Stargate (9 page)

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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

—¿Qué pasa?

—¿Cómo va eso, Higgens? —Fingió un bostezo y pasó por delante del guardia arrastrando los pies hacia el depósito de agua. Pero en cuanto dobló la esquina, corrió hacia el despacho de O’Neil. Del bolsillo de su arrugada camisa azul sacó un cortaúñas y hurgó en el teclado electrónico que custodiaba la puerta de O’Neil. Tras dejar al descubierto los cables, abrió la hoja del cortaúñas que hacía de lima y la atravesó en el mecanismo de conexión. Al producirse el cortocircuito, el dispositivo saltó con una pequeña explosión eléctrica. Con el corazón latiéndole a toda velocidad, giró el pomo, abrió la puerta y entró. Por fin lo había hecho. Destrucción de una propiedad del Estado. Ya no podía echarse atrás. Cerró la puerta tras de sí.

El despacho era tan poco acogedor como el del jefe de estudios del instituto donde había hecho el bachillerato elemental. Tras el utilitario escritorio metálico había una silla de acero inoxidable muy espartana. Sobra la mesa, en el ordenador de O’Neil, el protector de pantalla generaba un psicodélico dibujo que imitaba un río de lava. Daniel abrió los archivadores del rincón, pero, a excepción de alguna que otra guía telefónica local, estaban completamente vacíos. Junto a los archivadores, empotrada en la pared, había una pesada caja fuerte de combinación. El cortaúñas no le servía para aquello y se sentó en la silla del escritorio. Una rápida ojeada tampoco le reveló nada. Había suministros de oficina perfectamente ordenados, una fotografía de O’Neil con su mujer y su hijo en un portarretratos de material irrompible y una Biblia en el último cajón que probablemente se vendía con la mesa. ¿Había previsto O’Neil la irrupción de Daniel y había borrado sistemáticamente cualquier pista? ¿O se sentía tan incómodo consigo mismo como con los demás? Aferrándose a su última esperanza, Daniel pulsó la barra espaciadora del teclado del ordenador y apareció el menú principal. Tecleó la palabra pregunta y en la pantalla apareció una lista de opciones. Eligió PERSONAL y pidió a la máquina que buscara O’NEIL, JACK, CORONEL. Inmediatamente apareció el mensaje de E
SPERE, POR FAVOR
.

El ordenador que Daniel tenía en su habitación era un 586, mientras que el de O’Neil parecía más bien propio de los Picapiedra. Impaciente, escrutó las paredes buscando más pistas: un mapa de Estados Unidos, una carta estelar de los hemisferios norte y sur, y un cartel con el título «Sistema métrico». Por desgracia para el ladrón, era la oficina más insípida del mundo. Fue entonces cuando vio al guardia, o por lo menos su perfil, a través del cristal esmerilado de la puerta. Higgens se detuvo al ver la cerradura rota y Daniel contuvo el aliento. Al cabo de un instante, el vigilante continuó su ronda en dirección a los aseos. Daniel calculó que tenía dos minutos. Cuando bajó la vista, en la pantalla vio lo siguiente: O’NEIL, J., CORONEL. R
ELEVADO DEL SERVICIO, DOS AÑOS
. D
E NUEVO EN ACTIVO, UN MES
.

Curioso. ¿Qué tenían aquellas lápidas para haber sacado a O’Neil de su retiro? ¿Por qué él en concreto? ¿Qué había en él para que las eminencias grises del general West pensaran que estaban especialmente preparado para aquella misión?

Daniel hizo otras preguntas al ordenador, pero la repuesta fue siempre la misma: I
NFORMACIÓN SECRETA
. A
CCESO DENEGADO
. Para una mente como la suya, que se nutría de informaciones de última hora, eran las palabras más deprimentes que podía imaginar. Se hundió en la silla, pensando que al día siguiente entrarían en aquel despacho y lo pondrían de patitas en al calle, en el mejor de los casos. En el peor… prefería no pensar en los problemas jurídicos y administrativos que su acción podía acarrearle.

Al margen de lo que le hicieran la Infantería de Marina y las Fuerzas Aéreas, no se le escapaba que le coronel ya estaba al tanto de la mala fama que tenía entre sus colegas.

