—Alucinante —murmuró Storey. Catherine y Daniel le miraron y asintieron. Luego se miraron entre sí, sin poder hablar.
A medida que los tentáculos de luz aumentaban de longitud, empezaron a enredarse y a expandirse rápidamente hasta formar un pequeño charco, una superficie sólida y resplandeciente, como una delgada lámina de mercurio extendida en el hueco centro del anillo.
La delicada belleza de la imagen, junto con la extraña armonía de la nota, suscitó una oleada de euforia en los hombres y mujeres de la «cabina». Todos miraban a su alrededor para confirmar este sentimiento, sonriendo a los demás.
Pero un segundo después el ambiente cambió bruscamente. El espejismo adquirió masa y empezó a condensarse como un viscoso remolino de aguas turbulentas. Luego estalló en toda la sala como un gigantesco huracán que les golpeó en la cara. Involuntariamente, todos los presentes retrocedieron, algunos cayeron al suelo. Alguien empezó a gritar que lo pararan, que detuvieran aquello, pero antes de que pudieran reaccionar, el anillo aspiró la energía y la disparó hacia el otro lado con sorprendente velocidad, creando un ilusorio túnel de luz, una rugiente cascada circular que desaguaba directamente en el infierno a dos millones kilómetros por hora. Sólo que no se veía caer. Estaba de costado, apuntando al muro más distante del silo, y se perdía en un lugar mucho más lejano que el infierno.
Para entonces, cada ordenador de la «cabina» daba su particular versión del caos; las luces parpadeaban, las impresoras y los técnicos, pegados a las máquinas, se esforzaban por mantenerse al ritmo de la entrada de datos.
Catherine preguntó a gritos si los soldados que rodeaban la Puerta se encontraban bien. Afortunadamente, así era.
—¡Se orienta solo! —chilló un técnico desde el otro extremo de la sala.
La doctora Shore, saltando entre una maraña de cables, corrió a ver lo que había descubierto el técnico. El hombre le enseñó el detallado gráfico del universo que había en la pantalla, con un parpadeante punto azul que representaba al Tierra. Una pequeña x roja, formada por el cruce de dos hilos de láser, empezó a desplazarse por el monitor, abandonado la Tierra y viajando por la Vía Láctea hasta detenerse en el otro extremo de la pantalla. Shore, con los ojos como platos, llamó a voces a Catherine.
—Se ha detenido sobre la galaxia Cirro. Tiene masa. Podría ser un satélite, tal vez un asteroide grande.
—¿Has dicho la galaxia Cirro? —preguntó Daniel rascándose la cabeza—. ¿No está…?
—¿Al otro lado del universo conocido? Sí, en efecto. —Catherine estaba nerviosa, pero era evidente que saboreaba cada momento.
El teléfono sonó. Storey lo cogió rápidamente sin dejar de teclear. Era el general West, que llamaba desde la sala de arriba. Mientras escuchaba, la expresión de la cara del técnico fue cambiando hasta llegar a la incredulidad.
—¿Qué usted qué? —preguntó escépticamente. Pero al instante, su tono de voz ya había cambiado—. Sí, señor. Sí, señor. Ahora mismo, señor.
—¿Qué pasa? —preguntó Catherine por encima del bullicio.
—Quieren mandar una sonda —explicó Storey, sin poder creérselo.
—¿Una sonda? —Catherine no sabía lo que pedía West. Estaba a punto de coger el teléfono cuando, por la ventana de observación, vio a dos soldados empujando un aparato del tamaño de un frigorífico con un largo brazo mecánico, Laboratorio-Sonda Analítico Móvil. El L.S.A.M, o Unidad Sam, como se decía comúnmente, llegó a la rampa de acceso a la Puerta. Era un gigantesco monstruo de acero con un brazo diseñado en el Instituto Tecnológico de California, que parecía el trineo de Santa Claus en versión siglo XXIII: cámaras de vídeo en miniatura, dispositivos de análisis atmosférico, un laboratorio de química totalmente automático, microrradares en forma de disco para detectar las ondas de radio… Se había tardado tres años en construir el torpe aparato y su valor ascendía a varios millones de dólares.
