—Sí, estaré bien —respondió. Y con estas palabras Daniel supo que era cierto, que estaría bien.
—Este lugar le va muy bien, Jackson. Probablemente se pasará el próximo medio año metido en esas catacumbas.
—Espero que vengan a visitarme. —No lo había dicho al principio en son de broma, pero inmediatamente cayó en la cuenta de la ligereza con que invitaba a personas que estarían a millones de años luz de allí. Qué cosas tenía la vida.
—¿Qué puedo decirle? —dijo O’Neil—. Yo no tomo las decisiones. Sólo obedezco las órdenes de mis superiores.
—¿Información militar? —preguntó Daniel.
—Si algo caracteriza a los militares, es que nunca informan de nada.
—Hágame un favor —dijo Daniel, entregándole el medallón de Catherine—. Dígale a Catherine que me trajo suerte.
—Claro. —Y antes de dejarse arrastrar por la emoción, O’Neil dio media vuelta, subió los escalones y penetró directamente en el haz de la Puerta.
Kawalsky y Feretti lo siguieron, sus imágenes congeladas y suspendidas brevemente antes de desaparecer como una mancha borrosa. Cada vez que un hombre se sumergía en el estanque de intensa luz blanca, todos los nagadanos se quedaban sin aliento. Por fin, los tres desaparecieron. Se habían ido.
Skaara, Daniel y Sha’uri se quedaron mirando un rato, hasta que el anillo giró, se cerró y las entrañas de la pirámide quedaron iluminadas sólo por las antorchas. Se pusieron en cabeza de la comitiva y salieron al desierto, donde el último de los tres soles se ocultaba ya por el horizonte.
Mientras iniciaban el largo camino de regreso a la ciudad, «Un Poco» remontó la cima de una gran duna. Situado entre los nagadanos y la luna oval del planeta, dejó escapar un hermoso grito de queja.
Fin