Abrió lentamente la puerta y echó un vistazo a exterior. No había moros en la costa, pero permaneció inmóvil. Había algo que no le cuadraba. Volvió a cerrar la puerta y se pegó a la pared. ¿Qué hacía O’Neil con un mapa de las estrellas? «… un millón de años en el cielo…». Se quedó mirando el mapa durante un largo minuto, mientras su mente aceleraba poco a poco, corriendo luego como un motor hipercalentado hasta que la idea cobró cuerpo. Se puso a jadear. Sin saber qué más hacer, alzó la mano, arrancó el mapa clavado con chinchetas y salió corriendo del despacho. Antes de que el último rayo de luz que entraba por la puerta que se cerraba dejara de reflejarse en la cafetera que había encima del escritorio, ya estaba delante de su ordenador.

El resplandor blanco del escáner peinó la mesa despejada a toda prisa y el mapa de O’Neil, digitalizando sus figuras y almacenándolas en el ordenador. Daniel se puso a trabajar como un demonio de seis brazos, absolutamente concentrado. Inclinado sobre el teclado, aisló algunas de las principales constelaciones, dividió en dos la pantalla y comenzó a compararlas, una por una, con los misteriosos jeroglíficos que ya había informatizado. Concentró la búsqueda en Orión, porque era una constelación visible en ambos hemisferios. Dos símbolos de la lápida se parecían, pero no eran iguales. Daniel se recostó en la silla y levantó la vista hacia la exquisita estatuilla de 1400 a.C. que había colocado encima del ordenador y que era su único testigo.

—¿Crees que vamos por buen camino?

La estatuilla no dijo nada audible, pero Daniel se irguió inmediatamente e introdujo otros parámetros para ver las constelaciones en tres dimensiones. Casi al instante encontró una notable similitud entre Orión y uno de los misteriosos símbolos del círculo externo, el mismo símbolo que aparecía también en el cartucho de forma elíptica del centro de la lápida. Pero la correspondencia no era perfecta. Faltaban las estrellas menores que, unidas a Betelgeuse, formaban «el arco» del cazador mitológico Orión; y Rigel no estaba unida a Sirio según la tradición.

Aquellas palabras: «según la tradición»…

Daniel se levantó de la silla, se dirigió a las estanterías e hizo algo que no había hecho en muchos años: consultar la obra del profesor Budge. Abrió el libro por los Apéndices del final y encontró otro mapa de las constelaciones, distinto del primero. Sonrió maliciosamente y volvió a sentarse. Miró una vez más la pantalla, luego el libro y finalmente los ojos negros de la estatuilla egipcia.

¡Bingo!

Episodio VII

El séptimo símbolo.

Una fría mañana, poco después de salir el sol en lo pinares, una limusina Cadillac de la base aérea de Lowry, Denver, pasó el control de entrada y se dirigió hasta la boca de una cueva que el cuerpo de ingenieros del ejército había abierto en la montaña. Varios militares de alta graduación, procedentes de diversos rincones del país, bajaron del vehículo y desfilaron por el pavimento. En el centro del grupo, un paso por delante de los demás, iba un militar recio de unos cincuenta años que llevaba la pechera del ajustado uniforme azul cargada de medallas. Era el general West. Respetado y temido por todos los que estaban a sus órdenes, West era famoso por tres cosas: por tomar siempre la mejor decisión en las circunstancias más difíciles; por tener violentos ataques de ira cuando no se efectuaban sus órdenes tal como él deseaba; y por ser el mejor jugador de póker de todas las fuerzas armadas.

El grupo cruzó a zancadas las enormes puertas de cemento, primera línea de defensa del silo, y penetró en la fría oscuridad del interior de la montaña. Entraron en le ascensor e iniciaron el descenso. Cuando se abrieron las puertas en el piso 28, O’Neil ya les estaba esperando.

—¡Jack O’Neil! ¿Cómo te ha ido, soldado?

O’Neil cabeceó y no pudo por menos de mentir.

—Bien.

West asintió, aunque sabía que no era cierto. Desde que comenzaran los problemas con O’Neil, se había dedicado a leer todos los documentos militares en los que aparecía su nombre, sobre todo el informe psicológico del Hospital de Veteranos. West llevaba dos años esperando la ocasión propicia para volver a utilizar al hombre y aquella misión era perfecta.

—¿Cómo está Sarah? —preguntó el general—. Mis hombres me dijeron que estaba un poco nerviosa.

—Tiene sus días, pero va tirando —respondió astutamente O’Neil, sin alimentar ninguna ilusión con respecto al motivo por el que le había mandado llamar West. Las palabras que le había dicho el oficial allá en su casa aún resonaban en su mente. No se le había mandado llamar a pesar de su situación, sino a causa de la mismo.

