—¿Qué diablos es eso? —preguntó Daniel.
—Tu Puerta de las Estrellas —dijo Catherine.
Daniel sintió que se le nublaba la mente, como si este súbito flujo de extrañas informaciones estuviera a punto de provocarle un desequilibrio mental. Aquel grueso anillo, que medía más de tres veces su altura, descansaba sobre una plataforma metálica elevada. Una amplia rampa ascendía desde el suelo hasta al plataforma y la abertura central del anillo. Ahora que estaba limpio y pulido, no cabía duda de que era de material metálico. Se parecía mucho al ópalo y era semitransparente aunque dispersaba al luz de alrededor en varios colores al mismo tiempo.
—¿Encontró usted esto en Egipto? —Daniel no se lo podía creer. Deseaba hacer más preguntas, pero oyó que el general West daba una orden.
—Llévenlo abajo a ver si puede identificar ese «séptimo símbolo». —Y cuando O’Neil hizo ademán de obedecer, West añadió—: Usted no, coronel. Tenemos que hablar.
Catherine condujo a Daniel y a una docena de curiosos espectadores por una estrecha escalera de caracol hasta la «cabina telefónica», donde los técnicos que mantenían una vigilancia constante se sorprendieron notablemente al ver la súbita intrusión de aquel grupo de turistas en su tranquilo espacio de trabajo.
La penumbra de la sala llamó la atención de Daniel porque le parecía un versión en miniatura de la Sala de Control que había visto en Houston durante los lanzamientos espaciales. De pronto empezó a darse cuenta de adónde llevaba todo este proyecto. Casi todos los observadores se arremolinaron en torno a la gruesa cristalera de plexiglás. Daniel iba a hacer lo mismo, pero Catherine tiró de él y lo llevó ante una pantalla donde se veía un primer plano del anillo. La cámara que filmaba en el silo estaba adosada a la sección del anillo que se encontraba el símbolo de Escorpión.
La cámara acercó a Daniel lo suficiente para apreciar el exquisito y minucioso trabajo de talla que se había realizado en la fabricación del anillo. También pudo ver uno de los siete recubrimientos triangulares fijados en su borde externo. Hechos de oro macizo, cada uno de ellos alojaba un enorme pedazo de cuarzo tallado.
Con el tinte verdusco del monitor, Catherine parecía de repente un ser pequeño y retorcido. Ambos tomaron asiento delante de la pantalla mientras ella se explicaba.
—Aunque no nos dimos cuenta de que los símbolos de las lápidas eran constelaciones, sabíamos que correspondían a los que aparecen grabados en el artefacto, la Puerta de las Estrellas. Nuestro problema fue que en ningún momento caímos en la cuenta del séptimo símbolo. Veamos ahora si eres capaz de encontrarlo. ¡Mithc! —gritó a uno de los técnicos que andaban por allí, un tipo de ojos soñolientos que tenía más o menos la edad de Daniel. En su placa decía que era M. Storey, Operador Técnico Especial. Catherine le dijo lo que quería.
—Sin problemas. Vamos a girar la rueda —dijo el técnico, empezando a teclear una larga serie de órdenes en el ordenador. Unos segundos después. Escorpión desapareció de la pantalla y fue sustituido por la Escuadra y luego por la Cabeza de Serpinte.
Mirando a través del plexiglás, Daniel alcanzó a ver la sección interior de la Puerta de las Estrellas, que giraba como una rueda dentro de un anillo mayor fijo. En la base del artefacto se había instalado un aparato especial, parecido a una abrazadera que sujetaba al mitad interior del anillo. Sus ruedas de goma activadas por control remoto eran las encargadas de girar el anillo. Uno a uno, los símbolos fueron apareciendo en la pantalla: Libra, el Boyero, Virgo, la Copa.
Poco a poco, los visitantes de la «cabina telefónica» empezaron a mosconear alrededor del monitor para ver qué estaba pasando. Daniel los asustó a todos cuando, súbitamente, gritó:
—¡Alto!
Se inclinó hacia delante y durante unos segundos escrutó la imagen que había en la pantalla: un triángulo con un círculo encima. Levantó lentamente el rotulador negro y, para consternación de Storey, dibujó el símbolo del cartucho encima del símbolo aislado en el monitor. Evidentemente, era el mismo; sólo difería lo suficiente para pasar por alto la similitud si no si sabía lo que se estaba buscando.
—¡La Tierra! —exclamó la doctora Shore.
—¡Thálassa! —dijo Meyers.
—Eureka —returcó Daniel.
—Todo este tiempo ha estado delante de nuestras narices. —Storey arqueó una ceja a los observadores, absolutamente perplejo.
Sin embargo, para Catherine todo quedó claro de repente. Corrió al otro lado de la sala, cogió el auricular del teléfono interno y habló en voz muy baja con el general West, que estaba un piso más arriba. Cuando volvió con el grupo, dio la orden que había deseado dar durante toda su vida.
—Hagamos una prueba.
