le ayudaba en la misión que tenía encomendada: encontrar el código que activara la Puerta de las Estrellas de la pirámide. Recordó la discusión que había mantenido en la sala de conferencias con el general West y la promesa que le había hecho de hacer regresar a los soldados a través del artilugio. Desde que había llegado a aquel extraño lugar y visto la gran pirámide vacía de las dunas, había olvidado esa promesa. Decidió que al día siguiente reanudaría su trabajo. Para hacerlo, tendría que abandonar Nagada.
Aunque estas personas amables habían sido generosas y hospitalarias por demás, no parecían dispuestas a ayudarle a encontrar los jeroglíficos que necesitaban. Evidentemente sabían lo que era la escritura; si no, no hubieran reaccionado con tanta rapidez y energía. Después del episodio de la cena con Kasuf, Daniel lo había intentado de nuevo con las mujeres que le habían conducido al dormitorio. Una de ellas tenía una pieza de plata pulida que utilizaba como espejo. Daniel había volcado unos polvos en su superficie y escrito un par de símbolos. Pero las mujeres habían recibido estos intentos de comunicación con la misma reacción que Kasuf. Le quitaron el espejo y le pegaron en los dedos. La teoría de O’Neil tenía sentido: era como si tuvieran prohibido escribir. Pero la pregunta de quién lo había prohibido no era asunto de Daniel. Al menos de momento.
Decidió que lo primero que haría a la mañana siguiente sería convencer a aquellas personas de que lo llevaran a otra ciudad donde la gente supiera hablar, escribir y pensar por sí misma.
Sintió que se dejaba llevar. Oyó una procesión de músicos que avanzaba por la calle, camino de la vivienda en que se encontraba. Un instante después, oyó un inconfundible susurro al otro lado de la puerta. Se incorporó de inmediato, pensando que podía correr peligro. Vio que una mano apartaba las cortinas que hacían de puerta de la habitación.
Era ella, la muchacha que tanto había despertado su interés. Avanzaba hacia él, sin levantar los ojos del suelo, envuelta en una larga túnica blanca, exactamente igual a la suya. A Daniel se le subió el corazón a la garganta. Se puso en pie preguntándose qué era todo aquello. La chica parecía nerviosa, insegura conforme se acercaba. Cuando estuvo a medio camino, se paró y se aflojó el nudo de la túnica, dejando que ésta cayera al suelo, poniendo al descubierto su hermoso cuerpo desnudo.
Daniel tragó saliva.
El hallazgo
Todo en aquella primitiva ciudad era tosco, ruinoso y lleno de grietas. La argamasa que recubría la habitación de Daniel parecía llena de cuchilladas bajo la oscilante luz del candil, y este fondo hacía que la suave piel tostada de la chica pareciera sobrenatural. Allí estaba ella, con la túnica caída a los pies, temblando y mirándolo. Ninguno de los dos sabía qué hacer.
Pasado el primer susto, Daniel se sonrojó, pero en seguida se dio cuenta de lo que pasaba.
—No tienes por qué hacerlo —dijo, agachándose para recoger del suelo la ropa de la muchacha y viendo lo asustada que estaba la delicada criatura.
Era evidente que los Ancianos le habían visto mirarla y habían decidido entregársela a modo de regalo. De repente se sintió avergonzado. Había sido muy indiscreto y su apasionamiento había sido la causa de que la inocente chica tuviera que pasar por el traumático episodio. Recogió la túnica e hizo ademán de ir a ponérsela sobre los hombros, pero, ante su sorpresa, ella se resistió a que la vistiera. Aunque no entendía las palabras de Daniel, él intentó explicárselo.
—Lo siento, de verdad que lo siento mucho. No te preocupes, no tienes que hacerlo. En serio, me gustas, créeme. Eres realmente hermosa, pero… ¿me entiendes?
Finalmente, la chica se dejó cubrir con la túnica. Daniel la rodeó tiernamente con el brazo y la acompañó hasta la puerta. Apartó la cortina y, para reafirmar lo mucho que le gustaba, le pasó la mano por la mejilla y sonrió con afecto.
Aproximadamente un centenar de personas, entre ellas los Ancianos, se habían congregado en la pasarela esperando el resultado de la visita de la muchacha, y otros tantos ciudadanos miraban absortos desde los balcones del edificio de enfrente.