Mientras el grupo proseguía la marcha en dirección a la sala de conferencias, West le dijo en voz baja:

—Tengo que decirte unas cuantas cosas que no pude poner en el informe.

El teniente Kawalsky, haciendo de mala gana el papel de acompañante, abrió la puerta de la sala de conferencias. Cuando Daniel entró en ella, amenazando con tirar todos los mapas, libros y fotocopias que llevaba en los brazos, se llevó una desagradable sorpresa.

—Maldita sea —dijo, sin dirigirse a nadie en particular. Había llegado creyendo que iba a mantener una conversación informal con el famoso general West mientras se tomaban un café con leche. Esto ya le parecía detestable de por sí. Pero la sala estaba llena de militares y científicos, todos vestidos de punta en blanco, mientras que él llevaba al misma ropa con que se había levantado media hora antes. Con los ojos hinchados, miró a su alrededor y reconoció unas cuantas caras. Estaban el doctor Meyers y la doctora Shore, algunos técnicos con los que no le estaba permitido hablar por razones de seguridad y, por supuesto, O’Neil.

La sala era muy distinta de todas las restantes del silo. Era sencilla, aunque estaba decorada con buen gusto. La mayor parte del espacio se hallaba ocupado por una gran mesa circular de caoba, alrededor de la cual había veinticuatro sillas de respaldo recto. Daniel se preguntó cómo se las habrían ingeniado para meterla, dado que era mucho más grande que el ascensor. Además había flores y el personal de cocina había instalado una mesa de bufé, con platos infinitamente mejores que la bazofia que había estado comiendo las dos últimas semanas. Todo era lujoso y elegante, como si de pronto hubiese aparecido en medio de una fiesta del Club de Oficiales de West Point.

Una pena. Pues si aquellas personas eran como los últimos arqueólogos que había visto en Los Ángeles, iban a pensar que su teoría sobre las lápidas no era sino charlatanería. Y lo peor era que todos sabían lo que había enterrado debajo, mientras que él andaba dando palos de ciego.

Divisó a Catherine rodeada de un grupito de militares. La mujer le guiñó un ojo y se dirigió hacia él seguida de un hombre.

—¡Daniel! —exclamó la anciana, contenta de verlo—. Me gustaría presentarte a alguien. El general West.

Daniel, cargado aún con todos los documentos, hizo lo posible por tenderle la mano.

—Hola —dijo.

—Es un placer conocerle finalmente, profesor. —West parecía de esos hombres que siempre saben lo que van a decir a continuación—. Leí unos cuantos artículos suyos antes de firmar la autorización para que usted tomara parte en esto. —Tampoco West era ajeno al uso de la adulación.

—¿Ah, sí? —preguntó Daniel, sorprendido y suspicaz a la vez—. ¿Y qué le parecieron?

Hubo cierto matiz de desafío en la pregunta, como si quisiera que West expusiese lo que había entendido. Y lo último que Catherine deseaba en aquel momento era que se creara un conflicto entre ambos hombres, así que intentó cambiar de tema. No obstante, West le indicó con un gesto que estaba dispuesto a contestar. Miró a Daniel fijamente a los ojos (una costumbre del póker) y se puso a farolear.

—Sólo tengo una crítica que hacerle y permítame que se la exponga en términos militares —empezó diciendo West—. Está usted tan obsesionado por cubrirse las espaldas que no insiste lo suficiente para alcanzar su objetivo. Todo el tiempo que pasa escribiendo mira de reojo preguntándose lo que pensarán de usted otros académicos.

—Bueno, el método científico de mi…

—Sí, hijo, el método científico de mierda. Solamente hay dos explicaciones posibles: o no tiene cojones para enfrentarse al saber convencional —y aquí hizo una pausa para intensificar el dramatismo— o el saber convencional está en lo cierto y usted no es más que un jodido chiflado. Veamos cuál es la repuesta. —El general pidió disculpas a Catherine por el vocabulario que había empleado y dijo en voz alta a todos los presentes—: Escuchen un momento. Hemos esperado mucho para llegar aquí, así que vayamos al grano y veamos qué es lo que este hombre tiene que decirnos.

Daniel se dirigió a la cabecera de la sala, se puso de espaldas a la pizarra que ocupaba toda la pared y miró a su alrededor, sonriendo a todos como si fuera la primera mañana de un nuevo semestre.

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