Mientras se preparaba la sonda, entraron corriendo ocho o nueve infantes de Marina armados que tomaron posiciones defensivas alrededor de la Puerta de las Estrellas. A Daniel le pareció ridículo. ¿Quiénes se creían que eran para interrumpir la prueba? Otro ejemplo de paranoia militar, pensó.
El teléfono volvió a sonar. Esta vez fue Meyers quien se abalanzó sobre él.
—Aquí el doctor Fred Meyers. Sí, general. Sí, señor, estamos preparados par inspeccionar cualquier actividad registrada en al Puerta. Sí, señor, en teoría debería ser capaz de detectar esta clase de transmisión.
En cuanto colgó, el doctor Meyers se dirigió a uno de los bancos de ordenadores y se puso a dar explicaciones a los técnicos. Casi todos los ojos de la sala seguían puestos en Catherine, esperando que ella diera instrucciones. Aunque estaba molesta porque le habían ocultado lo de la sonda, echó un vistazo a la sala y gritó enérgicamente:
—Soltémosla, a ver qué pasa.
Los técnicos del silo engancharon la sonda a una cadena de remolque, como las que utilizan las grúas. Cuando acabaron, se volvieron y levantaron la vista hacia la sala de conferencias. El general West asintió para autorizar el lanzamiento de la sonda. Los técnicos se apartaron a toda prisa en cuanto la cadena entró en acción. Mientras la sonda subía la rampa con la torpeza de un tanque en dirección a la tormenta eléctrica, Daniel hizo a Catherine una apremiante pregunta.
—¿No embestirá contra la pared?
—No creo.
Por si las moscas, Daniel retrocedió unos pasos. Cuando la sonda llegó a lo alto de la rampa y penetró en el campo de energía, se escuchó el efecto de una fuerte descarga de alto voltaje. Cuando el túnel absorbió los primeros átomos de la máquina, el campo de energía se tragó literalmente todo el aparato y una luz blanca y cegadora iluminó cada rincón de la sala.
Cuando pudieron darse la vuelta para mirar otra vez, la sonda había desaparecido.
Los militares de alta graduación que estaban de visita aplaudieron durante un segundo, hasta que se dieron cuanta de que la prueba aún no había concluido. Daniel, aturdido, confuso y mudo, miró a Catherine en espera de una explicación.
La anciana levantó sonriente las cejas y dijo:
—Esto empieza a ponerse emocionante, ¿no te parece?
—¿Qué está pasando ahora? —Daniel observó que los técnicos seguían pegados a los monitores.
—Estamos esperando a ver si la sonda envía datos a través de la Puerta —dijo Meyers.
Esperaron un minuto, pero no se produjo ninguna novedad. Daniel susurró una pregunta a Catherine.
—¿Cuánto llevan trabajando sus hombre en esto?
—Mi padre lo descubrió cerca de Gizeh cuando yo era pequeña, pero el gobierno egipcio no nos dejó sacarlo del país hasta 1974. Luego tuvimos que quitárselo a los británicos y además hubo que conseguir fondos.
—Del Pentágono. —El fastidio de Daniel era evidente.
—Llevo metida en este proyecta desde que tenía nueve años —replicó Catherine—. He tardado más de cincuenta en encontrar el dinero y sin él todo esto no se habría hecho realidad. ¿Qué habrías hecho tú?
Fue entonces cuando se oyó el grito de la doctora Shore.
—¡Parece que llega algo! —Ahora fueron los técnicos quienes aplaudieron. Todos los ojos se volvieron hacia la doctora, que inspeccionaba en el monitor los datos procedentes de la Puerta. A los pocos segundos la señal empezó a desaparecer—. Lo estamos perdiendo. Hemos bajado al treinta por ciento. Ahora al cinco. —Cuando Shore anunció la pérdida definitiva de la señal, el anillo interior de la Puerta giró sobre sí mismo y se cerró.