—¿
Kha shi ma nelay
? —preguntó Kasuf a Sha’uri—. ¿
Ka shi
?
La muchacha trató de explicarle algo al viejo, pero éste había perdido los estribos y le gritaba furioso, señalándola con el dedo. La joven desistió, agachó la cabeza y empezó a sollozar. Kasuf miró a Daniel, mostrándose repentinamente humilde y simpático, y comenzó a disculparse en su propio idioma, temiendo que la chica hubiera hecho algo molesto para el huésped. Rebajándose de una manera teatral, se adelantó y asió a la chica por la muñeca con intención de arrastrarla, pero Daniel la liberó sin dilación y la atrajo de nuevo hacia sí. Le pasó una mano por el hombro y esbozó la mejor de sus sonrisas.
—Sólo quería decir… —farfulló— Bueno… ¡Gracias! Sí, eso era lo que quería decir: muchas gracias. No podría estar más encantado. De verdad que es algo raro esto que hacéis, pero lo que quiero deciros es gracias, gracias, gracias.
Sabía que nadie entendía sus palabras, pero tal vez entendieran su tono de voz. La muchedumbre se quedó mirándolo sin comprender mientras él volvía a la casa con la joven.
—¡Buenas noches!
Echó las cortinas y respiró aliviado. Lo último que quería en el mundo era meter a la chica en líos. Se volvió y la miró.
—Lo siento.
Ella lo miró sorprendida y al momento empezó a desatarse la túnica.
—No, no, está bien así —dijo Daniel, indicándole que no siguiera, y ella, absolutamente perpleja, le obedeció. Luego le indicó que se sentara en al cama y también obedeció. Daniel fue al otra extremo, hasta encontrarse a una distancia prudente, y se sentó con la espalda pegada a la pared. Se miraron, Daniel sonrió. La chica sonrió. Volvieron a mirarse. Desde que había puesto los ojos en ella no había deseado otra cosa que estar a su lado, pasar un rato con ella aprendiendo a superar sus diferencias lingüísticas y culturales, y ahora que se le presentaba la oportunidad no sabía qué decir.
A Kawalsky, Brown y O’Neil se les había llevado a sendos aposentos del extremo opuesto del mismo edificio. Cada uno de ellos ocupaba una habitación distinta, aunque las tres daban al salón en que se habían reunido por ser el único lugar con ventanas. Brown llevaba media hora manipulando la radio, probando todos los trucos que conocía para contactara con Feretti y los demás.
O’Neil se hallaba junto a una de las ventanas y desde allí podía ver la tormenta que azotaba las enormes murallas de la ciudad. De espaldas a los otros, el coronel manoseaba algo distraídamente. Era la llave naranja que había sacado del aparato escondido en el interior de la vagoneta. Cuando las cortinas que hacían de puertas se abrieron, O’Neil se guardó inmediatamente la llave en el bolsillo y Kawalsky desenfundó la pistola. Tenían visita.
Era Skaara, que empezaba a dar la impresión de que no sabía más que seguir a O’Neil adondequiera que ésta fuese. Su deseo de estar cerca del coronel lo convertía en minoría de uno solo. Los habitantes de Nagada, al igual que los soldados que se encontraban bajo su mando, intuían lo peligrosamente impredecible que podía ser el hombre de la boina negra, razón por la cual preferían mantenerse a cierta distancia de él. Todos menos aquel muchacho, la primera persona a la que O’Neil había asustado y que ahora le seguía a todas partes, observando cada uno de sus movimientos. En cuanto entró en la sala, Skaara se escurrió hacia un rincón y se sentó en el suelo, dando a entender que no iba a molestar. Kawalsky miró a O’Neil y éste asintió, indicando que permitía que el chico se quedara.
Durante el banquete había visto al muchacho sentarse a observar en las sombras y eso era precisamente lo que hacía en aquel momento. El coronel dejó a Brown y a Kawalsky y entró en su propio dormitorio, donde se sentó en una de las incómodas sillas. El chico, temeroso pero decidido a conducirse con valentía, entró también y se sentó a pocos metros de él. Sin hacerle caso, el coronel sacó un cigarrillo y lo encendió. Cuando vio la llama del encendedor, Skaara casi saltó de la sorpresa. No obstante, cuando recuperó el aliento, alargó la mano y sacó un cigarrillo del paquete, imitando los movimientos del coronel y fingiendo que fumaba.