Y con el poder de un hechizo mágico, esas simples palabras convirtieron la «cabina» en un manicomio. Un militar de uniforme, carpeta en mano, voceó la asignación de papeles; los técnicos se hacinaron en sus puestos chillando de lado a lado de la sala para que les dieran las últimas lecturas, y una serie de enormes copiadoras se activaron y, chillando entrecortadamente, empezaron a escupir datos.
—Muy bien, Mitch, prepárate par la conducción del test —dijo Catherine, arrastrando una silla junto a la de Storey. E hizo una seña con la cabeza a la doctora Shore, que pronunció en voz alta la primera serie de coordenadas numéricas.
Storey aporreó el teclado con dos dedos, arreglándoselas de alguna extraña manera par retener los números en la cabeza, y luego pulsó la tecla ENTER. Al segundo, la deslizante rueda interior de la Puerta giró hasta que la constelación de Tauro quedó en lo alto, Y como si fuera un enorme cierre de combinación, el anillo registró el movimiento con un audible chasquido. Inmediatamente se separó la gran cubierta que envolvía el cuarzo de la parte superior y sus dos mitades se abrieron como los ganchos de una abrazadera. Ahora se veía que el cuarzo, del tamaño de un puño, apuntaba claramente al centro del anillo.
—¡Compás Uno, en posición! —gritó Storey.
La rueda invirtió la dirección del giro hasta que la Cabeza de Serpiente, la segunda figura del cartucho, quedó arriba. Pero esta vez se abrió una de las V invertidas que estaban junto a la base de la Puerta, y al hacerlo, un zumbido de baja frecuencia invadió la sala, aumentando de intensidad conforme continuaba la apertura. Poco a poco, todo lo que había en la sala empezó a temblar.
—¡Compás Tres, en posición! —dijo Storey, alertando a todos. Y dirigiéndose a Daniel sin levantar al vista del teclado, añadió—: Haga el favor de sujetar esa taza. —Daniel alargó la mano e impidió que la taza se cayera de la mesa.
—Gracias —dijo el primero en español.
—De nada —replicó el segundo en el mismo idioma.
—Compás Cinco, en posición.
Cada vez que una pieza de la «orientación» quedaba en la parte superior de la Puerta de las Estrellas y el zumbido de la máquina crecía en intensidad, aumentaba también la tensión que se respiraba en la sala. Daniel pronunciaba en voz baja los nombres de las constelaciones: la Cabeza de Serpiente, Capricornio, el Unicornio, Sagitario, Orión y, finalmente, el séptimo símbolo: la Tierra.
Cuando estuvo en su sitio el sexto símbolo, Orión, Catherine se volvió a Daniel y le murmuró:
—Hasta ahora no habíamos podido pasar de aquí.
Por la tensión que reinaba en la sala, Daniel dedujo que la mujer decía la verdad. Todos habían contenido el aliento en espera de que el séptimo símbolo estuviese en posición.
—¿Cómo han sabido lo que ese trasto podía hacer? —preguntó Daniel.
—Porque está hacho de una sustancia semejante al cuarzo que es diferente de cuanto hay en la Tierra. Posee cualidades increíbles.
Pero antes de que Catherine pudiese continuar, volvió a oírse la voz de Storey.
—¡Compás Siete, en posición!
Cuando el séptimo signo quedó en su lugar, el temblor de la sala cesó y dio paso a una nota profunda y armoniosa. Sonaba casi como la más baja que pudiera dar un antiguo órgano de tubos. Daniel miró a Catherine, preguntándole con la mirada si era aquello lo que en teoría tenía que ocurrir.
Pero antes de que ella tuviera tiempo de responder, una segunda «nota», más aguda que la primera, llegó resonando por le cristal de seguridad, llenando toda la «cabina». El sonido turbó a Daniel, que hizo ademán de preguntar algo a Catherine.
—Chitón —dijo ésta, poniéndose un dedo en la boca y cerrando lo ojos—. Escucha.
Daniel escuchó una tercera nota, y luego una cuarta, cada una vibrando en una frecuencia más alta. Lo raro era que cada nota era absolutamente distinta a la anterior, aun cuando se encadenaban. Entonces lo comprendió y cuando empezó a escuchar la séptima y última nota ya estaba sonriendo. El anillo había creado una única y armónica nota, bastante más compleja de lo que el, gran aficionado a la música clásica, habría imaginado. No era música, pero era bello.
Luego empezó a suceder algo mucho más extraño. Como serpientes erguidas en el aire por la flauta de un encantador, las piedras de cuarzo situadas alrededor de la parte frontal de la Puerta emitieron siete rayos de luz parecidos al láser, aunque era evidente que obedecían a leyes físicas distintas, pues la luz fluía hacia el centro del anillo. Manaba literalmente, como si alguien hubiera abierto las mangueras de un jardín y de ellas saliera luz líquida. La luz que brotaba hacia arriba desde las gemas de abajo se comportaba de la misma manera que la procedente de las gemas de arriba o de los lados. Parecidos en cierto modo a brillantes cuerdas líquidas, todos los rayos corrían hacia el centro ejecutando una vibrante e irregular danza antes de disiparse en el aire.