Catherine se unió a los científicos apiñados en torno al puesto de operaciones de Shore. Daniel se inclinó por encima de Storey y preguntó qué pasaba.
—La sonda —explicó el aludido— nos ha enviado datos, pero todo está codificado y comprimido digitalmente. Tardaremos un par de minutos en expandirlo y descodificarlo para ver si hay algo que valga al pena.
Mientras tanto, unos cuantos técnicos dirigidos por Meyers se reunieron en torno a una fila de ordenadores situada al fondo de la sala. El ánimo general era de ansiedad. Segundos después, el doctor Meyers anunció:
—¡Lo tenemos!
La alegría cundió en la sala. Todos se pusieron a aplaudir y a levantar el puño. Los científicos se abrazaron. Parecía increíble, pero de pronto tenían a su merced datos significativos y reveladores sobre un lugar situado en la región más alejada del universo. Después de meses sudando en aquellos siniestros túneles subterráneos, lo verdaderamente emocionante, desde el punto de vista científico, no había hecho sino empezar. Personas hasta entonces desconocidas se felicitaban entrechocando la palma de la mano. Meyers se acercó a Daniel y, emocionado, estuvo a punto de darle un abrazo que al final quedó en un apretón de manos.
—Le felicito de verdad. Ha hecho usted un trabajo extraordinario.
Un instante después, la doctora Shore le estampó media docena de besos en la mejilla.
—Eres un genio, rediós. Eso es lo que eres.
Daniel sonrió y le devolvió los cumplidos. No recordaba haber visto en toda su vida a un grupo de científicos compartiendo una alegría así. Mientras continuaba la celebración, encontró a Catherine y la llevó aparte.
—Piensa revisarlo a fondo, ¿verdad?
—Sí. Es precisamente la finalidad de todo esto.
Pero, al decirlo, un grupo de soldados entró en la «cabina» y tomó posiciones alrededor del ordenador principal. Dos de ellos, que evidentemente conocían bien la «cabina, se acercaron para sacar los discos duros y recoger todos los cuadernos de notas. Se llevaron toda la información que acababa de proporcionar la Unidad Sam.
Al principio, muchos jubilosos asistentes no se percataron de lo que estaba ocurriendo, y los que lo hicieron no tenían la más remota idea de lo que estaban llevando a cabo los soldados, si bien la actitud de éstos daba a entender que no habían entrado allí para descorchar botellas de champan precisamente. El doctor Meyers se aproximó y les plantó cara.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Qué significa esto?
En ese momento volvió a sonar el teléfono interior y, mientras la improvisada fiesta degeneraba en una serie de violentas disputas, Catherine se apresuró a cogerlo. Al poco se puso a gritar a pleno pulmón.
—¡Silencio! ¡Callaos todos!
Y reanudó la conversación con el general West. Parecía tan impaciente como una joven de dieciséis años que hablara con el chico que la ha invitado a ir a la fiesta de fin de curso. En cuestión de segundos repitió diez veces la palabra «entiendo» y su expresión languidecía cada vez más. Al final estaban todos callados y preocupados. Catherine colgó el teléfono y se dirigió a los presentes.
—El general dice que está muy contento y que todos deberíamos sentirnos orgullosos del trabajo que hemos realizado. También me ha dicho que estamos despedidos. A partir de ahora, ellos se harán cargo de todo.
Información Militar
Daniel no se quedó a escuchar las protestas. En un abrir y cerrar de ojos ya estaba corriendo por los impecables pasillos blancos a la caza del general West. Pero no fue a éste, sino a O’Neil a quien pescó en el momento en que salía de la sala de conferencias.
—¿Qué demonios creen que están haciendo? —preguntó, dispuesto a llegar a las manos—. ¿Es ésa la idea que el ejército tiene de la lealtad? ¿Encerrar a todas estas personas bajo tierra durante meses para despedirlas cuando la cosa empieza a ponerse emocionante?